Mireya García Hernández
Al nacer, el individuo entra a formar parte de una familia más o menos estructurada. Sus padres son jóvenes o maduros, sanos o enfermos, de situación económica desahogada o estrecha; tiene muchos o pocos amigos. La mutua interacción de dos fuerzas –dotación genética y ambiente- modela la personalidad del niño, sin olvidar que éste contribuye también a modificar el ambiente: un niño sonriente y extrovertido atraerá a los miembros de su familia, mientras que el retraído los ahuyentará.
La tarea principal de los padres es ayudar al niño a desarrollarse plenamente. Pero su cometido no termina allí, ya que, una vez desarrollado el hijo, surge la pregunta: ¿qué va a ser en la vida? O mejor, ¿qué va a ser con su vida? Algunos padres se imaginan al hijo convertido en hábil abogado médico certero en sus diagnósticos o comerciante astuto, dueño de una gran fortuna o artista cuya fama haga brillar al apellido paterno.
Proceder así equivale a imponer al niño un género de actividades que atropella su derecho a la propia determinación, prescindiendo de sus cualidades. La misión del hijo no consiste en realizar el ideal de sus padres, ni su destino es plegarse a los deseos paternos, por excelentes que éstos sean. Pero los padres de familia tampoco deben abandonar al niño a la aventura ni dejar de proponerse una meta concreta respecto a su educación. El escultor no cincela el bloque de piedra en cualquier sentido ni con cualquier surgirá de allí; el viajero no emprende la jornada ignorante de su destino ni el escritor anota cualesquiera palabras, y encomienda la suerte el sentido de las frases. Es preciso señalarse una meta en la educación de los hijos que respete, por una parte, las potencialidades del niño y, por la otra, lo ayude a realizar su destino personal.
La madurez integral
Meta de la educación
¿Cuál debe ser la meta de los esfuerzos de los padres?: ayudar al niño a madurar en cada etapa de la vida. Durante la primera infancia debe aprender a caminar, a tomar alimento sólido a hablar, a controlar las funciones biológicas y a conocer las diferencias entre los sexos, a adquirir la modestia, a formar conceptos sencillos de la realidad material y social, a relacionarse con sus padres, hermanos y otras personas y, por último, a distinguir entre el bien y el mal.
En la niñez, además de los logros enumerados, el individuo debe adquirir actitudes sanas sobre sí mismo, desarrollar tristeza física, aprender a congeniar con sus compañeros, desempeñando el papel masculino o femenino apropiadamente, valerse por sí mismo, y lograr cierta independencia personal; aprender a leer, escribir y contar; desarrollar las habilidades requeridas en la vida ordinaria para cruzar las calles, orientarse en su entorno físico, usar el transporte público, hacer compras, etcétera, y, finalmente, formar su conciencia moral. Durante la adolescencia, deberá hacer uso adecuado de la libertad; lograr relaciones maduras con los compañeros de la misma edad y de ambos sexos; labrarse un papel social masculino o femenino; reconocer sus cualidades y compensar sus limitaciones; ser tolerante; independizarse emocionalmente de los padres; elegir una ocupación y prepararse para ella; conocer sus derechos y obligaciones cívicos y ejercerlos; prepararse para fundar su propio hogar y formarse una sana jerarquía de valores, para después adquirir la madurez integral propia del adulto.
Madurez y adaptación
La madurez integral puede también describirse en términos de la buena adaptación. La persona madura, física, mental, emocional y socialmente, está bien adaptada. Así la meta de la educación sería lograr que el niño esté bien adaptado en cada etapa de la vida. Cuando el niño come, duerme bien, ríe fácilmente, tiene amigos y se lleva bien con ellos y, sobre todo, se siente amado y aceptado por sus padres, está bien adaptado. En cambio, el niño de seis años que no se despega de su mamá, se muestra triste o constantemente asustado o bien, desobedece y pelea con frecuencia, no está bien adaptado.
