Porfirio Muñoz Ledo
Cuando convocamos a los intelectuales mexicanos para sumarse al debate sobre un proyecto alternativo de nación, colocamos en el primer plano la instauración del estado de derecho como puerto de arribo de la transición democrática. Dijimos entonces que, sobre el fundamento del sufragio efectivo, era indispensable implantar la legalidad efectiva y que, a diferencia del antiguo régimen, en que la ley era el instrumento justificativo de los actos de autoridad, en el nuevo debería servir para proteger a la sociedad contra los abusos de los gobernantes.
Nuestra historia política está señalada por el culto a los símbolos a despecho de las sustancias; por la primacía del formalismo, en que el laberinto de los expedientes conduce frecuentemente a la denegación de los derechos. El cuidado reverencial de los procedimientos apenas disfrazaba el carácter vertical e inapelable de las decisiones. Una legitimidad de opereta o “democracia de fachada”, como la llamó César Cansino en recordado ensayo.
Por ello, las transiciones sólo culminan cuando generan un nuevo orden constitucional —pactado entre los actores del cambio— que contiene tanto los consensos básicos sobre el rumbo del país como el andamiaje normativo que todos están dispuestos a acatar. Nuestras tragedias contemporáneas residen en la negativa a emprender una reforma en profundidad de las instituciones públicas y en el flagrante desacato a la legislación electoral cometido por el primer Presidente surgido de la alternancia.
Si la mayor parte de la población considera que el origen del Ejecutivo es ilegítimo, resulta absurdo afirmar que estamos instalados en la normalidad democrática. Ante la negativa al recuento de los votos y la condonación jurisdiccional de las violaciones incurridas durante el proceso electoral, muchos pensamos que la solución patriótica hubiese sido la anulación de los comicios y la erección de un gobierno interino que, según el mandato del artículo 85 constitucional, hubiese sido investido por una mayoría parlamentaria.
México demandaba —y creo que sigue requiriendo— la creación de un espacio de neutralidad, desde el cual se restablezca la legalidad perdida y se alcancen los acuerdos fundamentales para reencauzar la transformación democrática. El debilitamiento alarmante del Estado frente a los poderes fácticos, el señorío insultante de la impunidad y la exhibición impúdica de los intereses mercantiles tras la toma de decisiones contrarias al interés nacional exigen una reacción enérgica de la ciudadanía tanto como la restauración del orden republicano.
De ahí que la cuestión del petróleo se haya convertido en una suerte de bisagra histórica. Porque desenmascara un proyecto de supeditación —tal vez irreversible— a la estrategia de los consumidores foráneos, porque entroniza los intereses particulares sobre las atribuciones expresas del Estado y porque profundiza un modelo económico sustentado en la desigualdad y en la concentración del ingreso.
Sobre todo, porque la iniciativa finalmente develada entraña violaciones palmarias al espíritu y la letra de la Constitución. Se pretende, por la vía de reformas a la ley secundaria, interpretar el alcance de disposiciones de la ley suprema, cuya contundencia y claridad no suscitan duda alguna ni ofrecen márgenes para su aplicación discrecional. Todos los análisis publicados sobre el texto conducen a idéntica conclusión: se trata de un “atraco” jurídico. En cambio, ningún vocero del gobierno se ha atrevido a explicar su fundamento constitucional.
Argumentar la “flexibilidad” de que deben disfrutar las empresas “modernas”, para justificar la ruptura de un pacto esencial entre los mexicanos —como lo ha hecho el director de Pemex— resulta una frivolidad temeraria. Rasgarse las vestiduras por la interrupción de las sesiones parlamentarias y el surgimiento de una resistencia civil pacífica y organizada es sólo una inversión mediática de la cuestión de fondo: ¿de qué lado se encuentra la legalidad? ¿De quienes defienden la Constitución o de quienes la violentan?
En este escenario trastocado cabe preguntarse ¿qué ocurriría si la mayoría de los legisladores decidieran aprobar leyes inconstitucionales en asuntos de semejante trascendencia? ¿Qué consecuencias tendría un fallo de la Suprema Corte que —en complicidad recurrente con el Ejecutivo— denegara una acción fundada? ¿No nos encontraríamos acaso en una inadmisible ruptura del orden constitucional?
Pugnamos por un debate público, plural y exhaustivo como el mejor medio para recuperar el hilo extraviado de la legalidad, de incluir a los ciudadanos en decisiones que vitalmente les conciernen —tal como lo hacen las democracias avanzadas— y de colocar a los poderes públicos frente a su responsabilidad jurídica y moral. De reconstruir la polis a partir de la sociedad.
La solución final sería el referéndum, precedido de una genuina reforma mediática que asegurara su imparcialidad y de un Tribunal Constitucional que lo calificara. Tres asignaturas mayores de la reforma del Estado recién rechazadas por los poderes dominantes. Esta es quizá la última llamada para procesarlas.
