24 de Abril de 2007
ÍNDICE POLÍTICO, FRANCISCO RODRÍGUEZ
"Es absolutamente cierto que los eclesiásticos de cualquier religión que sean –gentiles, judíos, cristianos, mahometanos--, son más celosos de su autoridad que de la justicia y la verdad, y se hallan todos animados por el mismo espíritu de persecución."
Spinoza
NOS URGE EN México un estadista. Necesitamos cuando menos un político, uno solo, que vaya más allá de sus filias y fobias personales, que trascienda los dictados de su partido político y que piense y actúe más en consecuencia del bienestar del Estado a largo plazo y no sólo de su administración acotada en lo sexenal.
Benito Juárez ha sido en México quizá el único, pero ciertamente el último de los estadistas. Nadie más desde y a partir de él.
Lo hemos visto y padecido. Hoy mismo, el señor Felipe Calderón rehúsa asumirse cual estadista y emplea a su señora esposa para fijar su posición personal, familiar, de creencia religiosa y de partido en relación al controversial tema de la despenalización del aborto, luego de que el Pontífice católico interviniera directamente en este proceso político-legislativo, tirando "línea" a sus menguadas huestes.
Siendo católico, Juárez sacó adelante las Leyes de Reforma que desamortizaron enormes extensiones de tierra y todo tipo de riquezas materiales, de las especuladoras manos de la Iglesia.
Pensó en el país. Mantuvo su fe.
Otro ejemplo reciente, que recobra vigor, es el de Valery Giscard D’Estaing, quien fuera Jefe de Estado –y estadista, claro—de Francia, de 1974 a 1981, quien recrea en sus memorias (El Poder y la Vida), sus palabras y acciones en una situación semejante:
"Yo soy católico —le dije a Juan Pablo II— pero también soy presidente de una República cuyo Estado es laico. No tengo por qué imponer mis convicciones personales a mis conciudadanos, sino que debo procurar que la ley responda al estado real de la sociedad francesa para que sea respetada y pueda ser aplicada. Juzgo legítimo que la Iglesia pida a los que practican su fe que respeten ciertas prohibiciones, pero no corresponde a la ley civil imponerlas con sanciones penales al conjunto del cuerpo social."
¡Vive la différence! Aquí no ha sido Felipe Calderón quien ha salido al paso de Benedicto XVI exigiendo respeto al Estado mexicano, sino ha sido su esposa, doña Margarita Zavala, quien ha salido a la palestra a convalidar los dictados dogmáticos del Estado vaticano.
Autre fois: ¡Vive la différence!
Y es que aún para quienes practicamos el catolicismo, la intervención papal en asuntos políticos internos es inadmisible. Contraviene la añeja sentencia bíblica de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Y eso sólo para empezar.
Porque siendo la sede apostólica un Estado reconocido por México, estaríamos hablando entonces de la intromisión de un gobierno en asuntos que sólo compete a los mexicanos dirimir.
Para defender esta posición, empero, los mexicanos requerimos de un estadista.
Y no hay.
Antes que asumirse como tal, el señor Calderón envía a su esposa para que sea ella quien dé la cara.
Y mal.
¡Un estadista, por el amor de Dios!
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