Tampoco está bien adaptada la adolescente de 14 años que huye de los muchachos y se avergüenza de ser mujer; ni el adulto que, ante cualquier dificultad, se refugia con sus padres como un niño medroso, o ahoga sus problemas en el alcohol, las drogas o el juego.
No ha de pensarse que la adaptación es conquista perdurable; es un proceso continuo como la vida, y exige al individuo la modificación constante de sus pautas de conducta. Se madura en cada etapa de la vida, y las crisis superadas consolidan la madurez obtenida.
Existen dos tipos de adaptación: la ética, que deja intacta la estructura del carácter y la dinámica, propia del niño que se somete a las órdenes de un padre severo, y se vuelve dócil al reprimir la hostilidad que siente contra aquél, pues resultaría peligroso expresarla públicamente.
La adaptación es, además, un territorio relativo. ¿Adaptación a qué? No es posible describirla sin introducir otro término del cual depende. Decimos de una persona que está bien adaptada cuando encaja bien en su ambiente y logra, al mismo tiempo, un estado permanente de bienestar. Acepta las exigencias y limitaciones del medio, pero está alerta para modificarlas, de modo que resulten satisfactorias. La adaptación, pues, supone una constante interacción entre el individuo y el ambiente; cada uno exige algo del otro.
Algunas veces el individuo se adapta, al plegarse a las condiciones definitivas e inmutables del ambiente, la muerte de un ser querido, por ejemplo –y las otras, modifica las circunstancias para conseguir la satisfacción de laguna necesidad: buscar mayor proyección en el trabajo o cambiar de ocupación para realizarse de manera más plena.
De lo dicho anteriormente se desprende que la adaptación nunca constituye un proceso de un solo sentido, como si el individuo tuviese siempre que ceder. En muchas ocasiones habrá que modificar el ambiente o encontrar otro más propicio para el bienestar.
Tampoco debe pensar que la madurez o adaptación equivalen siempre a un estado de felicidad interrumpida. La vida humana está tejida de alegrías y tristezas, de fracasos y triunfos, de excitación y monotonía. Por eso, la buena adaptación acepta la contrariedad y la tristeza, y desarrolla ingeniosamente formas para compensarlas. El individuo bien adaptado es aquel que se arregla con su ambiente social y material, aceptando ciertas frustraciones inevitables, o modificando las condiciones de manera que logra una transacción satisfactoria.
La vida de todo ser humano exige cambio. El niño tiene que abandonar el alimento materno y tomar el biberón para luego aprender a ingerir alimentos sólidos. Si de bebe era centro único de atención en el hogar, pasa ahora a ocupar un lugar compartido a veces no muy equitativamente con sus hermanos; si antes dedicaba días enteros al juego ahora debe consagrar largas horas a tareas monótonas: sumar columnas interminables de guarismos; hacer la traducción de un complicado párrafo de inglés al español. Si antes sólo recibía el trato cariñoso e íntimo del hogar, donde es aceptado por ser hijo, ahora experimenta el trato convencional de la escuela, donde se le estima por los logros. Si antes se le animaba a ser un niño juguetón y travieso, ahora se le pide portarse como muchacho quieto y formal. Pero la vida impide, también el cambio. Los días de la joven esposa, una vez desvanecida a la novedad de la luna de miel, se suceden sobre un fondo de gris monotonía: preparar la comida, asear la casa, cuidar a los niños y, así, día tras día. Los escasos acontecimientos excepcionales sólo ponen de relieve el uniforme transcurso de la vida. De ahí que la adaptación exija una amplitud tan grande como las condiciones concretas de la vida misma; o sea, una paradójica mezcla de flexibilidad e inmutabilidad.
Elementos de la madurez integral
El primer elemento es la habilidad para conocer suficientemente a sí mismo y al mundo. Tal conocimiento de sí mismo consiste en una ecuación entre lo que uno realmente es y lo que piensa que es. Cuando esta ecuación es correcta, el individuo reconoce sus capacidades sin exagerarlas, y aceptar sus limitaciones sin negarlas o atribuirlas a los demás.
