Lorenzo Meyer
México y el mundo deben modificar sus planes de desarrollo pues los modelos de siempre ahora son inviables
Los límites de lo posible
Por razones que están más allá de nuestra capacidad de control, ya no se puede ni se debe pensar el futuro nacional en los términos en que se hizo durante el último par de siglos. Hoy y parafraseando a García Lorca, "Nosotros ya no somos (sólo) nosotros ni nuestra casa es ya (únicamente) nuestra casa". Y es que los análisis globales nos dicen que ya no existen los recursos materiales para desarrollar a México siguiendo los modelos de Europa Occidental o Estados Unidos. México debe pensar su futuro en términos nuevos porque pretender un nivel de vida "al estilo americano" y por la "vía
americana" es imposible: ni tenemos ni podemos usar los recursos naturales como ellos lo hicieron.
La comunidad científica lo venía señalando pero un buen número de gobiernos negaban lo que hoy es innegable: hay un daño severo al medio ambiente por las acciones del hombre y uno de sus múltiples efectos es que países como el nuestro ya no pueden tener el acceso barato a recursos naturales como los que usaron -y malgastaron- los países hoy desarrollados. Lo peor es que nadie sabe aún si, como conjunto, los miembros del sistema internacional van a tener la voluntad, la honestidad y la eficacia para detener y revertir el daño. Lo que sí se sabe es que tiene que surgir un nuevo equilibrio entre las acciones de más de 6 mil millones de habitantes del planeta y las reacciones de la naturaleza. Ese equilibrio puede llegar por las buenas o por las malas, pero en cualquier caso va a modificar el tipo de futuro que imaginamos como país y como parte de la comunidad global.
El proyecto original
En el Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España (1811), Alejandro de Humboldt encontró razones para que los criollos mexicanos vieran con optimismo el porvenir. Un decenio más tarde, en 1821, cuando México se asumió como un nuevo país, el discurso de la época mostró que, no obstante la destrucción y encono provocados por la guerra civil, el optimismo había renacido. Los mapas y los datos cuantitativos parecían asegurar que las dimensiones y recursos naturales del Imperio Mexicano le garantizaban un lugar privilegiado entre las grandes naciones del orbe (véase a Javier Ocampo López, Las ideas de un día: el pueblo mexicano ante la consumación de
su independencia, México, 1969). Sin embargo, esa euforia duró lo que un suspiro. El mal funcionamiento de las nuevas instituciones políticas, la dificultad en reactivar la minería, las abismales divisiones sociales y el conflicto entre las élites desembocaron en medio siglo de guerra civil, depresión económica, acentuación de localismos, invasiones y pérdidas de territorio y buen ánimo.
Sólo hasta el final del siglo XIX, cuando los gobiernos de Benito Juárez y Porfirio Díaz reintrodujeron a sangre y fuego la estabilidad, las clases dirigentes volvieron a levantar la mirada. Para entonces la posición relativa de México en el contexto internacional había cambiado. No sólo se había perdido la mitad del territorio sino que el vecino del norte había crecido mucho y se proyectaba ya como potencia. En contraste, México ya no podía aspirar a ser un gran actor internacional sino apenas un protagonista de significación local en asuntos de América Central y el Caribe. El
horizonte se había achicado, pero los ferrocarriles, las minas, las fábricas, las grandes empresas agrícolas y las fiestas del Centenario (1910) hicieron recuperar algo de ambición a dirigentes y a la incipiente clase media.
La Revolución Mexicana casi barrió a la oligarquía porfirista. Por un tiempo la dureza de la lucha, la falta generalizada de orden y seguridad más la emergencia al primer plano del "México profundo", hicieron que más de uno sospechara que el futuro del país sería sólo una extensión de su caótico presente. Los reportes de los diplomáticos extranjeros de la época subrayan el retorno al "salvajismo prehispánico", el temor a que la reforma agraria acabara con la propiedad privada y que incluso el idioma español se perdiera aplastado por las lenguas y visiones del mundo pasado.
