Javier Alberto Reyes
Pemex es una empresa exitosa y pujante, que genera ingresos y, en muchos aspectos, es un modelo mundial digno de ser imitado. Desdichadamente, tiene dos problemas: está situada en un país corrupto; y tiene en su bolsillo metida la mano de un Gobierno ineficiente. De no ser así, podría ser mucho más de lo que de por sí es, y sería aún más ridículo andar con supuestos atentados o jocosas teorías económicas para justificar su privatización.
Conforme a cifras presentadas por la revista Fortune, Pemex está situada en el escalafón 40 dentro de una lista de las 500 empresas más grandes del mundo, con ingresos durante el 2006 por 84 mil millones de dólares y activos con un valor de casi 100 mil millones. Además, emplea a 139 mil trabajadores y, comparada con un total de 34 petroleras, se encuentra en el sitio número 11.
Irónicamente, la paraestatal está clasificada en cuarto lugar en la lista de compañías con mayores pérdidas: 7 mil millones de dólares. Por supuesto que podríamos achacar todo el problema a que Pemex está consumida por la mexicanísima gangrena de la corrupción, plagada de paracaidistas y de fugas, y dicho argumento se sostendría por el solo hecho de ser o conocer a México desde adentro o, para los amantes de las cifras, refiriéndonos al índice de Transparencia Internacional que durante el 2006 colocó a México como el país 70 de un total de 163, donde Finlandia está a la cabeza de la transparencia y Haití en el fondo.
No obstante, con todo y la corrupción y la descomposición social y política que vive la seudo democracia mexicana, los números hablan por sí solos y esos 84 mil millones de dólares no son poca cosa.
No nos engañemos, pues, no se trata solamente de corrupción. La contradictoria condición de Pemex se debe a lo que todos ya sabemos: que el Gobierno federal, desde hace ya muchos años, está saqueando a la paraestatal, la cual aporta alrededor de 40 por ciento del presupuesto del sector público. Es decir, el Gobierno se embolsa la utilidad generada por la petrolera y, al no poder ésta cubrir sus costos de mantenimiento y mucho menos invertir, se le orilla a optar por el endeudamiento. Sin este cáncer y sin la corrupción de los ejecutivos y sindicalizados, Pemex bien podría ser mucho más de lo que de por sí es.
La situación actual, entonces, es alarmante. Pero es preciso tener bien claro quiénes son los responsables de tal situación, para saber perfectamente la magnitud de la mentira cuando vengan a decirnos que no queda más que privatizar Pemex, ya sea lenta o drásticamente. Los guiños están ya sucediendo, y vuelven a escucharse los susurros de "reformas estructurales", que no es más que un eufemismo para privatización del sector energético.
Pero vale preguntarnos, ¿qué sucedería si, en efecto, se privatizara Pemex? Es lógico, y es preciso que todos los mexicanos lo tengan en claro, para defender lo que es nuestro antes de que terminen de depredarlo.
Si se privatiza la paraestatal sería únicamente con dos fines: a) Beneficiar a los cuates; y b) ingresar fondos en el corto plazo, pero hasta ahí llegaría la situación. Obviamente, los recursos captados se irían de inmediato a pagar deuda (la interna, por cierto, creció 8 por ciento tan sólo en lo que va de la gestión de Calderón), gasto corriente canalizado a privilegios burocráticos, y en las cientos de miles de fugas propias de todo país corrupto. Quizá, en el corto plazo, se percibiría una sensación de abundancia, pero se contraería el presupuesto derivado de la disminución de los recursos aportados por Pemex al País. No habría ya más.
En el largo plazo, ¿con qué se cubriría ese enorme hueco? ¿Acaso la administración actual sueña con volver al País un cuerno de la abundancia en el corto plazo y solucionar de un plumazo todos los problemas? Es de risa, sinceramente. Privatizar Petróleos sería, pues, simple y llanamente despilfarrar el patrimonio de los mexicanos e hipotecar a las generaciones por venir. Sería el total desamparo financiero de nosotros, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos.
Sin Pemex, México es un país que no recauda impuestos, y para dejar de ordeñar a la paraestatal es urgente que se recaude más y no precisamente de los puestos de tacos o los negocios pequeños, sino de las gigantescas transacciones que no le han dejado nada a las arcas públicas. Basta ver las recientes compraventas de bancos en México y la laxitud recaudatoria que se aplica a un selecto grupo de privilegiados. ¿Gravar medicinas y alimentos? ¡Por el amor del cielo!, se recauda mucho más en las grandes transacciones o echando una miradita a los deportes profesionales y a las televisoras, por citar solamente unos ejemplos.
