Laura Itzel Castillo
El ataque a la población civil, perpetrado en Morelia durante la celebración de la Independencia, abre un capítulo nunca antes transitado en nuestro país: el del terrorismo. La condena es unánime, pero las acciones y los discursos oficiales generan aún mayor desesperanza.
Según apunta Norberto Bobbio, la legitimidad se define como la capacidad de un Estado para obtener obediencia, sin que sea necesario recurrir a la fuerza.
El problema es que en México, Felipe Calderón proviene de un proceso fraudulento y por tanto, representa a un gobierno ilegítimo de origen.
De acuerdo a los teóricos, en el ejercicio del poder político, lo que es percibido por la mayoría como legítimo, es consecuentemente obedecido, salvo algunas excepciones, y lo que es percibido como ilegítimo, es por consiguiente desobedecido, a menos que se imponga la obediencia por medios coercitivos y/o violentos.
Desde la posición de la ciudadanía, el poder real lo ejerce quien accede a él cumpliendo los requisitos para mandar. Por tanto, no puede mandar alguien que ha desobedecido el mandato mismo del pueblo. En el 2006 se violó la ley. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, a pesar de reconocer las irregularidades y los votos espurios, avaló el proceso y legalizó la ilegitimidad.
Recordemos que al día siguiente de la elección, Felipe Calderón anunció en conferencia de prensa que contaba con 14 millones 800 mil votos. Lo mandaron callar. Luego salió Juan Camilo Mouriño a decir que en realidad eran más de 15 millones de votos. ¿De dónde?
El investigador del CIDE y experto en materia electoral José Antonio Crespo documenta en su libro 2006: Hablan las actas, el desaseo y parcialidad de los magistrados para proclamar a Calderón como ganador y concluye que su triunfo no se sustenta “lógica y aritméticamente”.
El 16 de septiembre, a unas cuantas horas de los sangrientos acontecimientos de Michoacán, desde la grandeza de su soledad, Calderón pronunció uno más de sus desesperados discursos. Con una desproporción equivalente al tamaño de la columna de la independencia en relación a su estatura moral, tronó: “La patria exige la unidad nacional. Unidad que supone apoyar la tarea del Estado para hacer frente a los criminales”.
De acuerdo con el diccionario, crimen proviene del latín y significa quebrantamiento de la ley. ¿Será que quien la quebranta puede convertirse en desquebrantador? ¿Quien promovió una campaña de odio para dividir a los mexicanos considera que tiene fuerza para llamar a la unidad? ¿Acaso un violador de principios puede acabar con la corrupción y el narcotráfico?
Parafraseando el lema no oficial de campaña de Bill Clinton en 1992, podemos ubicar el fondo del problema actual en nuestro país: es la legitimidad, estúpido.
El ataque a la población civil, perpetrado en Morelia durante la celebración de la Independencia, abre un capítulo nunca antes transitado en nuestro país: el del terrorismo. La condena es unánime, pero las acciones y los discursos oficiales generan aún mayor desesperanza.
Según apunta Norberto Bobbio, la legitimidad se define como la capacidad de un Estado para obtener obediencia, sin que sea necesario recurrir a la fuerza.
El problema es que en México, Felipe Calderón proviene de un proceso fraudulento y por tanto, representa a un gobierno ilegítimo de origen.
De acuerdo a los teóricos, en el ejercicio del poder político, lo que es percibido por la mayoría como legítimo, es consecuentemente obedecido, salvo algunas excepciones, y lo que es percibido como ilegítimo, es por consiguiente desobedecido, a menos que se imponga la obediencia por medios coercitivos y/o violentos.
Desde la posición de la ciudadanía, el poder real lo ejerce quien accede a él cumpliendo los requisitos para mandar. Por tanto, no puede mandar alguien que ha desobedecido el mandato mismo del pueblo. En el 2006 se violó la ley. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, a pesar de reconocer las irregularidades y los votos espurios, avaló el proceso y legalizó la ilegitimidad.
Recordemos que al día siguiente de la elección, Felipe Calderón anunció en conferencia de prensa que contaba con 14 millones 800 mil votos. Lo mandaron callar. Luego salió Juan Camilo Mouriño a decir que en realidad eran más de 15 millones de votos. ¿De dónde?
El investigador del CIDE y experto en materia electoral José Antonio Crespo documenta en su libro 2006: Hablan las actas, el desaseo y parcialidad de los magistrados para proclamar a Calderón como ganador y concluye que su triunfo no se sustenta “lógica y aritméticamente”.
El 16 de septiembre, a unas cuantas horas de los sangrientos acontecimientos de Michoacán, desde la grandeza de su soledad, Calderón pronunció uno más de sus desesperados discursos. Con una desproporción equivalente al tamaño de la columna de la independencia en relación a su estatura moral, tronó: “La patria exige la unidad nacional. Unidad que supone apoyar la tarea del Estado para hacer frente a los criminales”.
De acuerdo con el diccionario, crimen proviene del latín y significa quebrantamiento de la ley. ¿Será que quien la quebranta puede convertirse en desquebrantador? ¿Quien promovió una campaña de odio para dividir a los mexicanos considera que tiene fuerza para llamar a la unidad? ¿Acaso un violador de principios puede acabar con la corrupción y el narcotráfico?
Parafraseando el lema no oficial de campaña de Bill Clinton en 1992, podemos ubicar el fondo del problema actual en nuestro país: es la legitimidad, estúpido.
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