Que las leyes sirven más al mantenimiento de la República democrática en Estados-Unidos que las causas físicas, y las costumbres más que las leyes
HE DICHO que era preciso atribuir el mantenimiento de las instituciones democráticas de los Estados Unidos a las circunstancias, a las leyes y a las costumbres.
La mayor parte de los europeos no conocen la primera parte de las tres causas, y le dan una importancia preponderante que no tiene.
Es verdad que los angloamericanos han llevado al nuevo mundo la igualdad de condiciones. Nunca se encontraron entre ellos ni plebeyos ni nobles; los prejuicios del nacimiento han sido allí tan desconocidos como los prejuicios de profesión. Encontrándose así el estado social democrático, la democracia no tuvo dificultad en establecer su imperio.
Pero este hecho en particular de los Estados Unidos. Casi todas las colonias de América fueron fundadas por hombres iguales entre sí o que llegaron a serlo al habitarlas. No hay una sola parte del Nuevo Mundo en que los europeos hayan podido crear una aristocracia.
Sin embargo, las instituciones no tienen enemigos que combatir. Está sola en medio de territorios deshabitados, como una isla en el seno del Océano.
Pero la naturaleza había aislado de la misma manera a los españoles de la América del Sur, y ese aislamiento no les ha impedido mantener ejércitos. Se han hecho la guerra entre sí cuando los extranjeros les faltaron. No hay sino una democracia angloamericana que, hasta el presente, haya podido mantenerse en paz.
El territorio de la Unión presenta un campo sin límites para la actividad humana; se ofrece un alimento inagotable a la industria y el trabajo. El amor a las riquezas toma allí el lugar de la ambición, y el bienestar extingue el ardor de los partidos.
Pero ¿en qué parte del mundo se encuentra desiertos más fértiles, más grandes ríos, riquezas más intactas y más inagotables que en América del Sur? Sin, embargo, la América del Sur no puede establecer la democracia. Si bastara a los pueblos para ser felices el haber sido colocados en un rincón del universo y poder extenderse a voluntad sobre tierras inhabitadas, los españoles de la América meridional no tendrán que quejarse de su suerte. Y, aunque no disfrutaran de la misma dicha que los habitantes de los Estados Unidos, deberían por lo menos hacerse envidiar de los pueblos de Europa.
Las causas físicas no influyen tanto como se supone sobre el destino de las naciones.
Encontré hombres de la Nueva Inglaterra prestos a abandonar una patria en donde habrían encontrado el bienestar, para ir a buscar la fortuna al resto del territorio. Cerca de allí, vi la población francesa del Canadá apretujarse en un espacio demasiado estrecho para ella, cuando el mismo territorio, aunque más hostil, estaba próximo; y, en tanto que el emigrante de los Estados Unidos adquiriría con el precio de algunas jornadas de trabajo un gran dominio, el Canadiense pagaba la tierra tan cara como si hubiera vivido en Francia. Así la naturaleza, al entregar a los europeos las soledades del Nuevo Mundo, les ofrece bienes de los que no saben servirse siempre.
Percibo en otros pueblos de América las mismas condiciones de prosperidad que entre los angloamericanos, menos sus leyes y sus costumbres; y esos pueblos son paupérrimos. Las leyes y las costumbres de los angloamericanos forman, pues, la razón especial de su grandeza y la causa predominante que yo busco.
Estoy lejos de pretender que haya una bondad absoluta en las leyes norteamericanas. No creo que sean aplicables a todos los pueblos democráticos y, entre ellas, hay algunas, que, en los Estados Unidos mismos, me parecen peligrosas.
Sin embargo, no se podría negar que la legislación de los norteamericanos, tomada en conjunto, está bien adaptada al genio del pueblo que debe regir y la naturaleza del país.
Las leyes norteamericanas son, pues, buenas y se debe atribuir a ellas una gran parte del éxito que obtiene Norteamérica el gobierno de la democracia; pero no pienso que sean la causa principal de él. Y si me parecen tener más influencia sobre la dicha social de los norteamericanos que la naturaleza misma del país, de otro lado percibo razones para creer que la ejercen menos que las costumbres.
