
La gloriosa defensa del Castillo de Chapultepec en 1847 y la muerte de los Niños Héroes son bien conocidas por los mexicanos y no hay para qué repetir aquí su narración. Pero lo que pocos han de conocer, y por eso lo consigno en esta nota, es el bochornoso malinchismo que voy a referir, relacionado con los restos de nuestros aguiluchos.
Después de la batalla, manos piadosas ignoradas hasta ahora (quizá el Dr. Lucio, quizá el sacerdote Carrasco, capellán del Colegio Militar, quizá el Mayor Rafael Landero o el bibliotecario Fortunato Soto) sepultaron los cadáveres de aquellos Niños junto a los ahuehuetes que más tarde se designarían con el nombre de “Ahuehuetes de Miramón”, en el mismo Bosque, y allí permanecieron olvidados y desconocidos hasta 1896. En ese año, al practicarse los trabajos de desagüe, los restos fueron encontrados.
El muy estimado general D. Juan Manuel Torres, distinguido presidente desde hace mucho tiempo de la Academia Nacional de Historia y Geografía, conocía el lugar del entierro primitivo por habérselo comunicado el general Manuel M. Plata en 1926, quien lo sabía por noticias recibidas de otro general más antiguo, D. José Montesinos.
Pero no fue sino hasta 1947, precisamente un siglo después de aquella epopeya, y debido a las constantes gestiones del general Torres, cuando formalmente se practicaron los trabajos de excavación y búsqueda de los restos. Dos días después de haberse iniciado alrededor de aquellos ahuehuetes, la casualidad puso a dicho general en contacto con el Sr. Luis Camarena, jefe de cuadrillas de campo, y éste le refirió que D. Tiburcio Chavira Salcedo, quien durante sesenta años había sido guardabosque en Chapultepec, le había contado que los restos de nuestros Niños habían sido exhumados, al encontrarse accidentalmente, y reinhumados el mismo día como cincuenta metros al Noroeste de aquellos ahuehuetes, ladera arriba del cerro, señalándose el lugar con una piedra.
Y, efectivamente, removida la piedra en el lugar indicado y practicada la excavación, los restos fueron encontrados a poca profundidad y llevados a la Secretaría de la Defensa con todos los honores merecidos.
¿Y el malinchismo? Helo aquí. Cuando en 1896 fueron accidentalmente hallados los restos junto a los “Ahuehuetes de Miramón”, EL GENERAL PORFIRIO DÍAZ ORDENÓ QUE NO SE DIERA PUBLICIDAD AL ACONTECIMIENTO Y QUE FUERAN REINHUMADOS EN UN LUGAR CERCANO CON LA MAYOR RESERVA…
Temió el Dictador que los honores a tan grandes héroes despertaran el enojo de nuestros poderosos vecinos!... Un temor malinchista inexplicable. Poco más de medio siglo después, el presidente Truman, quizá en señal de desagravio, llevó una corona de flores al monumento levantado en honor y a la memoria de aquellos mexicanos inmortales.
Fue necesario que transcurrieran cien años para que los mexicanos levantáramos un monumento a los Niños Héroes. Así habían transcurrido otros cien para que pudiera erigirse en la Capital la Columna de la Independencia en honor y memoria de nuestros primeros caudillos insurgentes, porque México, entre tanto, había pasado el tiempo en revoluciones y disparando cohetes para festejar los 500 santos del Calendario…!
A propósito de Chapultepec y de malinchismo, el ya citado general Torres dice en una de sus muchas patrióticas publicaciones:
«Nosotros tenemos en poco a nuestros hombres y a nuestros hechos gloriosos por la sola razón de que no son importados. Para siempre se borró el lugar de honor en que, murió por la Patria el Subteniente de Batallón de Zapadores, Juan de la Barrera; la yerba ha dejado ya indefinido el sitio en que envuelto en su bandera y acribillado a balazos murió el teniente Margarito Zuazo, del Batallón de Mina; el hermoseo del parque acabó para siempre, sin dejar huella, con la Capilla histórica de San Miguel, en donde murió abrazado a su enseña el Teniente Coronel Xicoténcatl, comandante del heroico Batallón de San Blas. En lugar de que el Bosque, como enseña, hablara de las glorias de entonces, de nuestros mexicanos dignos, de los Cadetes de Chapultepec, de lo grande del Batallón de Mina, de lo inmenso del Batallón de San Blas… sólo hay calzadas que llevan nombres sin importancia para la historia…»
Fuente: © Santiago ROEL MELO, Apuntes de Historia, Ed. El Bachiller (1958).
