COMO RESULTADO DE LA DESTRUCCIÓN DEL MURAL DE RIVERA SE REANUDA FAMOSO DEBATE SOBRE ARTE, LOS CRÍTICOS CUESTIONAN UNA VEZ MÁS SI ES DEBIDO PARA UN ARTISTA UTILIZAR SUS TALENTOS EN FAVOR DE LA PROPAGANDA (Primera de dos partes)
Por ANITA BRENNER
¿Puede EL ARTE ser propaganda y seguir siendo arte? Esta es la controversia que en nuestros días divide a los críticos y artistas en campos muy opuestos, uno defendiendo el arte por el arte, el otro repudiando menos el arte con un propósito y más específicamente con un propósito político y social.
Interpretando la propaganda en sentido más amplio como algo que se hace para defender una causa, servir a una institución, enseñar o convencer, los marxistas argumentan que el arte siempre ha sido propaganda, y van tan lejos como para afirmar que éste siempre ha sido propaganda social y política. El artista, insisten, siempre ha tomado partido de manera consciente o inconsciente, además añaden, hacerlo a sabiendas, es su función y compromiso social.
A favor de la causa del arte por el arte tenemos la enseñanza de las escuelas modernistas, cuyos interlocutores—Bell, Fry, Stein— libraron la batalla en este país por conquistar el privilegio de la libertad artística sobre lo que llamaron “literatura,” en otras palabras, liberación de la propaganda.
Ambas partes invocan la autoridad de la historia. Unos pregonan que el artista es hechura de su clase, su tiempo, su gente; otros que el artista vale sólo por el hecho de ser él mismo, un individuo. En su famosa lectura «Ten O’CLock» (Diez en punto), que escandalizó a Swinburne y a otros críticos. Whistler declaró apasionadamente: “el arte ni se nutre de naciones y los seres humanos podrán ser borrados de la faz de la tierra, pero el arte será. El maestro no existe en relación con el momento en que aparece que es un momento de aislamiento, sugiriendo tristeza, sin tomar parte alguna en el progreso de sus semejantes. En nuestro tiempo el arte se ha llegado a confundir totalmente con enseñanza.”
Whistler, por cierto, tenía en mente, de manera específica, a los pre-Rafaelistas quienes en su día estaban ocupados librando una batalla patética contra la máquina. Reviviendo artes y embelleciendo artículos para el hogar, esperaban traer de vuelta el encanto a su Inglaterra de la deprimente mojigatería de la estética que era la expresión de la respetabilidad victoriana. En la Edad Media, decían, el hombre era el ser más noble y más merecedor de ser imitado. Y —según Whistler— para regresar a los valores de antes, el arte deberá tener un propósito y una función social; deberá volver a ser parte viviente y esencial de la vida cotidiana; dejar de ser algo para exquisiteces en torres de marfil.
Ningún historiador moderno estaría de acuerdo con Whistler en que “el arte no se nutre de naciones.” Aunque los hechos ahora vistos puedan estar en su contra,—por algunas décadas— ganó la batalla. Sin embargo, el péndulo oscila de nuevo. Ahora, nosotros, las generaciones que fuimos educadas en la creencia de que el arte es una cosa aparte, algo puro, hecho en un momento de inspiración con el solo propósito de expresar alegría del artista u de dar gusto al espectador, se nos demanda repudiar esas creencias y se nos dice que el arte participa tanto de Calibán como de Ariel; de no ser así, se nos asegura se convierte en un espectáculo estéril e insignificante.
En lugar de ello, se nos dice que un artista es receptor y transmisor, y que, de no conceptuarse a sí mismo como tal, se coloca en una posición falsa de proveedor de artículos de lujo; que un trabajo de esta índole no produce más que “drogas y afrodisíacos;” que el gran arte debe contener ideas y emociones que permitan y motiven la participación del hombre común, además de poseer las perfecciones y sutilezas de la técnica, apreciadas por el conocedor.
El artista que así siente, está cansado de un público reducido y apaciguado. Quiere dirigirse a las multitudes y busca técnicas y procesos por medio de los cuales puede realizar un trabajo en gran escala, tal vez en un edificio público; o uno que sea multiplicado sin límites, como el de las historietas de los periódicos. Se muestra plebeyo, viste caqui y overoles, rehuye reuniones formales. Le interesa el arte popular, estar con el ánimo de su época en Harlem, Coney Island, “Forteenth Street”, en las fábricas. SI el símbolo del artista cristiano fue la cruz, el suyo es su mano callosa.
En vez de aspirar a la originalidad personal y a valores individuales, él quiere hacer aquello que es experiencia común con las masas. Afirma que si logra hacerlo, su arte será tanto más grande por ello, porque representará algo más qie la parte de un todo y eso, dice, es y siempre será la calidad sobresaliente del gran arte de todos los tiempos.
