Bitácora Republicana
Porfirio Muñoz Ledo
Entre las singularidades que distinguen al heroico pueblo paraguayo, está que es el único de la región que habla simultáneamente la lengua del conquistador y la del conquistado. Más de 90% de la población piensa y se expresa en guaraní y con ello afirma una identidad que lo defiende y aísla respecto de la accidentada geografía física y política de Sudamérica.
A diferencia de Bolivia, cruce de culturas que preserva una mitológica vocación marina, Paraguay es hijo del acoso y del encerramiento ancestral. Un Tíbet latinoamericano, que en vez de sublimar su carácter insular por la espiritualidad, lo hace mediante una rotunda definición cultural, armadura histórica de su combate por la soberanía e integridad territorial.
Nuestros compañeros paraguayos de vida estudiantil en Europa comparaban la preservación de su lengua con la del húngaro y el vasco. Más como pendón de una nacionalidad inimitable que como fruto de un mestizaje acabado, ya que no va acompañado de cohesión social, sino por el contrario: de dispersión demográfica, dramática injusticia, elevado analfabetismo y concentración paradigmática del ingreso y del poder.
Pocas naciones han sido tan literalmente estructuradas por las dictaduras. Nació prácticamente a una independencia sin balas y enseguida construyó una coraza autoritaria para protegerla. Tras proclamar su independencia frente a España y Buenos Aires en 1813, estableció un efímero consulado que desembocó en la “dictadura suprema” de Rodríguez de Francia, quien ahogó en el terror la sublevación criolla y prolongó su férrea dominación hasta 1840.
Advino después la era de los López —Carlos Antonio y su hijo Francisco— que permanecieron en el gobierno hasta 1870. El segundo fue tildado de intervencionista por sus vecinos y sufrió la guerra decretada por la Triple Alianza (Argentina, Brasil y Uruguay), de consecuencias funestas para el Paraguay que lo colocaron a la deriva de la historia.
Sucesión posterior de ensayos e infortunios: ocupación extranjera, democracia liberal abortada, guerra civil, monopartidismo crónico, guerra del Chaco, golpe de Estado militar, presidencialismo exacerbado, dictadura de Stroessner durante 35 años y transición fallida por la corrupción hegemónica del Partido Colorado, que enseñoreó la escena política paraguaya durante dos tercios de siglo.
Síntesis que destaca el inmenso significado de la victoria electoral de las fuerzas populares encabezadas por Fernando Lugo el domingo anterior. Como en México, nunca antes hubo alternancia pacífica en el poder, pero a diferencia de nosotros el dilema se resolvió por la izquierda. Todavía más importante, en Paraguay jamás hubo victorias políticas de signo auténticamente progresista, ni menos aun gobiernos de tendencia revolucionaria.
El ex obispo de la olvidada comarca de San Pedro, discípulo de Leonardo Boff, devuelve a la actualidad política la Teología de la Liberación, interrumpida por el asesinato del cardenal Romero y diluida tras las negociaciones de Chiapas. Es, en estado de promesa, la liberación al poder. También, la recuperación de la mejor tradición jesuita, orden que tuvo a su cargo durante la Colonia —en esa tierra de misiones— la defensa de los naturales frente a los encomenderos.
Campaña anclada en el “compromiso con los más pobres”, fue objeto de agresiones que los mexicanos recordamos: aquí apodado “el Mesías”, allá el “Anticristo”, padeció la guerra sucia financiada por el gobierno. El equivalente al “peligro para México” fue “¡Cuidado, mucho cuidado! Inseguridad jurídica, invasiones de tierra, cierre de rutas y caos. Esa puede ser la nueva realidad paraguaya”. Sin faltar los montajes con la imagen de Hugo Chávez, al lado del otro candidato de oposición, general Lino Oviedo.
El presidente electo encara gigantescos desafíos. Antes que nada, proteger su triunfo frente a los embates de la oligarquía y fincar las bases de una gobernabilidad democrática. Su eventual mayoría parlamentaria dependería del Partido Liberal y el control de los gobiernos territoriales está abrumadoramente en manos del Colorado, como los remantes feudales del PRI. No podría entonces renunciar a la movilización social y a una nueva constitucionalidad.
Los ejes de su propuesta son la reforma agraria y la lucha contra la desigualdad. En el fondo, la sustitución de la antigua clase dirigente, promotora del neoliberalismo y usufructuaria del contrabando, el soborno, el tráfico de influencias, el conflicto de intereses y la utilización arbitraria de los recursos públicos. Nada menos que refundar el Estado desde el poder popular.
Augusto Roa Bastos describió como nadie el universo político que sus compatriotas deben sepultar, en su célebre trilogía sobre el “monoteísmo del poder” —que culmina con Yo, el supremo. Tal vez sea la hora de la solidaridad internacional, que pasa por un nuevo equilibrio en el Mercosur y por un esfuerzo consistente de integración latinoamericana.
En las últimas 15 elecciones de la región, 12 han sido ganadas por la izquierda relativa de cada país. Se perfila un cambio de época que exige máxima visión y responsabilidad de los gobernantes.
