Por: Homar Garcés
Interesados más en la circulación de capitales que en la preservación de la soberanía nacional y el mejoramiento de las relaciones sociales, económicas y políticas de sus respectivos países, algunos de los gobiernos latinoamericanos han optado por las supuestas bondades de crecimiento que ofrece la globalización económica neoliberal en la creencia de que ello será la panacea ante tantos desajustes estructurales que hacen imposible la paz social. En esta dirección, ya muchos experimentaron el recetario neoliberal impuesto por el Fondo Monetario Internacional o por el Banco Mundial, ambos dominados por Estados Unidos, tratando de aliviar las crisis económicas en las cuales viven. Esto ha estimulado la idea de asociarse con la potencia del norte en pie de igualdad, suponiendo que dicho intercambio económico hará posible que se desarrollen las fuerzas productivas y pueda disfrutarse el mismo bienestar material de los estadounidenses.
Sin embargo, la realidad es otra. En Chile, el caso más emblemático citado por los apologistas del capitalismo, se implantó el modelo neoliberal contando con la represión indiscriminada instaurada por la dictadura de Pinochet, un aliado incondicional del imperialismo yanqui que limitó las libertades sindicales bajo la excusa de combatir al comunismo internacional. Otro tanto ocurre con México, cuya adhesión rimbombante al NAFTA junto con Canadá y Estados Unidos, según la expresión de su presidente de entonces, lo colocaría en el Primer Mundo, cuestión que se ha traducido en males mayores, sobre todo, en el ámbito agrícola, sin poder competir con los productos subsidiados de sus vecinos norteños. Así, la eliminación de regulaciones, trabas y costos en el comercio de bienes y el flujo de capitales imponen la redefinición del papel a cumplir por el Estado, ya que se requiere que éste centre su mayor atención en la promoción de las exportaciones, así como en la captación de los capitales privados provenientes del extranjero. Ello repercute, como se puede deducir, en el debilitamiento del Estado tradicional, al igual que en las conquistas democráticas vigentes. De este modo, se establece una ecuación imposible de alcanzar: globalización económica, soberanía nacional y democracia. Al mismo nivel y al mismo tiempo.
Esta nueva realidad impuesta por la globalización representa una seria amenaza para las naciones de nuestra América. “En constante competencia frente a otros países por atraer a los inversores -según lo describe Eduardo Gudynas- se aligeran las exigencias ambientales, se reducen los estándares laborales y se desentiende del ordenamiento territorial. Más tarde o más temprano, los agentes globales se apropian de una proporción mayor de beneficios mientras que las comunidades locales deben lidiar con los efectos sociales y ambientales negativos. Las reacciones ciudadanas son ignoradas y, en algunos casos, combatidas debido a que entorpecen ese flujo de capitales y, por lo tanto, la democracia se deteriora”. Por ello mismo, cualquier gobierno derechista o fascista resulta preferible a uno populista o de orientación izquierdista por constituir la mejor garantía a los ojos de los inversionistas. Con ello en mente, el ALCA y los TLC que obnubilan a las capas predominantes de los países de nuestra América vendrían a significar eslabones de una versión modernizada de colonialismo, aunque se conserve una independencia nominal aceptable. Esto conducirá, de alguna manera, a una insurrección de los pueblos en contra del modelo representativo de Estado que todos conocemos, generándose así una inestabilidad social y política de mayores proporciones a las escenificadas en esta parte del mundo en los últimos tiempos, aumentando las condiciones objetivas y subjetivas para una efervescencia revolucionaria a nivel continental.
La globalización, por lo tanto, exige muchas renuncias y sacrificios, pero del lado de los pueblos, no de los inversores, quienes -al fin y al cabo- sólo buscan obtener mayores ganancias, sin que ello esté revestido de algún prurito ético, cristiano o de justicia social. Cualquier delirio en esta dirección sólo se encontrará con una realidad pasajera, demasiado ideal para ignorar las brechas profundas que se agrandarían entre ricos y pobres, a nivel nacional, como entre las naciones desarrolladas y las subdesarrolladas.