Si se hiciera lo anterior, en vez de buscar arrancarle más impuestos a los micro, pequeños y medianos empresarios, un Pemex (con autonomía administrativa) podría reinvertir y convertirse en el gigante que está llamado a ser. Que no le mientan, marchantita... la solución no es privatizar. Quien le diga eso, no le haga caso: le quieren robar.
javieralberto@gmail.com
Pemex es una empresa exitosa y pujante, que genera ingresos y, en muchos aspectos, es un modelo mundial digno de ser imitado. Desdichadamente, tiene dos problemas: está situada en un país corrupto; y tiene en su bolsillo metida la mano de un Gobierno ineficiente. De no ser así, podría ser mucho más de lo que de por sí es, y sería aún más ridículo andar con supuestos atentados o jocosas teorías económicas para justificar su privatización.
Conforme a cifras presentadas por la revista Fortune, Pemex está situada en el escalafón 40 dentro de una lista de las 500 empresas más grandes del mundo, con ingresos durante el 2006 por 84 mil millones de dólares y activos con un valor de casi 100 mil millones. Además, emplea a 139 mil trabajadores y, comparada con un total de 34 petroleras, se encuentra en el sitio número 11.
Irónicamente, la paraestatal está clasificada en cuarto lugar en la lista de compañías con mayores pérdidas: 7 mil millones de dólares. Por supuesto que podríamos achacar todo el problema a que Pemex está consumida por la mexicanísima gangrena de la corrupción, plagada de paracaidistas y de fugas, y dicho argumento se sostendría por el solo hecho de ser o conocer a México desde adentro o, para los amantes de las cifras, refiriéndonos al índice de Transparencia Internacional que durante el 2006 colocó a México como el país 70 de un total de 163, donde Finlandia está a la cabeza de la transparencia y Haití en el fondo.
No obstante, con todo y la corrupción y la descomposición social y política que vive la seudo democracia mexicana, los números hablan por sí solos y esos 84 mil millones de dólares no son poca cosa.
No nos engañemos, pues, no se trata solamente de corrupción. La contradictoria condición de Pemex se debe a lo que todos ya sabemos: que el Gobierno federal, desde hace ya muchos años, está saqueando a la paraestatal, la cual aporta alrededor de 40 por ciento del presupuesto del sector público. Es decir, el Gobierno se embolsa la utilidad generada por la petrolera y, al no poder ésta cubrir sus costos de mantenimiento y mucho menos invertir, se le orilla a optar por el endeudamiento. Sin este cáncer y sin la corrupción de los ejecutivos y sindicalizados, Pemex bien podría ser mucho más de lo que de por sí es.
La situación actual, entonces, es alarmante. Pero es preciso tener bien claro quiénes son los responsables de tal situación, para saber perfectamente la magnitud de la mentira cuando vengan a decirnos que no queda más que privatizar Pemex, ya sea lenta o drásticamente. Los guiños están ya sucediendo, y vuelven a escucharse los susurros de "reformas estructurales", que no es más que un eufemismo para privatización del sector energético.
Pero vale preguntarnos, ¿qué sucedería si, en efecto, se privatizara Pemex? Es lógico, y es preciso que todos los mexicanos lo tengan en claro, para defender lo que es nuestro antes de que terminen de depredarlo.
Si se privatiza la paraestatal sería únicamente con dos fines: a) Beneficiar a los cuates; y b) ingresar fondos en el corto plazo, pero hasta ahí llegaría la situación. Obviamente, los recursos captados se irían de inmediato a pagar deuda (la interna, por cierto, creció 8 por ciento tan sólo en lo que va de la gestión de Calderón), gasto corriente canalizado a privilegios burocráticos, y en las cientos de miles de fugas propias de todo país corrupto. Quizá, en el corto plazo, se percibiría una sensación de abundancia, pero se contraería el presupuesto derivado de la disminución de los recursos aportados por Pemex al País. No habría ya más.
En el largo plazo, ¿con qué se cubriría ese enorme hueco? ¿Acaso la administración actual sueña con volver al País un cuerno de la abundancia en el corto plazo y solucionar de un plumazo todos los problemas? Es de risa, sinceramente. Privatizar Petróleos sería, pues, simple y llanamente despilfarrar el patrimonio de los mexicanos e hipotecar a las generaciones por venir. Sería el total desamparo financiero de nosotros, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos.
Sin Pemex, México es un país que no recauda impuestos, y para dejar de ordeñar a la paraestatal es urgente que se recaude más y no precisamente de los puestos de tacos o los negocios pequeños, sino de las gigantescas transacciones que no le han dejado nada a las arcas públicas. Basta ver las recientes compraventas de bancos en México y la laxitud recaudatoria que se aplica a un selecto grupo de privilegiados. ¿Gravar medicinas y alimentos? ¡Por el amor del cielo!, se recauda mucho más en las grandes transacciones o echando una miradita a los deportes profesionales y a las televisoras, por citar solamente unos ejemplos.
Si se hiciera lo anterior, en vez de buscar arrancarle más impuestos a los micro, pequeños y medianos empresarios, un Pemex (con autonomía administrativa) podría reinvertir y convertirse en el gigante que está llamado a ser. Que no le mientan, marchantita... la solución no es privatizar. Quien le diga eso, no le haga caso: le quieren robar.
javieralberto@gmail.com
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