En medio del caos revolucionario, emergieron una nueva clase política y proyecto. José Vasconcelos o Diego Rivera fueron representativos de la nueva visión y propósito: el dar forma a un México reconciliado con sus raíces indígenas, educado, constructor de un entramado institucional orientado a la justicia social y con aportaciones a la cultura universal. Esta vez la idea de futuro tocó a las masas.
El México que siguió a las reformas cardenistas y a la Segunda Guerra Mundial abandonó los elementos utópicos del nacionalismo revolucionario. Sin embargo, para la nueva clase dirigente para la cada vez más visible burguesía nacional, para la clase media e incluso para una parte de las clases populares, el futuro lucía promisorio: con la estabilidad política México se urbanizaría e industrializaría y por la vía de la sustitución de importaciones llegaría a ser un país desarrollado. Para los 1960 se hablaba ya del "milagro mexicano", ése que había llevado a un crecimiento promedio anual del 6 por ciento.
El 68 y la guerra sucia, la tensión entre las élites y las devaluaciones y crisis económicas de 1976 y 1982, hicieron que el "milagro mexicano" se desvaneciera. Sin embargo, la conversión de México al neoliberalismo y la globalización y la firma del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN) en 1993, revivieron en muchos la vieja esperanza. Se quiso suponer que así como España había superado el subdesarrollo al ser absorbida por la Europa unificada, México también lo haría con el TLCAN. Sin embargo, el tiempo pasó, la economía no creció y el gran salto al "Primer Mundo" no se concretó.
El cambio en la naturaleza del tiempo histórico
En tres años los mexicanos habremos de conmemorar dos siglos de haber iniciado el esfuerzo colectivo por la soberanía y la modernidad. En ese periodo, ciertos países que originalmente eran marginales se colocaron en el centro de la modernización -Estados Unidos es el caso más notable- pero no México. Y es aquí donde el futuro de los que se retrasaron se topa con una situación imprevista: resulta que por el cambio de las circunstancias ya no podremos transformarnos como lo hicieron esos países que son nuestros modelos: Estados Unidos y Canadá, Europa y Australia y partes de Asia. Y es que hoy el planeta ya no da para ese tipo de progreso.
En una obra de grandes generalizaciones e ideas titulada Collapse. How Societies Choose to Fail or Succeed (2005), Jared Diamond, un profesor de geografía de la Universidad de California, mediante la combinación de historia, geopolítica y el estudio de los sistemas ecológicos, ha presentado suficiente evidencia como para sostener, entre otras tesis, que hoy ya no es posible ni deseable que el Tercer Mundo pueda acceder a las formas de consumo y de vida del Primer Mundo. El camino que Estados Unidos y el resto de los países centrales siguieron para alcanzar su actual situación privilegiada tuvo un costo ecológico altísimo y hoy es irrepetible.
Para Diamond, el discurso de Naciones Unidas, del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional en relación a las posibilidades del mundo hoy subdesarrollado, es falso. El planeta simplemente no está ya en condiciones de soportar el costo que significaría que los pobres de la tierra llegasen a tener un consumo similar al de Estados Unidos o al de la Unión Europea. Es más, tanto norteamericanos como europeos van a tener que enfrentar los límites de su propio modelo de desarrollo, pues de seguir invariables sus formas de vida, en menos de medio siglo los recursos para sostenerlas -petróleo, bosques, agua, alimentos, etcétera- se habrán agotado. La
atmósfera y el agua estarán contaminadas en extremo, un gran número de especies de plantas y animales habrán desaparecido, la desertificación se habrá extendido, el clima habrá cambiado y el nivel de los mares se tragará parte de las actuales zonas costeras.
En suma
México, como el resto de la humanidad, tiene que repensar radicalmente su futuro. El modelo histórico de desarrollo al que por siglos aspiramos, ya no es repetible. Hay que discutir con seriedad y ética nuestras posibilidades reales pues hace tiempo que el abuso de los recursos naturales, la explosión demográfica, la deforestación, la erosión y la contaminación vaciaron esos "Cuernos de la Abundancia" que se suponía eran México y el planeta. No hay hoy reto político más importante que repensar el futuro en función de los recursos disponibles y determinar la forma más eficiente de usarlos y regenerarlos en función de algo más que el mercado: de la justicia y la viabilidad colectivas.