Las leyes federales forman seguramente la parte más importante de la legislación de los Estados Unidos. México, tan admirablemente situado como la Unión angloamericana, se ha apropiado esas mismas leyes, y no ha logrado establecer un gobierno de democracia.
Hay, pues, una razón independiente de las causas físicas y de las leyes, que hace que la democracia pueda gobernar a los Estados Unidos.
Pero he aquí algo que prueba más todavía. Casi todos los hombres que habitan el territorio de la Unión han salido de la misma sangre. Hablan la misma lengua, rezan a Dios de la misma manera, están sometidos a las mismas causas materiales y obedecen a las mismas leyes.
¿De dónde nacen; pues, las diferencias que hay que observar entre ellos? ¿Por qué, al este de la Unión, el gobierno republicano se muestra fuerte y regular, y procede con madurez y lentitud? ¿Qué causa imprime a todos sus actos un carácter de cordura y duración?
¿De dónde viene, al contrario, que en el Oeste los poderes de la sociedad parecen caminar al azar?
¿Por qué reina allí, en el movimiento de los negocios, algo desordenado, apasionado, podría decirse que febril, que no anuncia un largo porvenir?
No comparo ya a los angloamericanos con pueblos extranjeros; pongo en oposición ahora a los angloamericanos unos con otros, y busco por qué no se parecen entre sí. Aquí, todos los argumentos sacados de la naturaleza del país y de la diferencia de las leyes me fallan al mismo tiempo. Hay que recurrir a alguna otra causa, y esa causa, ¿dónde la descubriré, sino en las costumbres?
Al Oeste, por el contrario, una parte de las mismas ventajas falta todavía. Muchos norteamericanos de los Estados del Oeste nacieron en los bosques y mezclan a la civilización de sus padres las ideas y costumbres de la vida salvaje. Entre ellos, las pasiones son más violentas, la moral religiosa menos poderosa y las ideas menos persistentes. Los hombres no ejercen allí ningún control unos sobre otros, porque se conocen apenas. Las naciones del Oeste muestran, pues, hasta cierto punto, la inexperiencia y los hábitos desarreglados de los pueblos nacientes. Sin embargo, las sociedades, en el Oeste están formadas por elementos antiguos; pero el conjunto es nuevo.
Son particularmente las costumbres las que hacen a los americanos de los Estados Unidos, los únicos entre todos los americanos capaces de soportar el imperio de la democracia; y son ellas todavía las que hacen que las diversas democracias angloamericanas sean más o menos reglamentadas y prósperas.
Así, se exagera en Europa la influencia que ejerce la posición geográfica del país sobre la duración de las instituciones democráticas. Se atribuye demasiada importancia a las leyes y demasiado poca a las costumbres. Esas tres grandes causas sirven sin duda, para regular y dirigir la democracia norteamericana; pero si fuera preciso clasificarlas, diría que las causas físicas contribuyen para eso menos que las leyes, y las leyes infinitamente menos que las costumbres.
Estoy convencido de que la situación más afortunada y las mejores leyes no pueden mantener una constitución a despecho de las costumbres, en tanto que ésta saca aún partido de las posiciones más desfavorables y de las peores leyes. La importancia de las costumbres es una verdad común a la cual el estudio y la experiencia conducen sin cesar. Me parece que la encuentro situada en mi espíritu como un punto central y la percibo al término de todas mis ideas.
Ya no tengo más que una palabra que decir sobre este asunto.
Si no he logrado hacer sentir al lector, en el curso de esta obra, la importancia que atribuía a la experiencia práctica de los norteamericanos, a sus hábitos y a sus opiniones, en una palabra a sus costumbres en el mantenimiento de sus leyes, he fallado el objetivo principal que me proponía al escribirlo.
© Alexis DE TOCQUEVILLE, «De la Démocratie en Amérique» (1835).
[Nuestra Traducción Libre]
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