Denise Dresser, Reforma
Durante décadas México vivió con lo que Mario Vargas Llosa llamó "la dictadura perfecta". Hoy vive con el monopolio perfecto. Así como el PRI negó la existencia de un régimen que todo lo controlaba, Carlos Slim niega la existencia de un poder empresarial que aspira a hacerlo. Y lo va logrando, firma tras firma, consenso tras consenso, aplauso tras aplauso. El Acuerdo de Chapultepec como legitimación de la claudicación. Como permiso colectivo para empujar intereses individuales. El pacto que se presenta como un instrumento para crecer, cuando lo que busca es mantener. El pacto que promociona el monopolio que el país necesita.
Y como todo monopolista que quiere seguirlo siendo, Slim se ha posicionado bien. Se ha vendido bien. Hoy aparece como el billonario benevolente, como el tercer hombre más rico del mundo que sí -de veras- está preocupado por la gente. El que convoca a un acuerdo nacional para demostrar que es así. El que es recibido como jefe de Estado cuando viaja a lo largo del país promoviéndolo. Desplegando estado tras estado su conciencia social. Subrayando evento tras evento su compromiso nacional. Presentándose foro tras foro como alguien que no es: un empresario que le apuesta a la competencia y los beneficios que entraña. Erigiéndose como alguien que quiere crear un terreno nivelado de juego, cuando lo que quiere es retener la posición dominante que tiene allí.
Tal como el PRI nunca admitió el monopolio del poder que estableció, Slim también lo niega. Tal como el PRI siempre atribuyó la falta de democracia a la ineptitud de la oposición, Slim también lo hace. Los priistas de ayer y el monopolista de hoy se parecen. Uno monopolizaba el mercado electoral, otro monopoliza el mercado de las telecomunicaciones. El PRI pudo hacerlo durante 71 años gracias a la legislación electoral; Slim puede hacerlo gracias a la debilidad regulatoria. El PRI pudo hacerlo porque dictaba las reglas del juego que los demás aceptaban; Slim ahora busca emularlo. Y los efectos para los habitantes del país son los mismos: pocas opciones por las que se paga un precio demasiado alto. Poca competencia que produce grandes beneficios para los jugadores, y grandes perjuicios para los consumidores. La dictadura consensuada ha sido reemplazada por el monopolio que también lo es.
Porque como lo subraya un artículo reciente en The Wall Street Journal, "en la era moderna cuando las empresas necesitan servicios de telecomunicaciones de alta calidad y bajo precio para competir en el mercado global, México ha pagado el precio del privilegio del Sr. Slim". El privilegio de controlar 94 por ciento de la telefonía fija; el privilegio de controlar 80 por ciento de las líneas móviles; el privilegio de ofrecer servicios de telecomunicaciones entre los más caros de los países de la OECD; el privilegio de dejar a la competencia fuera de los servicios de banda ancha; el privilegio de contar con agencias reguladoras capturadas; el privilegio de litigar contra los competidores y mantenerlos maniatados; el privilegio de usar el predominio nacional para financiar la expansión nacional; el privilegio de lograr que Pedro Cerisola, Secretario de Comunicaciones y Transportes, declare que "no hay un operador dominante en telecomunicaciones". El privilegio de monopolizar a modo.
Con costos innegables para el país. Costos que produce cualquier "empresa dominante" -con más del 90 por ciento del mercado- en cualquier sector, en cualquier lugar y México no es la excepción. Costos que Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, ha señalado. Costos que Guillermo Ortiz ha subrayado. La caída en la competitividad. El freno a la innovación. El estancamiento estabilizador. El nudo estrangulador. El cuello de botella que Carlos Slim compró y que el gobierno de México le ha permitido mantener. La hipocresía que entraña no reconocerlo. La rendición que implica no combatirlo. La sujeción que sugiere no cuestionarlo.
