Javier Sicilia
¿Qué significa Cristo hoy? Podría decirse que ese hombre, que para los cristianos es Dios encarnado, y que partió en dos la historia, es el rostro del amor, del acogimiento, de la entrega hasta el sacrificio, incluso por algo odioso, un enemigo. Pero, al mismo tiempo, nuestra época muestra que este rostro perseguido y humillado continúa siéndolo entre nosotros y que seguimos todavía ciegos delante del más alto gesto del amor humano y divino.
Mucho podría decirse sobre ese rostro en el mundo: el de cada hombre privado de alimento, de trabajo y de paz, de cada hombre perseguido, para quien la libertad es sólo una esperanza que día con día se asfixia bajo la técnica del poder y el opio de las ideologías. Esos rostros concretos tienen a veces su expresión en realidades simbólicas. En nuestro país, una de ellas se encuentra en la larga disputa entre algunos miembros de la Convención Nacional Democrática (CND), Norberto Rivera y algunos fieles católicos, que llegó a uno de sus peores momentos con el largo repique de campanas de la catedral durante un mitin mayor de la CND, el cierre de la misma catedral y la negociación para reabrirla y reiniciar el culto entre cámaras de vigilancia y policías.
Ni Norberto ni ciertos católicos –que, en un acto más parecido al del Sanedrín de la época de Jesús que al del Cristo en el Gólgota, celebran la misa con un fuerte cinturón de custodios– ni quienes han entrado a las misas del cardenal para –en nombre de una ética que sus actos traicionan– increparlo y ofender así a los fieles, han comprendido que sus actos, lejos de defender la verdad, la humillan. Sus gestos no muestran otra cosa que la afirmación de lo mismo que dicen rechazar en cualquier poder: la defensa de lo abstracto ideológico contra lo verdaderamente concreto: el rostro de los hombres.
Es verdad que la persona de Norberto no es el rostro de lo que dice representar. Su ocultamiento de pederastas, su hipocresía frente a las verdades del Evangelio, su amor por el poder y el dinero, lo hacen odioso. Es verdad que, por fidelidad a la justicia, a un hombre así hay que combatirlo, como Cristo lo hizo con los saduceos. Pero es verdad también que el lugar para hacerlo no es la misa. Aquellos que han irrumpido en las misas del cardenal –como sólo los nazis lo hicieron en iglesias y sinagogas– para denunciarlo, deben comprender, por el mismo hecho del espíritu democrático que dicen defender, que allí se celebra un misterio sacratísimo para los católicos: el de Cristo humillado y triunfante en el amor; deben respetar, aunque no lo entiendan, que en ese momento, a través de ese hombre despreciable e indigno pasa, por el sacramento del sacerdocio, un misterio que rebasa su indignidad, y que en ese momento espléndido –en el que el tiempo eterno irrumpe en el cronos– el horrible Norberto resplandece en Cristo y, junto con la comunión de los fieles, hace a Cristo presente en medio de los hombres. Deben tomar en cuenta que, al irrumpir violentamente en ese lugar, no honran ni a la democracia ni a los pobres que dicen defender. Por el contrario, los humillan en esos pobres de carne y hueso que cada domingo se reúnen alrededor de la Eucaristía.
Es verdad, por otra parte, que esos tipos que irrumpen en la catedral cada vez que pueden para increpar al cardenal no son el rostro de la democracia y la dignidad. Su patanería, sus gritos más llenos de resentimiento social que de justicia, su ignorancia, que los lleva a confundir la misa con un mitin político, los hace tan odiosos como al Norberto que dicen combatir. Es verdad también que, por fidelidad a la Iglesia, a la fe católica y a la democracia, a ese tipo de seres hay que ponerles un alto.
Pero es igualmente verdad que ese límite no puede trazarse mediante custodios o con cámaras de seguridad y cinturones policiacos; mucho menos saboteando un mitin con el repicar de las campanas de la catedral. Lo primero es contrario al espíritu de la misa –¿cómo hacer presente al que desnudo desafió al imperio romano y al Sanedrín rodeándolo de centuriones para protegerlo?–. Ese gesto traiciona y humilla al Cristo desnudo que sólo el amor convoca. Lo segundo iguala ese misterio inmenso con el de un mitin político, le da la razón a la ignorancia que confunde la misa con un foro y contradice el gesto de la Cruz.
¿Cómo salvar la justicia y la caridad? ¿Cómo dignificar a los hombres y no a su abstracción ideológica que, mientras dice amarlo y defenderlo, lo humilla en su carne? ¿Cómo responderlas? No lo sé. Pero empezar a hacerlo significa rechazar: no se reivindica el rostro de Cristo, ni en el misterio de la misa ni en los pobres, mediante la violencia y la imposición; la presencia de Cristo no puede surgir donde el odio y la disputa pretenden defenderlo. De eso estoy seguro, como estoy seguro de que la justicia no es una idea que se construye negando a los sujetos a quienes se quiere conferir, o usando un medio ajeno al fin que se persigue. Por el contrario, la justicia es un bien que se conquista a través del esfuerzo de cada uno hacia el amor que, sin dejar de denunciar, acoge hasta el sacrificio.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
¿Qué significa Cristo hoy? Podría decirse que ese hombre, que para los cristianos es Dios encarnado, y que partió en dos la historia, es el rostro del amor, del acogimiento, de la entrega hasta el sacrificio, incluso por algo odioso, un enemigo. Pero, al mismo tiempo, nuestra época muestra que este rostro perseguido y humillado continúa siéndolo entre nosotros y que seguimos todavía ciegos delante del más alto gesto del amor humano y divino.
