(Fragmento)
Elizabeth González y Jesús Martínez
Elizabeth González y Jesús Martínez
La Biblia no dice nada que indique el día del año en que Cristo nació o se bautizó, ni cuándo lo visitaron los magos. Es posible que las fechas del 6 de enero y del 25 de diciembre hayan surgido de las celebraciones del solsticio de invierno de acuerdo con los calendarios egipcios y Juliano (romano), respectivamente. Al convertirse el cristianismo en la religión oficial del imperio romano, la Navidad sirvió como reemplazo del festival pagano Natale solis invict (nacimiento del sol invicto), celebrado el 25 de diciembre. Esta fiesta del solsticio de invierno ocurría alrededor de la noche más larga del año en el hemisferio norte. Era interpretada como la señal de que el sol renacía con nuevas fuerzas, divino e invencible; de ahí el nombre de la fiesta tan difundida, al punto que el emperador romano Aureliano[1] dedicó un templo al nacimiento del sol invencible y divino el 25 de diciembre del 274 d.C.[2] Se acepta la hipótesis más generalizada de la sustitución de esta fiesta por la del Nacimiento del Señor en Belén, el verdadero sol invicto, el sol de justicia (Mal 4,2; Lc 1,78) y luz del mundo (Jn 1), Cristo Jesús.
La mención más temprana de la nueva fiesta de la Navidad ocurre en un documento que data del 354 d.C., el cual menciona el 25 de diciembre como natus Christus in Betleem Judeae (Cristo nacido en Belén de Judea). Gradualmente, el nuevo festival de Navidad tomó parte de las celebraciones conmemorativas de la Epifanía.
Las fiestas de Navidad y Epifanía, separadas durante el siglo iv, representan el creciente deseo de la iglesia primitiva por celebrar los aniversarios de eventos específicos en la vida de Cristo. Las grandes discusiones teológicas de los siglos iv y v, plasmadas en los concilios ecuménicos,[3] encontraron, después de la Navidad, una ocasión para afirmar la auténtica fe en el misterio de la encarnación.[4]
Lecturas bíblicas
La venida del Hijo de Dios en carne (Lc 2,1-20; Jn 1,14) se manifiesta en el nacimiento e infancia de Jesús (Lc 1,31, 2,6-7, 2,21-22 y 41-52) pero no se limita a la celebración del hecho histórico, sino que la liturgia navideña celebra el verdadero fundamento de esta fiesta: el misterio de la encarnación de Dios, emanuel, “Dios con nosotros” (Is 9,2-7).
El nacimiento de Jesús es el punto de partida de nuestra salvación[5] (Sal 96, Is 52,7-10, 62,10-12). En la Navidad, la Iglesia celebra el misterio de la encarnación, expresada en la fórmula “manifestación del Señor en la carne” (Sal 97). En la encarnación del Verbo se manifiesta la divinidad y humanidad de Cristo, que asumió lo que era nuestro para darnos lo que era suyo. Así podemos nosotros participar en la naturaleza divina del Verbo, al ser reengendrados como hijos e hijas de Dios (Heb 1,1-12, Tit 2,11-14, 3,4-7).
La profundización bíblico-teológica en el misterio de Cristo ha descubierto la orientación pascual del misterio de la encarnación.[6] Este Jesús que nace en Belén dedicará su vida a la causa del reino de Dios; su cuerpo será ofrecido por amor a la humanidad y a toda la creación. Cuando adoramos al Jesús recién nacido no podemos dejar de lado la misión redentora, transformadora, pascual, de aquel que asume en sí mismo toda la maldad del mundo y reintegra en Dios a todas sus criaturas. Navidad es principio de liberación del cosmos, salvación que se realiza, unión de Dios con todos los humanos. Es el paso de la divinidad a la humanidad, para después transitar de la humanidad a la divinidad en la resurrección y exaltación de Cristo.
Para vivir hoy la Navidad
En Navidad Dios se hace niño, pequeño y frágil. Es más cómodo para algunos hoy, continuar pensando en ese Dios capaz de despertar nuestras emociones en las fiestas que cada año se promueven excesivamente, como parte de una gran campaña publicitaria y consumista. La Navidad no debe convertirse en una fiesta “nostálgica”, ni en un simple recordatorio. Navidad es mezclar el recuerdo de una “vieja historia” con las realidades concretas de la comunidad celebrante y su propia historia.
Este niño que nace nos vuelve a recordar que viene a encarnarse en todos los mundos, desde el primero hasta el último, el más real, en toda nuestra vida cultural, social y política. Al celebrar la Navidad, él vuelve a nacer en aquellos que están dispuestos a renacer, a creer su evangelio y procurar vivir de acuerdo con él. La manera en que Jesús llega a nosotros nos indica el estilo y el objetivo de su gobierno: viene como una criatura de familia pobre; nace lejos de los centros de poder y del saber. Quiere ser un rey de “pobres”, de paz y de justicia.
¿Cómo celebrar la vida entonces, si nos sentimos ancianos? ¿Cómo celebrar el verdadero nacimiento de Dios? Dios nace en nosotros cuando decidimos celebrar la Navidad abiertos al cambio y dispuesto a la transformación individual y colectiva del mundo, reconociendo la urgencia que éste tiene de encontrar nuevos espacios y proyectos que propicien la vida abundante de los seres humanos.
El mensaje de la Navidad cantado por los ángeles aun resuena en todos los confines de la tierra: “¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz para todo el universo! El Príncipe de Paz viene desarmado y nos recuerda la urgencia que el mundo tiene de buscar la verdadera paz que proviene de Él.
Emanuel, Dios con nosotros, es el significado bíblico e histórico que da origen a la celebración de la Navidad. Emanuel es el recién nacido que viene a acompañarnos. Navidad es el encuentro de Dios con la humanidad en un abrazo de reconciliación, de amor, que se da por nosotros y para nosotros, para hacernos pueblo suyo. No se puede celebrar la Navidad a solas, no podemos concretarla solamente a la celebración litúrgica. La Navidad es una fiesta para vivirla en familia, en comunidad; ser solidarios y acompañar a otros en sus anhelos y angustias reviviendo la esperanza.
[1] Se refiere a Lucio Domicio Aureliano (212-275), emperador romano del 270-275, conocido por iniciar las reformas del Imperio. Encarta, Biblioteca de Consulta, 2002
[2] Ibáñez, J. A. y Garrido Bonaño, M.: Iniciación a la liturgia de la Iglesia, España, Ediciones Palabra.
[3] Los concilios ecuménicos: Nicea (325 d.C.), Constantinopla I (381 d.C.), Éfeso (431 d.C.), Calcedonia (451 d.C.) y Constantinopla II (553 d.C.); la discusión fundamental de estos concilios se centró principalmente, en la divinidad y humanidad de Cristo.
[4] Ibáñez, J.A. y Garrido Bonaño, M.: op. cit.
[5] Sartore, D. y Triacca, Achille M.: Nuevo Diccionario de Liturgia. España, Ediciones Paulinas, p. 1406.
[6] Ibid., p. 1407.
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