La democracia, como todas las instituciones sociales (y entre ellas las políticas), tiene comienzos modestos y muy limitados. Sus actores son unos cuantos, una minoría en el conjunto de la sociedad que decide por todo el resto. A esto se llamó democracia representativa y su teórico por excelencia fue el gran filósofo alemán Immanuel Kant. Pero, como todas las instituciones, la democracia se fue desarrollando cada vez más y siempre en la dirección de incluir cada vez a un mayor número de actores hasta conformar el concepto constitucional de pueblo total: todos los ciudadanos sin distinción pasaron a formar el cuerpo político.
Cabe recordar que el concepto de institución social fue obra del ilustre sociólogo francés Émil Durkheim, quien inició una vasta y duradera escuela sociológica que durante decenios dominó el campo de los estudios sociales (y jurídicos, en particular). Una institución es un condensado de relaciones sociales que se vuelve duradero y permanente a través del tiempo (tal como los usos y costumbres de las comunidades).
A tono con la aparición y el desarrollo del Estado de derecho, la democracia se fue extendiendo en la medida en que la ciudadanía constitucional se volvía más omnicomprensiva y totalizante. Hoy en el mundo todos los individuos mayores de 18 años son ciudadanos, con las excepciones que impone el derecho. La democracia ha dejado de ser elitista o asunto de pequeños grupos. En el siglo XX las mujeres pasaron a formar parte del pueblo ciudadano. Y fue, justamente, con su inclusión que comenzó a desarrollarse la ulterior y presente etapa del desarrollo de la democracia, que todos están concordes en llamar democracia participativa.
La democracia representativa clásica, además de elitista y una vez realizadas las elecciones, obligaba a los ciudadanos a volver a sus casas y a su vida privada. El viejo Kant decía que si el pueblo no se retiraba no dejaría gobernar. Ese concepto periclitó desde hace mucho tiempo. Ahora el pueblo elige y, además, ha conquistado el derecho a constatar cómo lo gobiernan quienes han sido elegidos. Esa es la esencia de esta nueva democracia participativa. De esta democracia participativa forman parte las figuras del plebiscito y el referéndum, amén de otras que las complementan.
En la antigua Roma el plebiscito era la asamblea decisoria de la plebe. Hoy es el conducto a través del cual el pueblo decide y manda. El referéndum es una creación más bien moderna. Ambos se definen por una pregunta clave: para el plebiscito es “¿qué hacer?” Y para el referéndum es “¿está de acuerdo?” Esta diferenciación ha sido obra sobre todo de los juristas y politicólogos franceses. Para los italianos ambas figuras son prácticamente lo mismo. Yo estoy de acuerdo con esa diferenciación y, creo, la mayoría de los constitucionalistas mexicanos también.
Ejemplos: cuando se le preguntó al pueblo italiano en 1946 qué prefería, la monarquía o la república, se trató de un plebiscito. Cuando se sometió a la consideración ciudadana la ley del divorcio, se trató de un referéndum. En el plebiscito se propone decidiendo, en el referéndum se aprueba o se convalida decidiendo. Del primero forman parte otras figuras importantes, por ejemplo, la revocación del mandato o la consulta ciudadana. La primera ya existía en el plebiscito romano, la segunda es más bien contemporánea.
Se trata de una materia sumamente controvertida. Se habla, para poner un caso, de referéndum “revocatorio”. Una ley o un acto administrativo que se someten a referéndum, no se “revocan”, se deniegan. El acto de revocación por parte del pueblo no puede por más de darse en plebiscito. Se dice también que el plebiscito no es decisorio. Si no lo es, en cualquier circunstancia, entonces no es plebiscito, sino mera consulta. Estas figuras expresan el poder soberano del pueblo y consiste en decidir, no en ser consultado. Pero en México lo que se quiere es no reconocer ese poder.
Los enemigos de esas formas de democracia participativa siempre alegan que no es posible establecerlas aquí porque la Constitución no las instituye. Yo siempre he sostenido que están implícitas en nuestra Carta Magna. Habrá que recordar, una y otra vez, nuestro artículo fundador, el 39 constitucional: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.
¿Qué más se necesita? ¿Por qué un pueblo que tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de gobierno no puede pronunciarse en plebiscito y referéndum sobre las cuestiones que atañen a su “beneficio”? Si nuestros grupos gobernantes no quieren legislar sobre esas materias no es por falta de fundamento constitucional. Ni siquiera hace falta que el Legislativo federal abra camino. Las legislaturas de los estados y aun la Asamblea Legislativa del DF lo pueden hacer por su cuenta. Si no lo hacen es sólo porque no quieren.
En ambas figuras el pueblo decide o refrenda. La pregunta obligada es: ¿quién lo va a convocar? Eso depende de sobre qué actos se va a pronunciar. Es obvio que sólo lo puede hacer sobre los actos del Legislativo o del Ejecutivo. El Judicial es un árbitro aparte. Pues son ambos poderes los que lo deben convocar para que el pueblo decida, por ejemplo, si se trata de una ley o de una decisión que debe tomar o que ya ha tomado el Ejecutivo. Está claro que el pueblo no se puede convocar a sí mismo. Por eso hace falta que el primero legisle.
Si la democracia puede seguir desarrollándose vigorosamente y sin obstáculos mortales, llegará el tiempo en que tengamos, incluso, una ley sobre la revocación del mandato de gobernantes, funcionarios y aun legisladores. Como a ellos eso no les agrada, pues opondrán, como hasta ahora, todos los pretextos que puedan imaginar. Es verdad que ya hay leyes locales que apenas balbucean sobre esas figuras participativas; pero carecen de toda seriedad. ¿Por qué? Sólo viene a la mente una respuesta: el terror de nuestros gobernantes, de derecha de centro o de izquierda que puedan ser, a que el pueblo los juzgue y revoque sus decisiones. Otra vez el pueblo que no deja gobernar y hay que mandarlo a casa.
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