Mucho podría decirse sobre ese rostro en el mundo: el de cada hombre privado de alimento, de trabajo y de paz, de cada hombre perseguido, para quien la libertad es sólo una esperanza que día con día se asfixia bajo la técnica del poder y el opio de las ideologías. Esos rostros concretos tienen a veces su expresión en realidades simbólicas. En nuestro país, una de ellas se encuentra en la larga disputa entre algunos miembros de la Convención Nacional Democrática (CND), Norberto Rivera y algunos fieles católicos, que llegó a uno de sus peores momentos con el largo repique de campanas de la catedral durante un mitin mayor de la CND, el cierre de la misma catedral y la negociación para reabrirla y reiniciar el culto entre cámaras de vigilancia y policías.
Ni Norberto ni ciertos católicos –que, en un acto más parecido al del Sanedrín de la época de Jesús que al del Cristo en el Gólgota, celebran la misa con un fuerte cinturón de custodios– ni quienes han entrado a las misas del cardenal para –en nombre de una ética que sus actos traicionan– increparlo y ofender así a los fieles, han comprendido que sus actos, lejos de defender la verdad, la humillan. Sus gestos no muestran otra cosa que la afirmación de lo mismo que dicen rechazar en cualquier poder: la defensa de lo abstracto ideológico contra lo verdaderamente concreto: el rostro de los hombres.
Es verdad que la persona de Norberto no es el rostro de lo que dice representar. Su ocultamiento de pederastas, su hipocresía frente a las verdades del Evangelio, su amor por el poder y el dinero, lo hacen odioso. Es verdad que, por fidelidad a la justicia, a un hombre así hay que combatirlo, como Cristo lo hizo con los saduceos. Pero es verdad también que el lugar para hacerlo no es la misa. Aquellos que han irrumpido en las misas del cardenal –como sólo los nazis lo hicieron en iglesias y sinagogas– para denunciarlo, deben comprender, por el mismo hecho del espíritu democrático que dicen defender, que allí se celebra un misterio sacratísimo para los católicos: el de Cristo humillado y triunfante en el amor; deben respetar, aunque no lo entiendan, que en ese momento, a través de ese hombre despreciable e indigno pasa, por el sacramento del sacerdocio, un misterio que rebasa su indignidad, y que en ese momento espléndido –en el que el tiempo eterno irrumpe en el cronos– el horrible Norberto resplandece en Cristo y, junto con la comunión de los fieles, hace a Cristo presente en medio de los hombres. Deben tomar en cuenta que, al irrumpir violentamente en ese lugar, no honran ni a la democracia ni a los pobres que dicen defender. Por el contrario, los humillan en esos pobres de carne y hueso que cada domingo se reúnen alrededor de la Eucaristía.
Es verdad, por otra parte, que esos tipos que irrumpen en la catedral cada vez que pueden para increpar al cardenal no son el rostro de la democracia y la dignidad. Su patanería, sus gritos más llenos de resentimiento social que de justicia, su ignorancia, que los lleva a confundir la misa con un mitin político, los hace tan odiosos como al Norberto que dicen combatir. Es verdad también que, por fidelidad a la Iglesia, a la fe católica y a la democracia, a ese tipo de seres hay que ponerles un alto.
Pero es igualmente verdad que ese límite no puede trazarse mediante custodios o con cámaras de seguridad y cinturones policiacos; mucho menos saboteando un mitin con el repicar de las campanas de la catedral. Lo primero es contrario al espíritu de la misa –¿cómo hacer presente al que desnudo desafió al imperio romano y al Sanedrín rodeándolo de centuriones para protegerlo?–. Ese gesto traiciona y humilla al Cristo desnudo que sólo el amor convoca. Lo segundo iguala ese misterio inmenso con el de un mitin político, le da la razón a la ignorancia que confunde la misa con un foro y contradice el gesto de la Cruz.
¿Cómo salvar la justicia y la caridad? ¿Cómo dignificar a los hombres y no a su abstracción ideológica que, mientras dice amarlo y defenderlo, lo humilla en su carne? ¿Cómo responderlas? No lo sé. Pero empezar a hacerlo significa rechazar: no se reivindica el rostro de Cristo, ni en el misterio de la misa ni en los pobres, mediante la violencia y la imposición; la presencia de Cristo no puede surgir donde el odio y la disputa pretenden defenderlo. De eso estoy seguro, como estoy seguro de que la justicia no es una idea que se construye negando a los sujetos a quienes se quiere conferir, o usando un medio ajeno al fin que se persigue. Por el contrario, la justicia es un bien que se conquista a través del esfuerzo de cada uno hacia el amor que, sin dejar de denunciar, acoge hasta el sacrificio.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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