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12 marzo 2007

La Iglesia y el fetiche de la vida

Javier Sicilia, Proceso 1584

La Encarnación, es decir, el misterio del Dios que se hace hombre en la carne de Jesús, y una de sus enseñanzas más ilustrativas, la parábola del Buen Samaritano, introdujeron en la historia un género de amor absolutamente nuevo: no sólo cambiaron la idea del prójimo –aquel que pertenece a mi ethnos: el griego y no el bárbaro, el judío y no el samaritano–, sino que introdujeron en la historia la posibilidad de amar a cualquiera, incluso a un enemigo.

Sin embargo, con este nuevo género de amor vino la tentación de institucionalizarlo, es decir, de administrarlo, de llevarlo a todos. La historia de la Iglesia, a partir de Constantino, no ha sido más que tratar de gestionar ese amor para el mundo entero.

Las sociedades de servicio modernas, como lo he dicho reiteradas veces, son hijas de esa gestión que, despojada del sentido del que nació –el amor de un Dios que se hace carne y que la parábola del Buen Samaritano ilustra como una forma de la libertad–, construye fetiches que nos permiten ubicarnos como defensores de valores sagrados. Así, junto a fetiches como la justicia social, el desarrollo, la paz mundial, la justicia, ha aparecido uno nuevo: la vida.

Ese fetiche –que sólo pudo haber nacido de la Revelación: Cristo como vida (“Yo soy la vida”), que la Iglesia desde Constantino tomó a su cuidado para salvarlo, y que las instituciones modernas de todo género quieren defender mediante controles administrativos: desde el ginecólogo que gestiona la vida del feto hasta el terapeuta que con toda suerte de encarnizamientos administra su salud, pasando por la educación, el trabajo, las conquistas laborales, etcétera– se ha convertido en el valor supremo.

La Iglesia misma, que ha quedado descuartizada frente a ese nuevo fetiche –unos, por ejemplo, reivindican el aborto; otros se levantan en su contra; unos defienden la pena de muerte, otros quieren abolirla; unos aceptan la manutención de la vida artificial, otros la rechazan, y otros, más radicales, están por la eutanasia–, ha tomado a su cargo, en su carácter institucional, defender la vida desde la concepción hasta la muerte.

Esto, sin embargo, ha significado, para ella, meterse en el terreno moderno de la bioética. La Iglesia no discute que esa vida deba ser administrada por las instituciones seculares –no sólo lo ve bien: son sus hijas, sino que junto con todos pide más educación, más hospitales, más empleo, más administración de esa vida en el mundo–. Lo que discute es que la administración debe ser moral: defender la vida a cualquier precio. Y para ello se mete en el prestigioso mercado de la bioética.

Pero si es obsceno administrar la libertad de la vida que trajo la Encarnación, es apocalíptico hacerlo bajo el ojo del microscopio y bajo controles administrativos de todo tipo.

La Iglesia, que de la libertad del amor de Cristo hizo una corrupción institucional y que, frente al pragmatismo de la sociedad tecnológica, se convirtió en un agente de defensa legítimo de ese fetiche, ha olvidado la base fundamental de lo que defiende y, en consecuencia, su profundo sentido.

En el contexto de la Cuaresma que ha iniciado es bueno repensar esta realidad fundamental recordando que cuando Jesús anuncia a Marta: “Yo soy la vida”, no quiso decirle “yo soy una vida”, sino simple y llanamente: “Yo soy la vida”. “La vida hipostática (la vida trinitaria) –dice Iván Illich– hunde sus raíces históricas en la revelación de que un ser humano, Jesús, es también Dios”. Esta vida es la sustancia de la fe de Marta y de los discípulos de Jesús. Debiera ser también la de todos los cristianos. El cristianismo no debe pensar que esa vida es controlable a través del microscopio y de las instituciones. Es un don que esperamos recibir y esperamos compartir. Ella, así se reveló, y así lo revela la parábola del Buen Samaritano, se nos dio en la Cruz y sólo podemos buscarla en el vía crucis, es decir, en los límites de lo contingente.

Estar vivo, en consecuencia, no significa que poseemos la vida. Ella es una gratuidad de Dios; es, hay que repetirlo, un don que se sitúa más acá y más allá del hecho de haber nacido y de existir; es, como no se cansaron de señalarlo San Agustín y su discípulo más radical, Lutero, ese don sin el cual estar vivos sería sólo ser como el polvo.

Esa vida, por lo tanto, es tan personal como la persona de la que viene, a la vez prometida y revelada en el Evangelio de San Juan. “Es –dice Illich– algo completamente distinto al sustantivo ‘vida’” que todos, y la Iglesia con más vehemencia que nadie, defiende. “De un lado (la palabra ‘vida’) proclama Emmanuel, Dios hecho hombre, Encarnación (el samaritano que se apiada de otro ser concreto y no de una abstracción llamada humanidad que hay que administrar para llevarle ese amor). Del otro, el término se emplea para atribuirle una sustancia a un proceso sobre el que el médico asume la responsabilidad, que los técnicos prolongan (...), un proceso cuya destrucción, sin un juicio reglamentado o más allá de las necesidades de la defensa nacional o del crecimiento industrial, desencadena el furor de las asociaciones llamadas de defensa de la vida”.

Esta forma de la defensa de la vida, en la que la Iglesia se encuentra hoy enredada, ya no es esa gratuidad magnífica y plena de libertad que vino con Jesús, sino una posesión, un valor, un recurso nacional, un derecho que debe ser protegido por las leyes y sus profesionales –esa nueva clerecía secular–; una forma corrompida de la Revelación y de sus misterios. El bien, que vino con la Encarnación, ha sido desplazado hacia el valor. Hoy en día, la vida reposa sobre el postulado utilitario de que el ser no es el don de un amor sobreabundante, una libertad misteriosa que se nos reveló con Jesús, sino un ser de necesidades que hay que satisfacer desde que se encuentra en el vientre materno; un fetiche supremo al que hay que rendir tributo con toda suerte de protecciones y ofertas institucionales y económicas; un sujeto jurídico que hay que administrar por su propio bien; un despojado al que hay que llevarle –de allí lo católico de la globalización– los beneficios de nuestros servicios institucionales y sus controles cada vez más complejos y refinados.

Es por esta razón que la Iglesia, y con ella todos los cristianos, debemos, hoy más que nunca, clarificar nuestra idea sobre la vida. La Iglesia está enredada en esa tentación que no ha dejado de perseguirla desde que, con Constantino, se convirtió en la agencia administrativa más importante del mundo: la de colaborar en la reivindicación de un fetiche que nació de lo mejor de la historia de Occidente y que desde una profunda perspectiva teológica no es más que la corrupción, que se ha convertido en ídolo, de la vida revelada, una corrupción que –ese es uno de sus más espantosos horrores– simula un discurso moral.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.

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