Florence Toussaint
Viejas prácticas que parecían haberse desarraigado del periodismo nacional han vuelto a manifestarse desde el 2 de julio de 2006: control político de las emisiones a cambio de publicidad pagada y censura previa de spots, programas y manifestaciones públicas de la oposición. Como en los mejores tiempos del PRI, un organismo creado por ese instituto para proteger la imagen de la Presidencia, Cepropie, hoy se ocupa de sacar del aire aquello que es inconveniente a los ojos del panismo.
Dos ejemplos recientes: un supuesto “error técnico” eliminó las palabras de Ruth Zavaleta en el Congreso el día 1 de septiembre. Una maniobra tan burda le costó la dirección al funcionario, quien sirvió de chivo expiatorio ante los reclamos del PRD y de un sector ciudadano. En este caso, la existencia del Canal del Congreso facilitó la denuncia, puesto que su señal difundió íntegro el acto. Fueron las televisoras privadas, las de alcance masivo, las reproductoras de la señal censurada. De ese modo quisieron asegurar que la mayoría de la población no se enterara de la salida de una fracción de legisladores y de la presidenta de la Cámara ni de las razones para ello.
El segundo ejemplo ocurrió el 15 de septiembre. En este caso ninguna pantalla difundió lo realmente acontecido en el Zócalo capitalino. Ello se debió a que Cepropie nuevamente tuvo el monopolio de la imagen dentro de Palacio Nacional y fuera, durante la ceremonia del Grito. Se eliminaron así las protestas de muchos ciudadanos y la rechifla a Felipe Calderón. Todas las televisoras ofrecieron ese material, ninguna la ceremonia encabezada por Rosario Ibarra de Piedra. Tampoco las pancartas con la efigie de Andrés Manuel López Obrador ni la enorme manta en que se leía su nombre seguido de la leyenda “presidente legítimo” que fue desplegada de frente a Palacio Nacional. La toma del Zócalo ocurrió cuando ya el EMP había cubierto la manta con una bandera tricolor.
Y por supuesto, ni para dar la nota, se le ocurrió a alguna televisora cubrir lo que acontecía en un pueblito de la sierra de Oaxaca, San José Tenango. Ahí Andrés Manuel López Obrador habló de ese otro México, compuesto por marginados, migrantes, campesinos, indígenas y obreros. De ese país olvidado por los ricos, silenciado por los poderosos del gobierno y de los medios televisivos privados. De esos rostros que nunca aparecen en las pantallas glamorosas.
Ningún camarógrafo enfocó su lente en las vallas metálicas que dividieron a los asistentes al Zócalo, en los militares que custodiaron las zonas de acceso a palacio, en los cordones de seguridad. Desde la tarde enormes bocinas, montadas en grúas apabullaron los oídos de la escasa concurrencia. Música de banda y mariachi opacaron las vivas de quienes se reunieron en el Zócalo para asistir al “grito de los libres”. Nada de esto se vio en las pantallas televisivas.
Ni un atisbo de lo que sucedía en el Palacio del Ayuntamiento. El jefe de gobierno encabezó un acto en conmemoración del levantamiento y posterior represión de los miembros del Cabildo de 1808, y la restauración de la celebración de la Independencia. Y luego se abrieron las puertas del edificio para que entrara la gente: Hubo antojitos, aguas de horchata y jamaica, así como música popular a cargo de grupos y cantantes.
Televisa y Azteca, fieles a su estilo, transmitieron los gritos oficiales en algunos lugares de la República, a donde habían destacado enviados. En el estudio central, los conductores, todos disfrazados de mexicanos al grito de guerra, lucieron como siempre, además del modelito hechizo de paliacates, de bordados oaxaqueños y de traje de charro, su proverbial ignorancia, los guiones mal aprendidos, su incapacidad para improvisar y su chabacanería.
Si no hubiese sido por las crónicas en La Jornada del día siguiente, ni nos enteramos de que también en el patio de Palacio Nacional hubo invitados de primera y de segunda, vallas de terciopelo y espacios restringidos. Ni de lo sucedido en un Zócalo casi militarizado, con divisiones evidentes, ni de que aún no se disipa la inconformidad por las desaseadas elecciones de 2006. El agravio sigue presente, aunque las televisoras quieran borrarlo.