A Slim se le aplaude demasiado y no se le escrutina lo suficiente. A Slim se le vitorea mucho y se le regula muy poco. Porque es rico. Porque es poderoso. Porque controla el 40 por ciento del mercado de la publicidad. Porque en México esa combinación tiende a producir la genuflexión. Y por eso la clase política se apresura a firmar el Acuerdo de Chapultepec sin mirar lo que hay detrás de él. Y por eso los gobernadores se apresuran a apoyarlo sin examinar sus objetivos reales. La expansión consensuada. La ampliación concertada. El fortalecimiento de posiciones privilegiadas con permiso. El uso de un documento con miras nacionales para retener concesiones individuales. El "business plan" de Carlos Slim que el país, por lo visto, está dispuesto a financiar.
No es casualidad que uno de los objetivos del Acuerdo de Chapultepec sea el desarrollo de infraestructura, y que Carlos Slim haya creado la compañía IDEAL. No es casualidad que haya armado un fondo de inversión, ni que haya identificado 109 megaobras, ni que su empresa se apreste a desarrollarlas. No es casualidad que esa visión coincida tanto con la que ha expuesto -una y otra vez- el puntero presidencial Andrés Manuel López Obrador. La inversión pública y privada en construcción como "detonador" del crecimiento. Como detonador del desarrollo. Como detonador de la nueva posición "dominante" del hombre que niega ser monopólico, cuando de facto, lo es. Un paso más adelante de los demás. Posicionándose para predominar y obteniendo la anuencia social para hacerlo.
No sorprende el comportamiento de Carlos Slim. Siempre ha sabido proteger su territorio y ahora tan sólo intenta ampliar su extensión. Siempre ha querido sin regulación "neoestatista" y la protección a los consumidores que busca asegurar. Pero sí sorprende quiénes lo dejan. Quiénes lo avalan. Quiénes apoyan su posición dominante como lo hicieron antes con la que tenía el PRI. Quiénes prefieren que un empresario no electo diga cómo hay que administrar el país, y le permiten servirse una buena tajada de él. Los gobernadores y los intelectuales y los diputados y los senadores y los líderes sindicales. Todos los que aspiran a tomarse la foto al lado de un hombre que quiere "mejorar al país" monopolizándolo.
Durante décadas México vivió con lo que Mario Vargas Llosa llamó "la dictadura perfecta". Hoy vive con el monopolio perfecto. Así como el PRI negó la existencia de un régimen que todo lo controlaba, Carlos Slim niega la existencia de un poder empresarial que aspira a hacerlo. Y lo va logrando, firma tras firma, consenso tras consenso, aplauso tras aplauso. El Acuerdo de Chapultepec como legitimación de la claudicación. Como permiso colectivo para empujar intereses individuales. El pacto que se presenta como un instrumento para crecer, cuando lo que busca es mantener. El pacto que promociona el monopolio que el país necesita.
Y como todo monopolista que quiere seguirlo siendo, Slim se ha posicionado bien. Se ha vendido bien. Hoy aparece como el billonario benevolente, como el tercer hombre más rico del mundo que sí -de veras- está preocupado por la gente. El que convoca a un acuerdo nacional para demostrar que es así. El que es recibido como jefe de Estado cuando viaja a lo largo del país promoviéndolo. Desplegando estado tras estado su conciencia social. Subrayando evento tras evento su compromiso nacional. Presentándose foro tras foro como alguien que no es: un empresario que le apuesta a la competencia y los beneficios que entraña. Erigiéndose como alguien que quiere crear un terreno nivelado de juego, cuando lo que quiere es retener la posición dominante que tiene allí.
Tal como el PRI nunca admitió el monopolio del poder que estableció, Slim también lo niega. Tal como el PRI siempre atribuyó la falta de democracia a la ineptitud de la oposición, Slim también lo hace. Los priistas de ayer y el monopolista de hoy se parecen. Uno monopolizaba el mercado electoral, otro monopoliza el mercado de las telecomunicaciones. El PRI pudo hacerlo durante 71 años gracias a la legislación electoral; Slim puede hacerlo gracias a la debilidad regulatoria. El PRI pudo hacerlo porque dictaba las reglas del juego que los demás aceptaban; Slim ahora busca emularlo. Y los efectos para los habitantes del país son los mismos: pocas opciones por las que se paga un precio demasiado alto. Poca competencia que produce grandes beneficios para los jugadores, y grandes perjuicios para los consumidores. La dictadura consensuada ha sido reemplazada por el monopolio que también lo es.