Después de la batalla, manos piadosas ignoradas hasta ahora (quizá el Dr. Lucio, quizá el sacerdote Carrasco, capellán del Colegio Militar, quizá el Mayor Rafael Landero o el bibliotecario Fortunato Soto) sepultaron los cadáveres de aquellos Niños junto a los ahuehuetes que más tarde se designarían con el nombre de “Ahuehuetes de Miramón”, en el mismo Bosque, y allí permanecieron olvidados y desconocidos hasta 1896. En ese año, al practicarse los trabajos de desagüe, los restos fueron encontrados.
El muy estimado general D. Juan Manuel Torres, distinguido presidente desde hace mucho tiempo de la Academia Nacional de Historia y Geografía, conocía el lugar del entierro primitivo por habérselo comunicado el general Manuel M. Plata en 1926, quien lo sabía por noticias recibidas de otro general más antiguo, D. José Montesinos.
Pero no fue sino hasta 1947, precisamente un siglo después de aquella epopeya, y debido a las constantes gestiones del general Torres, cuando formalmente se practicaron los trabajos de excavación y búsqueda de los restos. Dos días después de haberse iniciado alrededor de aquellos ahuehuetes, la casualidad puso a dicho general en contacto con el Sr. Luis Camarena, jefe de cuadrillas de campo, y éste le refirió que D. Tiburcio Chavira Salcedo, quien durante sesenta años había sido guardabosque en Chapultepec, le había contado que los restos de nuestros Niños habían sido exhumados, al encontrarse accidentalmente, y reinhumados el mismo día como cincuenta metros al Noroeste de aquellos ahuehuetes, ladera arriba del cerro, señalándose el lugar con una piedra.
Y, efectivamente, removida la piedra en el lugar indicado y practicada la excavación, los restos fueron encontrados a poca profundidad y llevados a la Secretaría de la Defensa con todos los honores merecidos.
¿Y el malinchismo? Helo aquí. Cuando en 1896 fueron accidentalmente hallados los restos junto a los “Ahuehuetes de Miramón”, EL GENERAL PORFIRIO DÍAZ ORDENÓ QUE NO SE DIERA PUBLICIDAD AL ACONTECIMIENTO Y QUE FUERAN REINHUMADOS EN UN LUGAR CERCANO CON LA MAYOR RESERVA…
Temió el Dictador que los honores a tan grandes héroes despertaran el enojo de nuestros poderosos vecinos!... Un temor malinchista inexplicable. Poco más de medio siglo después, el presidente Truman, quizá en señal de desagravio, llevó una corona de flores al monumento levantado en honor y a la memoria de aquellos mexicanos inmortales.
Fue necesario que transcurrieran cien años para que los mexicanos levantáramos un monumento a los Niños Héroes. Así habían transcurrido otros cien para que pudiera erigirse en la Capital la Columna de la Independencia en honor y memoria de nuestros primeros caudillos insurgentes, porque México, entre tanto, había pasado el tiempo en revoluciones y disparando cohetes para festejar los 500 santos del Calendario…!
A propósito de Chapultepec y de malinchismo, el ya citado general Torres dice en una de sus muchas patrióticas publicaciones:
«Nosotros tenemos en poco a nuestros hombres y a nuestros hechos gloriosos por la sola razón de que no son importados. Para siempre se borró el lugar de honor en que, murió por la Patria el Subteniente de Batallón de Zapadores, Juan de la Barrera; la yerba ha dejado ya indefinido el sitio en que envuelto en su bandera y acribillado a balazos murió el teniente Margarito Zuazo, del Batallón de Mina; el hermoseo del parque acabó para siempre, sin dejar huella, con la Capilla histórica de San Miguel, en donde murió abrazado a su enseña el Teniente Coronel Xicoténcatl, comandante del heroico Batallón de San Blas. En lugar de que el Bosque, como enseña, hablara de las glorias de entonces, de nuestros mexicanos dignos, de los Cadetes de Chapultepec, de lo grande del Batallón de Mina, de lo inmenso del Batallón de San Blas… sólo hay calzadas que llevan nombres sin importancia para la historia…»
Fuente: © Santiago ROEL MELO, Apuntes de Historia, Ed. El Bachiller (1958).
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