El interrogatorio policíaco, mis valedores, ¿alguno lo habrá escuchado? Yo sí, que en cinta magnetofónica oí la última confesión de uno de los tantísimos fallecidos en los reclusorios de esta ciudad. Fallecido en la tortura. Joven él, hasta antes del torturador llevó el nombre de Ricardo López, desdichado al que en la celda de tortura trataban de forzar a declararse autor del secuestro de un menor de edad. ¿Alguno de ustedes recuerda el caso..?
Porque escuché (y se me amargó la saliva) aquellas sesiones de lamentos, quejidos, jadeos e intercambio de frases machuconas, entrecortadas, reiterativas, con que una y otra vez el torturado contestaba las frases cortas, indiferentes y rutinarias, de uno de oficio torturador; por eso capto el sentido trágico de la sesión de tormento que padeció una desdichada mujer, y no en el Reclusorio Norte, como Ricardo López, sino en la España del siglo XVI, a manos del monje dominico y sus torturadores, que la forzaban a declararse judaizante. Exacto: la “Santa” Inquisición, hoy con su nuevo nombre de Congregación para la Doctrina de la Fe, de la que es Joseph Ratzinger el gran inquisidor. Transcribía el documento, con su cargazón de realismo dramático, y la boca se me amargaba una vez más. Ojalá que en leyéndolo, cuestión de imaginación y sensibilidad, ustedes no permanezcan indiferentes. La sesión de tormento de la “Santa” Inquisición:
A la desdichada la llevaron a la cámara de tortura. Que dijese la verdad, le ordenaron Ella: “No tengo nada qué decir”. Le ordenaron que se desnudara y de nuevo la exhortaron, pero guardó silencio. Dijo, una vez desnuda:
“Señores, he hecho todo lo que se dice de mí y levanto falsos testimonios contra mí misma, pues no quiero verme en semejante brete, plague a Dios, no he hecho nada.”
Le dijeron que no levantase falsos testimonios contra ella misma, sino que dijese la verdad. Empezaron a atarle los brazos, dijo: “He dicho la verdad, ¿qué tengo qué decir? Nada, Señor, nada tengo qué decir”.
Le aplicaron una cuerda en los brazos y la retorcieron y exhortaron a decir la verdad, pero dijo que ella nada tenía que decir. Luego chilló y dijo: “Decidme lo que queréis, pues no sé qué decir”. Le ordenaron que dijese qué había hecho, pues era torturada por no haberlo hecho, y ordenaron que se le diese otra vuelta a la cuerda. Exclamó: “Soltadme, señores, y decidme lo que tengo que decir, no sé lo que he hecho. ¡Oh Señor, apiádate de mí!”
Dieron otra vuelta a la cuerda y ella dijo:
“Aflojadme un poco para que pueda recordar lo que tengo que decir, no sé lo que he dicho, no comí carne de cerdo porque me daba asco; lo he hecho todo, soltadme y diré la verdad”. Se le ordenó otra vuelta más a la cuerda, entonces ella dijo: “Soltadme y diré la verdad, no sé lo que tengo que decir… ¡Soltadme por el amor de Dios… decidme lo que tengo que decir… lo hice, lo hice., me hacen daño. ¡Señor…, soltadme, soltadme y lo diré!”
Le dijeron que lo dijese, y dijo “No sé lo que tengo que decir… Señor, lo hice… me hacen daño, Señor…, soltadme, soltadme y lo diré”. Le dijeron que lo dijese, y dijo: “No sé lo que tengo que decir… Señor, lo hice… No tengo nada que decir… ¡Oh mis brazos! Soltadme y lo diré”.
Le pidieron que dijese lo que hizo y dijo “No lo sé, no comí porque no quise”. Le preguntaron por qué no quiso y replicó: “Ay, soltadme, soltadme… sacadme de aquí y lo diré cuando me hayáis sacado… Digo que no comí”.
Le ordenaron que hablase y dijo: “Señor, no la comí porque no quise… soltadme y lo diré”.
Le ordenaron que dijese lo que había hecho contra nuestra santa fe católica Dijo: “Sacadme de aquí y decidme lo que tengo que decir… me hacen daño… ¡oh mis brazos, mis brazos!”, lo cual repitió muchas veces y prosiguió: “¡No me acuerdo… decidme lo que tengo que decir… ¡Oh, desgracia de mí! Diré todo lo que quieran, señores… me están rompiendo los brazos… soltadme un poco… hice todo lo que se dice de mi“.
Le ordenaron que contase con detalle y veracidad lo que hizo. Dijo: “¿Qué se quiere que diga? Soltadme, pues no recuerdo lo que tengo que decir… ¿no veis que soy una mujer débil? ¡Oh! ¡Oh! ¡Mis brazos! ¡Se están rompiendo mis brazos! Se ordenaron más vueltas, y mientras las daban exclamó: “Soltadme pues no sé lo que tengo qué decir; si lo hice… lo diría…”
Ordenaron que apretasen más las cuerdas. Dijo: “Señores, ¿no sentís piedad de una mujer?” Le dijeron que sí, si decía la verdad. Dijo ella: “Señor, dime, dímelo”. Volvieron a apretar las cuerdas y ella dijo: “Ya he dicho lo que hice”. Le ordenaron que lo contase con detalle, ante lo cual dijo: ‘Tío sé cómo contar, Señor, lo que no sé”. Separaron las cuerdas y las contaron, y había dieciséis vueltas. A la siguiente, la cuerda se rompió. (Mañana.)
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