Porque como lo subraya un artículo reciente en The Wall Street Journal, "en la era moderna cuando las empresas necesitan servicios de telecomunicaciones de alta calidad y bajo precio para competir en el mercado global, México ha pagado el precio del privilegio del Sr. Slim". El privilegio de controlar 94 por ciento de la telefonía fija; el privilegio de controlar 80 por ciento de las líneas móviles; el privilegio de ofrecer servicios de telecomunicaciones entre los más caros de los países de la OECD; el privilegio de dejar a la competencia fuera de los servicios de banda ancha; el privilegio de contar con agencias reguladoras capturadas; el privilegio de litigar contra los competidores y mantenerlos maniatados; el privilegio de usar el predominio nacional para financiar la expansión nacional; el privilegio de lograr que Pedro Cerisola, Secretario de Comunicaciones y Transportes, declare que "no hay un operador dominante en telecomunicaciones". El privilegio de monopolizar a modo.
Con costos innegables para el país. Costos que produce cualquier "empresa dominante" -con más del 90 por ciento del mercado- en cualquier sector, en cualquier lugar y México no es la excepción. Costos que Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, ha señalado. Costos que Guillermo Ortiz ha subrayado. La caída en la competitividad. El freno a la innovación. El estancamiento estabilizador. El nudo estrangulador. El cuello de botella que Carlos Slim compró y que el gobierno de México le ha permitido mantener. La hipocresía que entraña no reconocerlo. La rendición que implica no combatirlo. La sujeción que sugiere no cuestionarlo.
A Slim se le aplaude demasiado y no se le escrutina lo suficiente. A Slim se le vitorea mucho y se le regula muy poco. Porque es rico. Porque es poderoso. Porque controla el 40 por ciento del mercado de la publicidad. Porque en México esa combinación tiende a producir la genuflexión. Y por eso la clase política se apresura a firmar el Acuerdo de Chapultepec sin mirar lo que hay detrás de él. Y por eso los gobernadores se apresuran a apoyarlo sin examinar sus objetivos reales. La expansión consensuada. La ampliación concertada. El fortalecimiento de posiciones privilegiadas con permiso. El uso de un documento con miras nacionales para retener concesiones individuales. El "business plan" de Carlos Slim que el país, por lo visto, está dispuesto a financiar.
No es casualidad que uno de los objetivos del Acuerdo de Chapultepec sea el desarrollo de infraestructura, y que Carlos Slim haya creado la compañía IDEAL. No es casualidad que haya armado un fondo de inversión, ni que haya identificado 109 megaobras, ni que su empresa se apreste a desarrollarlas. No es casualidad que esa visión coincida tanto con la que ha expuesto -una y otra vez- el puntero presidencial Andrés Manuel López Obrador. La inversión pública y privada en construcción como "detonador" del crecimiento. Como detonador del desarrollo. Como detonador de la nueva posición "dominante" del hombre que niega ser monopólico, cuando de facto, lo es. Un paso más adelante de los demás. Posicionándose para predominar y obteniendo la anuencia social para hacerlo.
No sorprende el comportamiento de Carlos Slim. Siempre ha sabido proteger su territorio y ahora tan sólo intenta ampliar su extensión. Siempre ha querido sin regulación "neoestatista" y la protección a los consumidores que busca asegurar. Pero sí sorprende quiénes lo dejan. Quiénes lo avalan. Quiénes apoyan su posición dominante como lo hicieron antes con la que tenía el PRI. Quiénes prefieren que un empresario no electo diga cómo hay que administrar el país, y le permiten servirse una buena tajada de él. Los gobernadores y los intelectuales y los diputados y los senadores y los líderes sindicales. Todos los que aspiran a tomarse la foto al lado de un hombre que quiere "mejorar al país" monopolizándolo.
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