México y el mundo deben modificar sus planes de desarrollo pues los modelos de siempre ahora son inviables
Los límites de lo posible
Por razones que están más allá de nuestra capacidad de control, ya no se puede ni se debe pensar el futuro nacional en los términos en que se hizo durante el último par de siglos. Hoy y parafraseando a García Lorca, "Nosotros ya no somos (sólo) nosotros ni nuestra casa es ya (únicamente) nuestra casa". Y es que los análisis globales nos dicen que ya no existen los recursos materiales para desarrollar a México siguiendo los modelos de Europa Occidental o Estados Unidos. México debe pensar su futuro en términos nuevos porque pretender un nivel de vida "al estilo americano" y por la "vía
americana" es imposible: ni tenemos ni podemos usar los recursos naturales como ellos lo hicieron.
La comunidad científica lo venía señalando pero un buen número de gobiernos negaban lo que hoy es innegable: hay un daño severo al medio ambiente por las acciones del hombre y uno de sus múltiples efectos es que países como el nuestro ya no pueden tener el acceso barato a recursos naturales como los que usaron -y malgastaron- los países hoy desarrollados. Lo peor es que nadie sabe aún si, como conjunto, los miembros del sistema internacional van a tener la voluntad, la honestidad y la eficacia para detener y revertir el daño. Lo que sí se sabe es que tiene que surgir un nuevo equilibrio entre las acciones de más de 6 mil millones de habitantes del planeta y las reacciones de la naturaleza. Ese equilibrio puede llegar por las buenas o por las malas, pero en cualquier caso va a modificar el tipo de futuro que imaginamos como país y como parte de la comunidad global.
El proyecto original
En el Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España (1811), Alejandro de Humboldt encontró razones para que los criollos mexicanos vieran con optimismo el porvenir. Un decenio más tarde, en 1821, cuando México se asumió como un nuevo país, el discurso de la época mostró que, no obstante la destrucción y encono provocados por la guerra civil, el optimismo había renacido. Los mapas y los datos cuantitativos parecían asegurar que las dimensiones y recursos naturales del Imperio Mexicano le garantizaban un lugar privilegiado entre las grandes naciones del orbe (véase a Javier Ocampo López, Las ideas de un día: el pueblo mexicano ante la consumación de
su independencia, México, 1969). Sin embargo, esa euforia duró lo que un suspiro. El mal funcionamiento de las nuevas instituciones políticas, la dificultad en reactivar la minería, las abismales divisiones sociales y el conflicto entre las élites desembocaron en medio siglo de guerra civil, depresión económica, acentuación de localismos, invasiones y pérdidas de territorio y buen ánimo.
Sólo hasta el final del siglo XIX, cuando los gobiernos de Benito Juárez y Porfirio Díaz reintrodujeron a sangre y fuego la estabilidad, las clases dirigentes volvieron a levantar la mirada. Para entonces la posición relativa de México en el contexto internacional había cambiado. No sólo se había perdido la mitad del territorio sino que el vecino del norte había crecido mucho y se proyectaba ya como potencia. En contraste, México ya no podía aspirar a ser un gran actor internacional sino apenas un protagonista de significación local en asuntos de América Central y el Caribe. El
horizonte se había achicado, pero los ferrocarriles, las minas, las fábricas, las grandes empresas agrícolas y las fiestas del Centenario (1910) hicieron recuperar algo de ambición a dirigentes y a la incipiente clase media.
La Revolución Mexicana casi barrió a la oligarquía porfirista. Por un tiempo la dureza de la lucha, la falta generalizada de orden y seguridad más la emergencia al primer plano del "México profundo", hicieron que más de uno sospechara que el futuro del país sería sólo una extensión de su caótico presente. Los reportes de los diplomáticos extranjeros de la época subrayan el retorno al "salvajismo prehispánico", el temor a que la reforma agraria acabara con la propiedad privada y que incluso el idioma español se perdiera aplastado por las lenguas y visiones del mundo pasado.
