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01 marzo 2007

>> en pocas palabras << MONOPODRIO

EN POCAS PALABRAS ®
PENSAMIENTO POLÍTICO LIBRE




«DIALOGO FINGIDO DE COSAS CIERTAS, ENTRE UNA MUCHACHA Y TATA PABLO»

© JOSÉ JOAQUÍN FERNÁNDEZ DE LIZARDI
El Pensador Mexicano
Originalmente publicado en 1813
Biblioteca del Estudiante Universitario, UNAM (Segunda Edición, 1954).


M. —Tata ¿qué comeremos hoy? No hay más que medio.
T. — ¿Qué hemos de hacer, hija? Haz unos chilaquiles.
M. —Si no alcanza, tata, tlaco* de chiles que dan dos, y chiquitos, son tres tlacos, y tlaco de manteca (que más se le unta a un gato en el hocico para aquerenciarlo) ya es el medio cabalito ¿y el carbón?
T. —Pues hija, trae tres tlacos de tortillas, y tlaco de chile, y comeremos eso, que para semejante guiso no se necesita lumbre.
M. — ¡Válgame Dios! Si me hace tanto daño.
T. —Pues hija, si no hay otro remedio ¿qué hemos de hacer?
M. — ¡Ay, tata! ¡Jesús! Cómo está todo; no en balde hay tanto ladrón; si ya no se puede vivir en México. Por una parte, no halla la gente en qué buscar un real; y por otra, el día que lo tiene, no le alcanza ni para frijoles; porque de todo dan una herejía. Reniego de los insurgentes; ellos tienen la culpa de todo; nada dejan entrar aquí, y ya los pobres ladramos. ¿No es verdad, tata?
T. —Sí, hija, la mayor parte de nuestras desdichas se ha originado por los insurgentes; pero aquí dentro hay quienes les ayuden y cooperen a aumentar nuestra miseria.
M. — ¿Y quiénes son esos, tata?
T. —Hija, los monopolistas; aquellos que son mucha parte de la carestía y escasez de los víveres, o semillas.
M. — ¡Ay, tata! ¿y esos monopodristas son animales a modo de los gorgojos, que se comen el maíz, el trigo, frijol, y todo?
T. —Sí, hija, animales son, y grandes.
M. —Pues entonces serán capaces de comerse cargas enteras de semillas.
T. —No digo. Atajos enteros se tragan.
M. — ¡Qué barrigas tan grandes no tendrán!
T. —Sí las tienen; y algunas son de quince o veinte varas.
M. —Pues ¿dónde andan esos terribles animales tan grandes, que yo no los conozco ni los he visto?
T. —Sí los has visto; sino que no los has advertido; porque ellos andan solos, y sus estómagos los dejan en su casa.
M. —Usted me vuelve loca, tata, ¿cómo puede ser eso?
T. —Mira, inocente: los monopolistas son hombres como todos; pero sus comercios son criminales. Entre dos o tres, abarcan un convoy de víveres; los encierran, y les ponen a las semillas el precio que quieren y tal vez, para poder hacerlo con libertad, suelen comprar a los vendedores menos pudientes los rezagos que tienen, de aquellos efectos, para que no les hagan mala obra, y para que el público, quiera que no quiera, les compre a ellos solos al precio que se les antoja vender.
M. — ¿Conque, según eso, estos hambrientos animales son los comerciantes de víveres?
T. —Pues; pero no todos. Hay muchos cristianos, arreglados, y que hacen cuanto beneficio pueden al público.
M. — ¿Y dónde viven esos buenos para ir a comprarles?
T. —Yo no puedo señalarte sus casas; pero de que los hay, los hay, el caso es dar con ellos.
M. — ¡Qué diablura! ¿Qué hiciera yo para saber donde viven? Pero sabe usted, tata, han de ser tan pocos, que se han de perder de vista, Yo creo que todos son unos, porque me he cansado de remudar tiendas y más tiendas, y en todas me dan el propio recaudo, y la lagaña de Melchor.
T. —Pues no, hija mía; de todo hay en el mundo, bueno y malo.
M. —Sí; pero más malo que bueno.
T. —Es verdad; mas ya has platicado. Anda y mira qué haces de comer, que es tarde.
M. —Sabe usted, estaba yo pensando ir a vender esos zapatos que acabó usted ayer, a ver si me dan cuatro reales por ellos.
T. —Pero si no están sellados, ni tenemos el medio para pagar la selladura.
M. —Con este medio, tata, la pagaremos.
T. —Y si no se venden los zapatos, nos quedamos peores.
M. —Es cierto. Pero ¿para qué es esta gabela de los zapatos?
T. —Para el Ángel de la Semana Santa.
