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03 agosto 2007

Calderón, la anti-política

Durante las campañas por la Presidencia de la República, el panista Felipe Calderón se autoerigía como el candidato de la política, de la conciliación, los acuerdos, la negociación, la tolerancia. Más allá de la fatuidad y la soberbia en decirlo, resultaba difícil contradecirlo, dada su experiencia como parlamentario –dos veces diputado; una, asambleísta--, su presencia ascendente en la dirigencia de su partido, al que presidió, y su reconocida trayectoria, desde su juventud, en la política partidista del país.

Todavía el 1° de diciembre del año pasado, después de su atropellada toma de protesta como presidente en el Palacio Legislativo de San Lázaro, en su primer discurso como tal, en el Auditorio Nacional, hizo una extensa apología de la democracia; se comprometió a “poner por encima de nuestras diferencia políticas el interés supremo de la nación”; asumió como responsabilidad personal el resolver los distanciamientos entre las fuerzas políticas y “reunificar a México”… Todo ello porque, dijo entonces, “los conflictos entre políticos sólo dañan a la gente y, sobre todo, a los que menos tienen”, y porque “la política es obligación de entendernos para resolver los problemas de México”.

En aras de congraciarse con el PRI para sacar adelante una reforma fiscal que cada vez es más rechazada por todo mundo, Calderón ha debido hacer gala de eso que presumía como dotes políticas y capacidad de negociación.

Dos ejemplos: ha tenido que “tragar camote”, como se dice en el lenguaje popular, en el caso del gobernador poblano Mario Marín, sobre quien exigía –cuando candidato-- juicio político y aun su renuncia, por la vergonzosa conducta de aquél en el caso de Lydia Cacho y su relación con Kamel Nacif en presuntos actos de pederastia. Hoy ambos personajes se pueden ver juntos, sonrientes, en actos públicos, lo mismo en Puebla que en el Distrito Federal.

Otra: en el caso del Ulises Ruiz, el gobernador de Oaxaca, Calderón ha sido, por decir lo menos, omiso y laxo ante los atropellos cometidos por el priista. Otra vez, en aras de congraciarse con el PRI, ha desdibujado la encomienda presidencial de “gobernar para todos”, y hecho a un lado el compromiso asumido como propio de acabar con la impunidad.

Una lastimosa manera de hacer política la del presidente.

Pero donde sí ha abdicado de las dotes que él mismo se atribuía –otra vez: tolerancia, capacidad de negociación, apuesta a la conciliación y a la solución de las diferencia políticas--, es en el caso del pleito que se traía con Marcelo Ebrard por el asunto de la deuda del gobierno capitalino.

Politizó tanto un asunto técnico que, al final, terminó perdiendo, y acabó por mostrarse como un hombre que gobierna con el hígado. Todo por forzar al jefe del gobierno capitalino a que lo reconozca como presidente. No logró la ansiada foto y sí tuvo que autorizar el refinanciamiento de la deuda capitalina.

Pero antes de hacerlo, actuó como en campaña: denostando a la oposición política, agrediendo, acusando sin razón, abusando de los reflectores que le dan su investidura.

El martes a las 24:00 horas concluía el plazo para que se diera la autorización y las instituciones financieras nacionales e internacionales no retiraran sus ofertas crediticias para refinanciar la deuda del GDF. El lunes, pasado el mediodía, aprovechando la conferencia de prensa conjunta con el mandatario argentino, Néstor Kirchner, Calderón ofendió la inteligencia de los mexicanos.

Como si no hubieran transcurrido los casi dos meses en que el gobierno capitalino informaba, mandaba oficios y exigía respuestas a la Secretaría de Hacienda, dijo campechanamente:

“Sé que el Distrito Federal ha solicitado la intervención de mi gobierno para resolver” el problema de la deuda capitalina.

Y como en los tiempos de la guerra sucia contra Andrés Manuel López Obrador, criticó el manejo de las finanzas públicas capitalinas, en particular el de la deuda local: que el crecimiento de los pasivos del Distrito Federal “ha sido muy notable”; que si no se resuelve el problema, la ciudad perdería viabilidad y capacidad de maniobra y de gobierno. Y que por eso le iba a hacer el favor al gobierno capitalino; que dio instrucciones al secretario Agustín Carstens de analizar con el GDF las alternativas para atender el débito local...

Eso fue después de las 13:00 horas. Pasadas las siete de la noche, la Secretaría de Hacienda emitía un comunicado en el que hacía suyos los conceptos de Calderón y, justo en el mismo tono empleado en la campaña, criticaba el manejo de la deuda capitalina: es enorme el endeudamiento y compromete la viabilidad de las finanzas públicas; que la situación es tan grave “que ha hipotecado el futuro de la entidad”; que el gobierno de la ciudad por sí solo no puede administrar la situación explosiva de los pasivos.

Calderón sabe que nada de eso es cierto. Pero se esperó hasta las ocho de la noche del día siguiente –es decir, cuatro horas antes de que concluyera el plazo-- para dar su autorización.

Muy a su pesar, pues no obtuvo ni el reconocimiento del gobierno capitalino, ni la foto con Ebrard. Pero no hacerlo, era hacerse el harakiri, pues el débito capitalino es parte de la deuda soberana del gobierno federal y en su mayor parte está contratada con Banobras, un banco del gobierno.

Además, en el documento final que firmaron Hacienda y la Secretaría de Finanzas del gobierno local, se reconoce que el refinanciamiento de la deuda capitalina “ayudará a mejorar el perfil de la misma, al extender su plazo y mejorar su tasa de interés, lo cual el GDF ha estimado que podría traducirse en ahorros de mil 500 millones de pesos y una extensión del plazo promedio a 30 años”.

Calderón, pues, perdió.

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