La entrega a las autoridades estadunidenses de 15 delincuentes convictos que purgaban sus penas en distintas cárceles del país, en "una decisión soberana y unilateral del gobierno de México", a decir del procurador Eduardo Medina Mora, es una afrenta a las leyes vigentes, a los procedimientos judiciales, a la soberanía nacional y a los derechos humanos que pone de manifiesto, en los hechos, la escasa confianza del actual gobierno en las instituciones mexicanas.
Por principio de cuentas, las entregas fueron realizadas sin la realización de los respectivos juicios de extradición, sin la participación de la Secretaría de Relaciones Exteriores y sin la notificación a las autoridades judiciales a cargo de los procesos correspondientes, como lo señaló el constitucionalista Jaime Cárdenas Gracia, además de que no se respetó la garantía de audiencia de los afectados. De la manera más arbitraria, se decidió anular, de facto, las condenas que habían sido dictadas contra ellos y se entregó a connacionales que delinquieron en territorio mexicano para que fueran juzgados por las autoridades de otro país, sin ninguna garantía, para colmo, de que no les serán impuestas, en la nación vecina, penas que han sido excluidas de nuestra legislación porque se consideran inhumanas y crueles.
No es el propósito, desde luego, abogar por la impunidad para transgresores peligrosos y contumaces, sino por la vigencia de la legalidad. En un estado de derecho los delitos se sancionan y las sanciones se aplican. Pero en el caso de los convictos enviados a Estados Unidos se ha eludido la obligación de las autoridades de hacer cumplir las penas a las que fueron sentenciados.
Para nadie es un secreto que, por norma, los capos de la droga poseen, inclusive cuando son reducidos a prisión, un enorme poder de corrupción. Se sabe que algunos de ellos siguen dirigiendo desde sus celdas los negocios ilegales por los que fueron procesados, y que en vez de que los penales ejerzan sobre ellos un efecto de rehabilitación, son esos reclusos los que distorsionan y descomponen las estructuras de mando y el funcionamiento de las cárceles, sobornan a los custodios, compran a las autoridades judiciales encargadas de llevar sus casos y generan, de esa manera, una gravísima descomposición en todo el sistema penal. Por añadidura, no es poco frecuente el caso de narcotraficantes "rescatados" por contingentes de sus compinches con amplio despliegue del poder de fuego del que disponen los estamentos de la delincuencia organizada, al que en varios casos se suma la complicidad de autoridades penitenciarias y policiales.
Tales consideraciones no justifican de ninguna manera que el gobierno abdique de sus obligaciones penales y que, en vez de empeñarse a fondo en el combate a la corrupción que afecta tanto al sistema penitenciario como a tribunales y cuerpos policiales, transfiera a un gobierno extranjero la responsabilidad de procesar y custodiar a delincuentes mexicanos.
Desde esa perspectiva, la determinación de entregar a los presos referidos a las autoridades estadunidenses, lejos de ser una demostración de firmeza, se revela como una alarmante manifestación de debilidad y como una muestra de que el Ejecutivo federal no confía en sus propios órganos de seguridad pública y procuración de justicia, en el sistema penitenciario ni en los organismos jurisdiccionales del Poder Judicial.
Finalmente, hay indicios sobrados para pensar que el envío de los delincuentes al país vecino fue también, a contrapelo de lo dicho ayer por el procurador Medina Mora, resultado de presiones procedentes de Washington. Así parece indicarlo el hecho de que la remisión se haya realizado a una semana de la visita a nuestro país del secretario de Justicia estadunidense, Alberto R. Gonzales, quien ayer manifestó su alborozo por la medida, el que fue compartido por el embajador de Estados Unidos en México, Antonio Garza. En suma, el episodio constituye un grave atropello uno más de los realizados por el panismo gobernante contra la soberanía nacional.
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