En medio del caos revolucionario, emergieron una nueva clase política y proyecto. José Vasconcelos o Diego Rivera fueron representativos de la nueva visión y propósito: el dar forma a un México reconciliado con sus raíces indígenas, educado, constructor de un entramado institucional orientado a la justicia social y con aportaciones a la cultura universal. Esta vez la idea de futuro tocó a las masas.
El México que siguió a las reformas cardenistas y a la Segunda Guerra Mundial abandonó los elementos utópicos del nacionalismo revolucionario. Sin embargo, para la nueva clase dirigente para la cada vez más visible burguesía nacional, para la clase media e incluso para una parte de las clases populares, el futuro lucía promisorio: con la estabilidad política México se urbanizaría e industrializaría y por la vía de la sustitución de importaciones llegaría a ser un país desarrollado. Para los 1960 se hablaba ya del "milagro mexicano", ése que había llevado a un crecimiento promedio anual del 6 por ciento.
El 68 y la guerra sucia, la tensión entre las élites y las devaluaciones y crisis económicas de 1976 y 1982, hicieron que el "milagro mexicano" se desvaneciera. Sin embargo, la conversión de México al neoliberalismo y la globalización y la firma del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN) en 1993, revivieron en muchos la vieja esperanza. Se quiso suponer que así como España había superado el subdesarrollo al ser absorbida por la Europa unificada, México también lo haría con el TLCAN. Sin embargo, el tiempo pasó, la economía no creció y el gran salto al "Primer Mundo" no se concretó.
El cambio en la naturaleza del tiempo histórico
En tres años los mexicanos habremos de conmemorar dos siglos de haber iniciado el esfuerzo colectivo por la soberanía y la modernidad. En ese periodo, ciertos países que originalmente eran marginales se colocaron en el centro de la modernización -Estados Unidos es el caso más notable- pero no México. Y es aquí donde el futuro de los que se retrasaron se topa con una situación imprevista: resulta que por el cambio de las circunstancias ya no podremos transformarnos como lo hicieron esos países que son nuestros modelos: Estados Unidos y Canadá, Europa y Australia y partes de Asia. Y es que hoy el planeta ya no da para ese tipo de progreso.
En una obra de grandes generalizaciones e ideas titulada Collapse. How Societies Choose to Fail or Succeed (2005), Jared Diamond, un profesor de geografía de la Universidad de California, mediante la combinación de historia, geopolítica y el estudio de los sistemas ecológicos, ha presentado suficiente evidencia como para sostener, entre otras tesis, que hoy ya no es posible ni deseable que el Tercer Mundo pueda acceder a las formas de consumo y de vida del Primer Mundo. El camino que Estados Unidos y el resto de los países centrales siguieron para alcanzar su actual situación privilegiada tuvo un costo ecológico altísimo y hoy es irrepetible.
Para Diamond, el discurso de Naciones Unidas, del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional en relación a las posibilidades del mundo hoy subdesarrollado, es falso. El planeta simplemente no está ya en condiciones de soportar el costo que significaría que los pobres de la tierra llegasen a tener un consumo similar al de Estados Unidos o al de la Unión Europea. Es más, tanto norteamericanos como europeos van a tener que enfrentar los límites de su propio modelo de desarrollo, pues de seguir invariables sus formas de vida, en menos de medio siglo los recursos para sostenerlas -petróleo, bosques, agua, alimentos, etcétera- se habrán agotado. La
atmósfera y el agua estarán contaminadas en extremo, un gran número de especies de plantas y animales habrán desaparecido, la desertificación se habrá extendido, el clima habrá cambiado y el nivel de los mares se tragará parte de las actuales zonas costeras.
En suma
México, como el resto de la humanidad, tiene que repensar radicalmente su futuro. El modelo histórico de desarrollo al que por siglos aspiramos, ya no es repetible. Hay que discutir con seriedad y ética nuestras posibilidades reales pues hace tiempo que el abuso de los recursos naturales, la explosión demográfica, la deforestación, la erosión y la contaminación vaciaron esos "Cuernos de la Abundancia" que se suponía eran México y el planeta. No hay hoy reto político más importante que repensar el futuro en función de los recursos disponibles y determinar la forma más eficiente de usarlos y regenerarlos en función de algo más que el mercado: de la justicia y la viabilidad colectivas.
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