
—Fragmentos—
Por la ojiva de un claro de follaje podía espiarse un tramo de la vereda. Caminaban de uno en fondo. Como iban descalzos, apenas si las hojas secas, al romperse, denunciaban la prisa en la marcha. Un hombre joven, de musculadas piernas que los calzones enrollados dejaban descubiertas, pasó de dos zancadas. Llevaba una larga pica al hombro; parecía que iba a la guerra. Tras él, un chiquillo, armado con una vara, vivaracho y resuelto: cabeza de oso y nariz de águila. Después, un anciano apoyado en un bordón; cabeza descubierta y blanca que no sabía como era el follaje que entoldaba el camino porque sus ojos iban fijos en el suelo; iba con el mismo trote de perro con que había cansado un siglo de distancia. Pasó una joven morena, cobriza, con los brazos desnudos, con las trenzas anudadas a la frente y en la crisma prendido el «quexquémetl», símbolo de la doncellez; a cada paso le crepitaban las carnes denunciadoras de consistencia. Y pasó la mujer madre; a la espalda, el muchacho; y, por delante e invisible, el muchacho.
Pasaban. Pasaban… Sólo así, a hurtadillas, puede verse la estatura exacta de la raza. Sucede con ella lo que con todos los animales montaraces. Cuando se creen solos, se yerguen completamente en todo su tamaño, pero cuando hay el menor indicio de peligro, ¡qué encogimiento y qué azoro! Hasta el jabalí es bello en libertad. Estatuario el ciervo en la soledad.
Entre los «jarillales», donde había claros de arena abrillantada por el sol y árboles de raíces cavadas por las últimas crecientes, se preparaban veinte familias para la pesca. Hombres, mujeres y niños, alistaban sus enseres. Un viejo, en cuclillas, remendaba su atarraya. Los muchachos ponían en el extremo de los carrizos un pedazo de alambre puntiagudo. Las mujeres habían dado de mamar a sus hijos. Otras ya los habían instalados a la sombra de los chaparrales, anudándose después a la cintura el «ayate»con que pensaban recoger la plata escamada de una trucha.
Casi desnudos todos, Así fueron, tal vez, los viejos «matlazincas», los de la red, en las andanzas inciertas de hace siglos, cuando en busca de un canto, que era todo un augurio, siguieron las márgenes de los ríos, almacenantes naturales de las tribus errantes.
Río abajo se oía el ruido de una cascada. Río arriba, la «chorrera» les hacía flecos a las espaldas de las aguas. Frente a los pescadores estaba el lugar propicio a los escasos recursos, donde el agua, por derramarse un poco, tenía escasa profundidad.
Todos sabían que los mejores peces, a esa hora, retozaban donde la corriente era más fuerte. Río arriba, sin duda, las truchas formaban verdaderos bancos, los «bobos» se alimentaban en escuadras y la lisa chapoteaba a flor de agua. En cambio, donde ellos iban a pescar, el resultado tendría que ser pobre, como sus recursos. Se conformarían con la mojarra espinosa y con el charal. Antes de iniciar sus trabajos, se quedaron mirando codiciosos, la «chorrera».
Un joven de mirada audaz confesó que él era poseedor de un cartucho de dinamita, indicando la conveniencia de aventurarse. Dijo que él ya lo había hecho en las noches de luna, cuando ningún vigilante se atreve a ir en busca de los que contrarían las disposiciones. Pero los viejos se opusieron resueltamente, volviéndose a un cantil cercano en cuya parte superior pendía una tabla.
Ya les habían explicado el contenido de aquello. Era una prohibición y, hechos a la obediencia, no querían contrariarla, temerosos del castigo. El texto decía:
«Por orden de la autoridad se prohíbe pescar con dinamita dentro de esta jurisdicción, advirtiéndose a los infractores, que serán castigados con quince días de cárcel o con multa de veinticinco pesos. — El Presidente Municipal.»
Siguió un largo silencio meditativo y, por fin, un viejo «tlachisqui», un vidente, se acercó hasta la orilla. Puso los brazos en línea horizontal, hacia delante, y mirando fijamente al sol, musitó un ruego:
— ¡Padre de lo que tiene vida y de lo que no vive; el señor de la tierra, del agua, del viento y del fuego; si das de comer al cuervo, a la víbora y al tigre, dame unos pescados para mis hijos y para los hijos de mis hijos…!
Avanzó hasta donde el agua le llegaba a la rodilla y, tomando una botella que su mujer le entregara, habló cara a cara con la corriente:
—Tú sigues tu camino y nosotros somos hormigas que nos quedamos aquí; ahora que tu semblante es tranquilo escúchame…
En la oración sonó la palabra «héyeatl», el mar, padre de los ríos. El viejo, medio tapó con un dedo la boca de la botella, dejando caer algunas gotas de aguardiente en las aguas. Después bebió él. Fue como una alianza hecha en un brindis. Y todos avanzaron río adentro.
Comenzó en arreo. Era una hilera chapoteando. Iban mujeres y hombres casi juntos. Los que esgrimían chuzos, hurgaban en las grandes piedras, espantando las mojarras morosas. Algunos hundían en las aguas bordones nuevos, libres de cáscara, para que la blancura de la madera fuera eficaz espantajo.
Los que portaban atarrayas eran los más alerta; con en centro de la red entre los dientes y la orla sobre el antebrazo, listos para lanzarla en cuanto se pusiera a tiro la presa. Acorralados, los peces comenzaban a pasar, a virar, girando como pequeñas sombras bajo el agua. Un joven lanzó de pronto su carrizo, el cual, tras unas nerviosas sacudidas, comenzó a cortar el agua casi perpendicularmente a la superficie.
¡Qué gritería! Todos sabían que la vara iba prendida a un pez de regular tamaño, capaz de soportar el peso de la caña. Alguien le echó mano a ésta y la sostuvo con habilidad, sincronizando la tensión a los ímpetus de la presa, pues un exceso de fuerza hubiera dado lugar a que el pez se escapara.
Bien pronto el animal azotó en la superficie en rápidas volteretas. El hombre, una vez que le hubo metido un dedo en las agallas, le mordió la cabeza para liquidarlo, arrancándole el arpón no sin un desgarramiento de carne blanquecina.
Los de las compuertas comenzaron a levantar con más frecuencia sus redes, de las que extraían los peces, para echarlos en los morrales. Cada vez que una presa huía de un salto sobre la valla o cuando otra lograba pasar por entre la barrera de piernas, los gritos se volvían ensordecedores.
Las atarrayas eran lanzadas y al ser recogidas extraían abundantes racimos de peces, que, sin embargo, eran pocos en proporción a los muchos pescadores. En el tramo de la batida final el agua se enturbió demasiado, a pesar de ser libre y corrediza. Por eso, hasta las mujeres, al meter sus ayates, sacaban charales de estaño nuevo y mojarras de espinosas aletas.
Y llegó la hora del reparto. Cada quien fue depositando su cosecha en un hoyanco hecho en la arena de la orilla. El viejo «tlachisqui», en cuclillas, fue apartando el pescado grande. Todos habían contribuido y todos participarían. El viejo repartió según la aportación y según las necesidades de cada uno. Los jefes de familia recibieron por ellos, por sus mujeres y por sus hijos.
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