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10 diciembre 2007

El velo de la ignorancia

Ricardo Raphael
10 de diciembre de 2007

La tentación no es nueva: el pode-roso cree que controlando al árbitro podrá luego gobernar el juego. Durante la mayor parte de la historia mexicana, fue por esta convicción que el Presidente conservó para sí la prerrogativa de nombrar a todo funcionario del Estado encargado de arbitrar entre los intereses más importantes de la sociedad.

Gobernadores, jueces, ministros, dirigentes sindicales, líderes parlamentarios, directores de paraestatales, rectores de universidades y así todo un largo etcétera de personajes encargados de distribuir bienes y favores públicos, tuvieron como fuente casi única de su autoridad al Poder Ejecutivo federal.

A través de todos estos funcionarios se aseguraba una repartición de las ventajas que sistemáticamente benefició a la cabeza más elevada del arreglo político surgido después de la Revolución. En efecto, el control sobre los árbitros derivó en el gobierno entero del juego político.

Si se observa con atención, la mutación del autoritarismo mexicano comenzó cuando el Presidente de la República se limitó (o fue limitado) en sus atribuciones de nombramiento. Cuando ya no pudo designar al director del Banco de México, cuando le fue imposible colocar a sus leales en las gubernaturas, cuando no fue necesaria su exclusiva bendición para llegar a ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, o cuando los dirigentes de las bancadas parlamentarias ocuparon sus respectivas e influyentes posiciones independientemente de la decisión presidencial.

Tengo para mí que la transición hacia la pluralidad política mexicana no comenzó cuando el voto de los ciudadanos se volvió definitivo para la conformación de los poderes públicos. Ésta empezó antes, cuando el nombramiento de los árbitros dejó de ser un hecho político dependiente de la voluntad de una sola persona.

El primero de todos los árbitros que en este país fue nombrado por la concurrencia de muchas voluntades fue el presidente consejero del Instituto Federal Electoral. Sucedió en 1996, después de la reforma electoral, cuando José Woldenberg Karakowski recibió esta encomienda por la concurrencia explícita de todos los partidos.

En un momento de sensatez democrática, quienes tomaron aquella resolución renunciaron o se vieron impedidos para excluir al resto de los actores del proceso que condujo a tal nombramiento. Con este proceso de selección, el árbitro electoral obtuvo autonomía ante las presiones políticas de los partidos y, desde luego, frente a la todavía omnipresente autoridad presidencial.

Luego, la independencia de este funcionario sirvió como modelo a imitar para la liberación de otros muchos árbitros que antes estuvieran sometidos al arreglo político autoritario. En poco más de una década, uno tras otro de los cargos inscritos constitucionalmente como fuera de la órbita del presidente alcanzaron plena estatura institucional gracias a que su respectiva designación dejó de recaer en la voluntad de un agente único.

Con ello sucedió que las decisiones arbitrales dejaron de ser predecibles. Dado que no era al Ejecutivo a quien estos funcionarios debían agradecer su encomienda —sino a un conglomerado difuso y plural de sujetos políticos: los votantes, los legisladores, los ministros o los partidos, entre tantos otros— la distribución de los bienes bajo su responsabilidad pasó a tener consecuencias inciertas. Así fue como, para bien, las decisiones en el espacio público pasaron a ser imprevisibles.

Cayó sobre ellas lo que John Rawls, ese gran filósofo contemporáneo, llama “el velo de la ignorancia.” Si ningún actor conoce el resultado final de las negociaciones y por tanto, tampoco está seguro de poderse beneficiar del resultado, las decisiones terminan tomándose de la manera más justa posible.

Así lo argumenta Rawls: si se está en una situación donde diversos bienes han de ser repartidos, y nadie controla el proceso de su distribución, las tajadas del pastel tenderán a ser cortadas de la manera más equitativa.

De ahí que la pluralidad en los actores políticos que deciden el reparto tenga como propósito provocar equidad en la distribución de los bienes públicos. Para esto sirve el famoso velo de la ignorancia, para evitar el monopolio de las decisiones con el objeto de forzar a la neutralidad en la distribución de las ventajas.

Así como en su día los mexicanos padecimos la inexistencia de este velo, y por tanto la parcialidad y la asimetría política, en los tiempos que corren conocemos también la fructífera experiencia cuando éste ha estado presente.

Tal velo no asegura que las decisiones tomadas sean las mejores o las más pertinentes; muchas otras variables tendrían que estar en juego para que tal cosa suceda. Lo que en realidad procura es garantizar que el resultado de éstas decisiones no afecte de manera injusta, asimétrica e irreversible a quienes no se vieron beneficiados por ellas.

Con todo, subsisten entre los poderosos tentaciones provenientes de la época anterior. Aún se miran actores políticos que quisieran asegurarse para sí —y no para el conjunto— el monopolio de las decisiones públicas. Hay individuos que aún ambicionan nombrar al árbitro con el solo propósito de controlar más tarde el juego.

En estos días, algunos de ellos —alimentados por instintos provenientes de los tiempos idos— quisieran ver, por ejemplo, a unos consejeros del IFE comprometidos con sus propios intereses y no con las preocupaciones de todas las fuerzas que componen al sistema mexicano de partidos.

Son estos políticos los que, en su fuero interno, no han sido capaces de reconocer el avance democrático que el país ha experimentado durante la última década.

La selección que esta semana se hará para nombrar a quien ocupará la futura presidencia del IFE debe procurar, por sobre todas las cosas, mantener el velo de la ignorancia en las cuestiones electorales. Quien obtenga ese encargo no puede llegar a dicha institución a partir de acuerdos, arreglos o pactos que lesionen la neutralidad con la que deberá actuar mañana.

No solamente debería ser un actor político equidistante de las fuerzas políticas arbitradas, sino un profesional que hoy asegure la imparcialidad de sus acciones futuras. Algo similar debería ocurrir con el nombramiento de los otros dos consejeros que, producto de las actuales negociaciones, vayan a convertirse en integrantes de ese órgano electoral.

Analista político

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