Viejas prácticas que parecían haberse desarraigado del periodismo nacional han vuelto a manifestarse desde el 2 de julio de 2006: control político de las emisiones a cambio de publicidad pagada y censura previa de spots, programas y manifestaciones públicas de la oposición. Como en los mejores tiempos del PRI, un organismo creado por ese instituto para proteger la imagen de la Presidencia, Cepropie, hoy se ocupa de sacar del aire aquello que es inconveniente a los ojos del panismo.
Dos ejemplos recientes: un supuesto “error técnico” eliminó las palabras de Ruth Zavaleta en el Congreso el día 1 de septiembre. Una maniobra tan burda le costó la dirección al funcionario, quien sirvió de chivo expiatorio ante los reclamos del PRD y de un sector ciudadano. En este caso, la existencia del Canal del Congreso facilitó la denuncia, puesto que su señal difundió íntegro el acto. Fueron las televisoras privadas, las de alcance masivo, las reproductoras de la señal censurada. De ese modo quisieron asegurar que la mayoría de la población no se enterara de la salida de una fracción de legisladores y de la presidenta de la Cámara ni de las razones para ello.
El segundo ejemplo ocurrió el 15 de septiembre. En este caso ninguna pantalla difundió lo realmente acontecido en el Zócalo capitalino. Ello se debió a que Cepropie nuevamente tuvo el monopolio de la imagen dentro de Palacio Nacional y fuera, durante la ceremonia del Grito. Se eliminaron así las protestas de muchos ciudadanos y la rechifla a Felipe Calderón. Todas las televisoras ofrecieron ese material, ninguna la ceremonia encabezada por Rosario Ibarra de Piedra. Tampoco las pancartas con la efigie de Andrés Manuel López Obrador ni la enorme manta en que se leía su nombre seguido de la leyenda “presidente legítimo” que fue desplegada de frente a Palacio Nacional. La toma del Zócalo ocurrió cuando ya el EMP había cubierto la manta con una bandera tricolor.
Y por supuesto, ni para dar la nota, se le ocurrió a alguna televisora cubrir lo que acontecía en un pueblito de la sierra de Oaxaca, San José Tenango. Ahí Andrés Manuel López Obrador habló de ese otro México, compuesto por marginados, migrantes, campesinos, indígenas y obreros. De ese país olvidado por los ricos, silenciado por los poderosos del gobierno y de los medios televisivos privados. De esos rostros que nunca aparecen en las pantallas glamorosas.
Ningún camarógrafo enfocó su lente en las vallas metálicas que dividieron a los asistentes al Zócalo, en los militares que custodiaron las zonas de acceso a palacio, en los cordones de seguridad. Desde la tarde enormes bocinas, montadas en grúas apabullaron los oídos de la escasa concurrencia. Música de banda y mariachi opacaron las vivas de quienes se reunieron en el Zócalo para asistir al “grito de los libres”. Nada de esto se vio en las pantallas televisivas.
Ni un atisbo de lo que sucedía en el Palacio del Ayuntamiento. El jefe de gobierno encabezó un acto en conmemoración del levantamiento y posterior represión de los miembros del Cabildo de 1808, y la restauración de la celebración de la Independencia. Y luego se abrieron las puertas del edificio para que entrara la gente: Hubo antojitos, aguas de horchata y jamaica, así como música popular a cargo de grupos y cantantes.
Televisa y Azteca, fieles a su estilo, transmitieron los gritos oficiales en algunos lugares de la República, a donde habían destacado enviados. En el estudio central, los conductores, todos disfrazados de mexicanos al grito de guerra, lucieron como siempre, además del modelito hechizo de paliacates, de bordados oaxaqueños y de traje de charro, su proverbial ignorancia, los guiones mal aprendidos, su incapacidad para improvisar y su chabacanería.
Si no hubiese sido por las crónicas en La Jornada del día siguiente, ni nos enteramos de que también en el patio de Palacio Nacional hubo invitados de primera y de segunda, vallas de terciopelo y espacios restringidos. Ni de lo sucedido en un Zócalo casi militarizado, con divisiones evidentes, ni de que aún no se disipa la inconformidad por las desaseadas elecciones de 2006. El agravio sigue presente, aunque las televisoras quieran borrarlo.
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