Jorge Carrasco Araizaga
El 2007 comienza con la renovación en la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). El martes 2 de enero los once ministros que integran el pleno del máximo tribunal elegirán a quien los representará en los próximos cuatro años.
Será el primer acto político trascendente del año, pues quien quede como presidente de la Corte al mismo tiempo será el presidente del Consejo de la Judicatura Federal (CJF), lo que lo convertirá en máximo representante del Poder Judicial de la Federación, que junto con el Ejecutivo y el Legislativo integra los poderes de la Unión.
La elección del nuevo presidente de la Corte dejó de ser un acto protocolario desde la reforma de 1995, cuando la SCJN se constituyó de hecho en un tribunal constitucional encargado de dirimir las diferencias al interior y entre los otros dos poderes a través de las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad.
De manera que el nuevo presidente de la Corte que habrá de acompañar hasta el 2010 la gestión de Felipe Calderón, estará en condiciones de avanzar hacia la autonomía del Poder Judicial, a menos de que siga los pasos de su antecesor, Mariano Azuela Güitrón.
El nieto del escritor jalisciense Mariano Azuela –autor de una de las principales novelas de la Revolución Mexicana, Los de Abajo– fue incapaz de abandonar la inercia de ponerse al servicio del Ejecutivo.
Convertido en ministro de la SCJN hace 23 años por el gobierno de Miguel de la Madrid, Azuela asumió la presidencia de la Corte en 2003 sin asumir el derrumbe del régimen autoritario en el que se formó y en el que el Poder Judicial era sólo una oficina más del titular del Ejecutivo.
La etapa de Azuela como presidente de la Corte quedó marcada por su cercanía con Vicente Fox, no sólo porque como juez casi invariablemente le dio la razón en los juicios en los que estaba involucrada la Presidencia de la República o el gobierno federal, sino porque como actor político se alió con el entonces titular del Ejecutivo para actuar en contra del entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador.
Esa disposición de quien hasta el 31 de diciembre pasado fue representante máximo del Poder Judicial provocó molestias en sectores más allá de la oposición, pero, sobre todo, generó el enojo y fuertes críticas entre varios ministros de la Corte, porque el comportamiento de Azuela dejó en entredicho la incipiente autonomía e independencia de ese poder de gobierno.
La elección de Calderón como presidente dejó a la sociedad y a los poderes de gobierno confrontados y a la Corte seguirán llegando los asuntos que los actores políticos no puedan o no quieran resolver.
Mientras se avanza en la necesaria reforma política, el máximo tribunal estará en esa condición de arbitraje. Pero la Corte no está sólo para resolver las diferencias de los actores políticos, sino para sentar jurisprudencias encaminadas a dignificar la impartición de justicia, uno de las deficiencias históricas de México.
El nuevo presidente de la Corte no tendrá que esperar a que haya cambios legislativos para avanzar hacia esa pretensión, reorganizando el trabajo en la propia Corte, y en los juzgados y tribunales federales o favoreciendo los juicios orales en los casos donde sea posible.
No es tampoco un mero asunto de más recursos, pues la Corte los tiene y, lo peor de todo, los derrocha, pues la administración del máximo tribunal está al vaivén de quien se convierte en su presidente.
Pero lo que debe ser la Corte descansará, en buena medida, en las características del nuevo presidente en momentos en que las posiciones conservadoras prevalecen en muchos de los ministros, lo que hará fácil un mayor acercamiento –o por lo menos una mayor identificación– del máximo tribunal con el Ejecutivo, en manos de la derecha.
El peligro de que Azuela deje su herencia y la Corte siga al servicio del Ejecutivo es latente.
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