Cuando convocamos a los intelectuales mexicanos para sumarse al debate sobre un proyecto alternativo de nación, colocamos en el primer plano la instauración del estado de derecho como puerto de arribo de la transición democrática. Dijimos entonces que, sobre el fundamento del sufragio efectivo, era indispensable implantar la legalidad efectiva y que, a diferencia del antiguo régimen, en que la ley era el instrumento justificativo de los actos de autoridad, en el nuevo debería servir para proteger a la sociedad contra los abusos de los gobernantes.
Nuestra historia política está señalada por el culto a los símbolos a despecho de las sustancias; por la primacía del formalismo, en que el laberinto de los expedientes conduce frecuentemente a la denegación de los derechos. El cuidado reverencial de los procedimientos apenas disfrazaba el carácter vertical e inapelable de las decisiones. Una legitimidad de opereta o “democracia de fachada”, como la llamó César Cansino en recordado ensayo.
Por ello, las transiciones sólo culminan cuando generan un nuevo orden constitucional —pactado entre los actores del cambio— que contiene tanto los consensos básicos sobre el rumbo del país como el andamiaje normativo que todos están dispuestos a acatar. Nuestras tragedias contemporáneas residen en la negativa a emprender una reforma en profundidad de las instituciones públicas y en el flagrante desacato a la legislación electoral cometido por el primer Presidente surgido de la alternancia.
Si la mayor parte de la población considera que el origen del Ejecutivo es ilegítimo, resulta absurdo afirmar que estamos instalados en la normalidad democrática. Ante la negativa al recuento de los votos y la condonación jurisdiccional de las violaciones incurridas durante el proceso electoral, muchos pensamos que la solución patriótica hubiese sido la anulación de los comicios y la erección de un gobierno interino que, según el mandato del artículo 85 constitucional, hubiese sido investido por una mayoría parlamentaria.
México demandaba —y creo que sigue requiriendo— la creación de un espacio de neutralidad, desde el cual se restablezca la legalidad perdida y se alcancen los acuerdos fundamentales para reencauzar la transformación democrática. El debilitamiento alarmante del Estado frente a los poderes fácticos, el señorío insultante de la impunidad y la exhibición impúdica de los intereses mercantiles tras la toma de decisiones contrarias al interés nacional exigen una reacción enérgica de la ciudadanía tanto como la restauración del orden republicano.
De ahí que la cuestión del petróleo se haya convertido en una suerte de bisagra histórica. Porque desenmascara un proyecto de supeditación —tal vez irreversible— a la estrategia de los consumidores foráneos, porque entroniza los intereses particulares sobre las atribuciones expresas del Estado y porque profundiza un modelo económico sustentado en la desigualdad y en la concentración del ingreso.
Sobre todo, porque la iniciativa finalmente develada entraña violaciones palmarias al espíritu y la letra de la Constitución. Se pretende, por la vía de reformas a la ley secundaria, interpretar el alcance de disposiciones de la ley suprema, cuya contundencia y claridad no suscitan duda alguna ni ofrecen márgenes para su aplicación discrecional. Todos los análisis publicados sobre el texto conducen a idéntica conclusión: se trata de un “atraco” jurídico. En cambio, ningún vocero del gobierno se ha atrevido a explicar su fundamento constitucional.
Argumentar la “flexibilidad” de que deben disfrutar las empresas “modernas”, para justificar la ruptura de un pacto esencial entre los mexicanos —como lo ha hecho el director de Pemex— resulta una frivolidad temeraria. Rasgarse las vestiduras por la interrupción de las sesiones parlamentarias y el surgimiento de una resistencia civil pacífica y organizada es sólo una inversión mediática de la cuestión de fondo: ¿de qué lado se encuentra la legalidad? ¿De quienes defienden la Constitución o de quienes la violentan?
En este escenario trastocado cabe preguntarse ¿qué ocurriría si la mayoría de los legisladores decidieran aprobar leyes inconstitucionales en asuntos de semejante trascendencia? ¿Qué consecuencias tendría un fallo de la Suprema Corte que —en complicidad recurrente con el Ejecutivo— denegara una acción fundada? ¿No nos encontraríamos acaso en una inadmisible ruptura del orden constitucional?
Pugnamos por un debate público, plural y exhaustivo como el mejor medio para recuperar el hilo extraviado de la legalidad, de incluir a los ciudadanos en decisiones que vitalmente les conciernen —tal como lo hacen las democracias avanzadas— y de colocar a los poderes públicos frente a su responsabilidad jurídica y moral. De reconstruir la polis a partir de la sociedad.
La solución final sería el referéndum, precedido de una genuina reforma mediática que asegurara su imparcialidad y de un Tribunal Constitucional que lo calificara. Tres asignaturas mayores de la reforma del Estado recién rechazadas por los poderes dominantes. Esta es quizá la última llamada para procesarlas.
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