The New York Times Magazine
Febrero 25, 1934
Por ANITA BRENNER
¿Puede EL ARTE ser propaganda y seguir siendo arte? Esta es la controversia que en nuestros días divide a los críticos y artistas en campos muy opuestos, uno defendiendo el arte por el arte, el otro repudiando menos el arte con un propósito y más específicamente con un propósito político y social.
Interpretando la propaganda en sentido más amplio como algo que se hace para defender una causa, servir a una institución, enseñar o convencer, los marxistas argumentan que el arte siempre ha sido propaganda, y van tan lejos como para afirmar que éste siempre ha sido propaganda social y política. El artista, insisten, siempre ha tomado partido de manera consciente o inconsciente, además añaden, hacerlo a sabiendas, es su función y compromiso social.
A favor de la causa del arte por el arte tenemos la enseñanza de las escuelas modernistas, cuyos interlocutores—Bell, Fry, Stein— libraron la batalla en este país por conquistar el privilegio de la libertad artística sobre lo que llamaron “literatura,” en otras palabras, liberación de la propaganda.
Ambas partes invocan la autoridad de la historia. Unos pregonan que el artista es hechura de su clase, su tiempo, su gente; otros que el artista vale sólo por el hecho de ser él mismo, un individuo. En su famosa lectura «Ten O’CLock» (Diez en punto), que escandalizó a Swinburne y a otros críticos. Whistler declaró apasionadamente: “el arte ni se nutre de naciones y los seres humanos podrán ser borrados de la faz de la tierra, pero el arte será. El maestro no existe en relación con el momento en que aparece que es un momento de aislamiento, sugiriendo tristeza, sin tomar parte alguna en el progreso de sus semejantes. En nuestro tiempo el arte se ha llegado a confundir totalmente con enseñanza.”
Whistler, por cierto, tenía en mente, de manera específica, a los pre-Rafaelistas quienes en su día estaban ocupados librando una batalla patética contra la máquina. Reviviendo artes y embelleciendo artículos para el hogar, esperaban traer de vuelta el encanto a su Inglaterra de la deprimente mojigatería de la estética que era la expresión de la respetabilidad victoriana. En la Edad Media, decían, el hombre era el ser más noble y más merecedor de ser imitado. Y —según Whistler— para regresar a los valores de antes, el arte deberá tener un propósito y una función social; deberá volver a ser parte viviente y esencial de la vida cotidiana; dejar de ser algo para exquisiteces en torres de marfil.
Ningún historiador moderno estaría de acuerdo con Whistler en que “el arte no se nutre de naciones.” Aunque los hechos ahora vistos puedan estar en su contra,—por algunas décadas— ganó la batalla. Sin embargo, el péndulo oscila de nuevo. Ahora, nosotros, las generaciones que fuimos educadas en la creencia de que el arte es una cosa aparte, algo puro, hecho en un momento de inspiración con el solo propósito de expresar alegría del artista u de dar gusto al espectador, se nos demanda repudiar esas creencias y se nos dice que el arte participa tanto de Calibán como de Ariel; de no ser así, se nos asegura se convierte en un espectáculo estéril e insignificante.
En lugar de ello, se nos dice que un artista es receptor y transmisor, y que, de no conceptuarse a sí mismo como tal, se coloca en una posición falsa de proveedor de artículos de lujo; que un trabajo de esta índole no produce más que “drogas y afrodisíacos;” que el gran arte debe contener ideas y emociones que permitan y motiven la participación del hombre común, además de poseer las perfecciones y sutilezas de la técnica, apreciadas por el conocedor.
El artista que así siente, está cansado de un público reducido y apaciguado. Quiere dirigirse a las multitudes y busca técnicas y procesos por medio de los cuales puede realizar un trabajo en gran escala, tal vez en un edificio público; o uno que sea multiplicado sin límites, como el de las historietas de los periódicos. Se muestra plebeyo, viste caqui y overoles, rehuye reuniones formales. Le interesa el arte popular, estar con el ánimo de su época en Harlem, Coney Island, “Forteenth Street”, en las fábricas. SI el símbolo del artista cristiano fue la cruz, el suyo es su mano callosa.
En vez de aspirar a la originalidad personal y a valores individuales, él quiere hacer aquello que es experiencia común con las masas. Afirma que si logra hacerlo, su arte será tanto más grande por ello, porque representará algo más qie la parte de un todo y eso, dice, es y siempre será la calidad sobresaliente del gran arte de todos los tiempos.
The New York Times Magazine
Febrero 25, 1934
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