Porfirio Muñoz Ledo
Entre las singularidades que distinguen al heroico pueblo paraguayo, está que es el único de la región que habla simultáneamente la lengua del conquistador y la del conquistado. Más de 90% de la población piensa y se expresa en guaraní y con ello afirma una identidad que lo defiende y aísla respecto de la accidentada geografía física y política de Sudamérica.
A diferencia de Bolivia, cruce de culturas que preserva una mitológica vocación marina, Paraguay es hijo del acoso y del encerramiento ancestral. Un Tíbet latinoamericano, que en vez de sublimar su carácter insular por la espiritualidad, lo hace mediante una rotunda definición cultural, armadura histórica de su combate por la soberanía e integridad territorial.
Nuestros compañeros paraguayos de vida estudiantil en Europa comparaban la preservación de su lengua con la del húngaro y el vasco. Más como pendón de una nacionalidad inimitable que como fruto de un mestizaje acabado, ya que no va acompañado de cohesión social, sino por el contrario: de dispersión demográfica, dramática injusticia, elevado analfabetismo y concentración paradigmática del ingreso y del poder.
Pocas naciones han sido tan literalmente estructuradas por las dictaduras. Nació prácticamente a una independencia sin balas y enseguida construyó una coraza autoritaria para protegerla. Tras proclamar su independencia frente a España y Buenos Aires en 1813, estableció un efímero consulado que desembocó en la “dictadura suprema” de Rodríguez de Francia, quien ahogó en el terror la sublevación criolla y prolongó su férrea dominación hasta 1840.
Advino después la era de los López —Carlos Antonio y su hijo Francisco— que permanecieron en el gobierno hasta 1870. El segundo fue tildado de intervencionista por sus vecinos y sufrió la guerra decretada por la Triple Alianza (Argentina, Brasil y Uruguay), de consecuencias funestas para el Paraguay que lo colocaron a la deriva de la historia.
Sucesión posterior de ensayos e infortunios: ocupación extranjera, democracia liberal abortada, guerra civil, monopartidismo crónico, guerra del Chaco, golpe de Estado militar, presidencialismo exacerbado, dictadura de Stroessner durante 35 años y transición fallida por la corrupción hegemónica del Partido Colorado, que enseñoreó la escena política paraguaya durante dos tercios de siglo.
Síntesis que destaca el inmenso significado de la victoria electoral de las fuerzas populares encabezadas por Fernando Lugo el domingo anterior. Como en México, nunca antes hubo alternancia pacífica en el poder, pero a diferencia de nosotros el dilema se resolvió por la izquierda. Todavía más importante, en Paraguay jamás hubo victorias políticas de signo auténticamente progresista, ni menos aun gobiernos de tendencia revolucionaria.
El ex obispo de la olvidada comarca de San Pedro, discípulo de Leonardo Boff, devuelve a la actualidad política la Teología de la Liberación, interrumpida por el asesinato del cardenal Romero y diluida tras las negociaciones de Chiapas. Es, en estado de promesa, la liberación al poder. También, la recuperación de la mejor tradición jesuita, orden que tuvo a su cargo durante la Colonia —en esa tierra de misiones— la defensa de los naturales frente a los encomenderos.
Campaña anclada en el “compromiso con los más pobres”, fue objeto de agresiones que los mexicanos recordamos: aquí apodado “el Mesías”, allá el “Anticristo”, padeció la guerra sucia financiada por el gobierno. El equivalente al “peligro para México” fue “¡Cuidado, mucho cuidado! Inseguridad jurídica, invasiones de tierra, cierre de rutas y caos. Esa puede ser la nueva realidad paraguaya”. Sin faltar los montajes con la imagen de Hugo Chávez, al lado del otro candidato de oposición, general Lino Oviedo.
El presidente electo encara gigantescos desafíos. Antes que nada, proteger su triunfo frente a los embates de la oligarquía y fincar las bases de una gobernabilidad democrática. Su eventual mayoría parlamentaria dependería del Partido Liberal y el control de los gobiernos territoriales está abrumadoramente en manos del Colorado, como los remantes feudales del PRI. No podría entonces renunciar a la movilización social y a una nueva constitucionalidad.
Los ejes de su propuesta son la reforma agraria y la lucha contra la desigualdad. En el fondo, la sustitución de la antigua clase dirigente, promotora del neoliberalismo y usufructuaria del contrabando, el soborno, el tráfico de influencias, el conflicto de intereses y la utilización arbitraria de los recursos públicos. Nada menos que refundar el Estado desde el poder popular.
Augusto Roa Bastos describió como nadie el universo político que sus compatriotas deben sepultar, en su célebre trilogía sobre el “monoteísmo del poder” —que culmina con Yo, el supremo. Tal vez sea la hora de la solidaridad internacional, que pasa por un nuevo equilibrio en el Mercosur y por un esfuerzo consistente de integración latinoamericana.
En las últimas 15 elecciones de la región, 12 han sido ganadas por la izquierda relativa de cada país. Se perfila un cambio de época que exige máxima visión y responsabilidad de los gobernantes.
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