M. — ¡Qué Ángel ni que calabaza! Mejor era que nos dejaran a los pobres esos medios y esas cuartillas para pan; y no que muchas veces nos hacen falta para comer, como ahora. Sabe usted, estoy pensando irlos a vender a escondidas; porque yo sé que le tienen a usted de costo dos y medio; cuando más darán por ellos cuatro reales, y si pagamos el medio de la selladura, le sale a usted su trabajo por un real, que es brava sinrazón.
T. — ¿Cómo ha de ser, hija? Así está mandado y no puedes venderlos ocultamente, porque si te los ven, te los quitan.
M. —Esta es otra; ¿y por qué?
T. —Porque no pagas.
M. —Y ¿por qué usted y los pobres rinconeros han de pagar esa contribución?
T. —Porque no tenemos tienda pública.
M. —Y ¿por qué no la pone y nos quitamos de estas cosas?
T. —Porque no soy maestro.
M. —Y ¿por qué no lo es usted? ¿qué le falta? Porque todos dicen que es un oficial de los buenos y que hace unos zapatos que no les falta más que hablar.
T. — ¿Sabes por qué? Porque no tengo catorce pesos y medio, para la media anata; cuatro, para el mayor; dos, para cada vendedor; y treinta o cuarenta para el festejo.
M. — ¡Jesús, Jesús, y cuánto se necesita para ser maestro! Por esto no será maestro tío Simón el sastre, ni don Ciriaco el platero; y todos dicen que son unos oficiales de primor.
T. —Por eso no lo son, efectivamente.
M. — ¡Válgame Dios! A mí no me cuadran esas cosas ¡Qué bueno fuera que hubiera libertad para que todos los artesanos pudieran tener sus casas o talleres públicos, como les dicen, sin más examen que su habilidad! De esto resultara que el público hallaría sus obras más baratas por la abundancia de oficiales; éstos tendrían más desahogo; sobrarían más aprendices, y no habría tantos vagamundos. Y qué bueno fuera también que se les prohibiera a estos monopodristas, que podridos los vean mis ojos en San Lázaro, el que abarcaran los efectos de primera necesidad; sino que todos esos de la Aduana se condujeran a las plazas de la ciudad, y allí se vendieran con arreglo a la guía o factura, públicamente, y por menor, por espacio de tres días; de modo, que después de habilitados los pobres, entonces pudieran los ricos regatear lo que sobrara. ¿A qué no había tanto orgullo en los semilleros? ¿ni tanto pobre hambriento? Todo esto era bueno. Verá usted tata, qué buen pan comemos, y qué tortas tan grandes nos darán, con la libertad que el Superior Gobierno acaba de conceder para amasar y venderlo, de modo que el que quiera hacer pan malo, y chiquito, se lo comerá; porque ¿quién se lo ha de comprar, habiendo pan más grande y mejor en otra parte? Pues lo demás es tan fácil de hacer libre, como el pan, y sus resultas no serán menos ventajosas al público.
T. —Tú, dices muy bien; y no hay otro remedio.
M. —Yo pienso que en todo hay monopodrio.
T. —Sí, en efecto; y yo leí una vez en un papel de lentejuelas, que el señor Jovellanos decía, que contra el monopolio la libertad; pero dejemos eso para los que lo entienden. Anda, mira si te prestan dos reales sobre los zapatos, que tengo mucha hambre.
M. —Entonces quedan en dos y medio, porque don Preciso no presta menos de ocho con dos.
T. —Maldito sea él tan ladrón. Anda a la esquina de aquí a la vuelta, que allí es el amo don Pascasio un santo, no más lleva un real en cada peso, que es decir, el doce y medio por ciento, sin riesgo, pues presta uno sobre lo que vale diez.
M. — ¡Qué angelito! Ese se va al cielo hasta con la tajadera. Eso sí, cuidado como pasa la prenda de los seis meses, porque la vende, y no vuelve nada de demasías, como en el monte pío; y lo más que sucede, cuando las sacan de tiempo, es que salen roídas, o meadas de gato; y algunas se pierden, y no tiene el dueño ni acción ni constancia para cobrarlas.
T. —Deja que hagan lo que les dé gana, y anda a ver qué te dan, que ya no veo.
M. —Pues ya vengo…


* «tlaco»: (Del Náhuatl tlaco mitad) m. en desuso. América: octava parte del real columnario. FUENTE: Diccionario de la lengua Española; Real Academia Española, Vigésima Primera Edición (1992).

MÉXICO OCHO REALES DE PLATA (1807)

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