Interesados más en la circulación de capitales que en la preservación de la soberanía nacional y el mejoramiento de las relaciones sociales, económicas y políticas de sus respectivos países, algunos de los gobiernos latinoamericanos han optado por las supuestas bondades de crecimiento que ofrece la globalización económica neoliberal en la creencia de que ello será la panacea ante tantos desajustes estructurales que hacen imposible la paz social. En esta dirección, ya muchos experimentaron el recetario neoliberal impuesto por el Fondo Monetario Internacional o por el Banco Mundial, ambos dominados por Estados Unidos, tratando de aliviar las crisis económicas en las cuales viven. Esto ha estimulado la idea de asociarse con la potencia del norte en pie de igualdad, suponiendo que dicho intercambio económico hará posible que se desarrollen las fuerzas productivas y pueda disfrutarse el mismo bienestar material de los estadounidenses.
Sin embargo, la realidad es otra. En Chile, el caso más emblemático citado por los apologistas del capitalismo, se implantó el modelo neoliberal contando con la represión indiscriminada instaurada por la dictadura de Pinochet, un aliado incondicional del imperialismo yanqui que limitó las libertades sindicales bajo la excusa de combatir al comunismo internacional. Otro tanto ocurre con México, cuya adhesión rimbombante al NAFTA junto con Canadá y Estados Unidos, según la expresión de su presidente de entonces, lo colocaría en el Primer Mundo, cuestión que se ha traducido en males mayores, sobre todo, en el ámbito agrícola, sin poder competir con los productos subsidiados de sus vecinos norteños. Así, la eliminación de regulaciones, trabas y costos en el comercio de bienes y el flujo de capitales imponen la redefinición del papel a cumplir por el Estado, ya que se requiere que éste centre su mayor atención en la promoción de las exportaciones, así como en la captación de los capitales privados provenientes del extranjero. Ello repercute, como se puede deducir, en el debilitamiento del Estado tradicional, al igual que en las conquistas democráticas vigentes. De este modo, se establece una ecuación imposible de alcanzar: globalización económica, soberanía nacional y democracia. Al mismo nivel y al mismo tiempo.
Esta nueva realidad impuesta por la globalización representa una seria amenaza para las naciones de nuestra América. “En constante competencia frente a otros países por atraer a los inversores -según lo describe Eduardo Gudynas- se aligeran las exigencias ambientales, se reducen los estándares laborales y se desentiende del ordenamiento territorial. Más tarde o más temprano, los agentes globales se apropian de una proporción mayor de beneficios mientras que las comunidades locales deben lidiar con los efectos sociales y ambientales negativos. Las reacciones ciudadanas son ignoradas y, en algunos casos, combatidas debido a que entorpecen ese flujo de capitales y, por lo tanto, la democracia se deteriora”. Por ello mismo, cualquier gobierno derechista o fascista resulta preferible a uno populista o de orientación izquierdista por constituir la mejor garantía a los ojos de los inversionistas. Con ello en mente, el ALCA y los TLC que obnubilan a las capas predominantes de los países de nuestra América vendrían a significar eslabones de una versión modernizada de colonialismo, aunque se conserve una independencia nominal aceptable. Esto conducirá, de alguna manera, a una insurrección de los pueblos en contra del modelo representativo de Estado que todos conocemos, generándose así una inestabilidad social y política de mayores proporciones a las escenificadas en esta parte del mundo en los últimos tiempos, aumentando las condiciones objetivas y subjetivas para una efervescencia revolucionaria a nivel continental.
La globalización, por lo tanto, exige muchas renuncias y sacrificios, pero del lado de los pueblos, no de los inversores, quienes -al fin y al cabo- sólo buscan obtener mayores ganancias, sin que ello esté revestido de algún prurito ético, cristiano o de justicia social. Cualquier delirio en esta dirección sólo se encontrará con una realidad pasajera, demasiado ideal para ignorar las brechas profundas que se agrandarían entre ricos y pobres, a nivel nacional, como entre las naciones desarrolladas y las subdesarrolladas.
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