La estima propia suele ser exagerada en los seres humanos y, por lo general, parapetada tras un sistema casi infranqueable de mecanismos de defensa como son:
Al nacer, el individuo entra a formar parte de una familia más o menos estructurada. Sus padres son jóvenes o maduros, sanos o enfermos, de situación económica desahogada o estrecha; tiene muchos o pocos amigos. La mutua interacción de dos fuerzas –dotación genética y ambiente- modela la personalidad del niño, sin olvidar que éste contribuye también a modificar el ambiente: un niño sonriente y extrovertido atraerá a los miembros de su familia, mientras que el retraído los ahuyentará.
La tarea principal de los padres es ayudar al niño a desarrollarse plenamente. Pero su cometido no termina allí, ya que, una vez desarrollado el hijo, surge la pregunta: ¿qué va a ser en la vida? O mejor, ¿qué va a ser con su vida? Algunos padres se imaginan al hijo convertido en hábil abogado médico certero en sus diagnósticos o comerciante astuto, dueño de una gran fortuna o artista cuya fama haga brillar al apellido paterno.
Proceder así equivale a imponer al niño un género de actividades que atropella su derecho a la propia determinación, prescindiendo de sus cualidades. La misión del hijo no consiste en realizar el ideal de sus padres, ni su destino es plegarse a los deseos paternos, por excelentes que éstos sean. Pero los padres de familia tampoco deben abandonar al niño a la aventura ni dejar de proponerse una meta concreta respecto a su educación. El escultor no cincela el bloque de piedra en cualquier sentido ni con cualquier surgirá de allí; el viajero no emprende la jornada ignorante de su destino ni el escritor anota cualesquiera palabras, y encomienda la suerte el sentido de las frases. Es preciso señalarse una meta en la educación de los hijos que respete, por una parte, las potencialidades del niño y, por la otra, lo ayude a realizar su destino personal.
La madurez integral
Meta de la educación
¿Cuál debe ser la meta de los esfuerzos de los padres?: ayudar al niño a madurar en cada etapa de la vida. Durante la primera infancia debe aprender a caminar, a tomar alimento sólido a hablar, a controlar las funciones biológicas y a conocer las diferencias entre los sexos, a adquirir la modestia, a formar conceptos sencillos de la realidad material y social, a relacionarse con sus padres, hermanos y otras personas y, por último, a distinguir entre el bien y el mal.
En la niñez, además de los logros enumerados, el individuo debe adquirir actitudes sanas sobre sí mismo, desarrollar tristeza física, aprender a congeniar con sus compañeros, desempeñando el papel masculino o femenino apropiadamente, valerse por sí mismo, y lograr cierta independencia personal; aprender a leer, escribir y contar; desarrollar las habilidades requeridas en la vida ordinaria para cruzar las calles, orientarse en su entorno físico, usar el transporte público, hacer compras, etcétera, y, finalmente, formar su conciencia moral. Durante la adolescencia, deberá hacer uso adecuado de la libertad; lograr relaciones maduras con los compañeros de la misma edad y de ambos sexos; labrarse un papel social masculino o femenino; reconocer sus cualidades y compensar sus limitaciones; ser tolerante; independizarse emocionalmente de los padres; elegir una ocupación y prepararse para ella; conocer sus derechos y obligaciones cívicos y ejercerlos; prepararse para fundar su propio hogar y formarse una sana jerarquía de valores, para después adquirir la madurez integral propia del adulto.
Madurez y adaptación
La madurez integral puede también describirse en términos de la buena adaptación. La persona madura, física, mental, emocional y socialmente, está bien adaptada. Así la meta de la educación sería lograr que el niño esté bien adaptado en cada etapa de la vida. Cuando el niño come, duerme bien, ríe fácilmente, tiene amigos y se lleva bien con ellos y, sobre todo, se siente amado y aceptado por sus padres, está bien adaptado. En cambio, el niño de seis años que no se despega de su mamá, se muestra triste o constantemente asustado o bien, desobedece y pelea con frecuencia, no está bien adaptado.
Tampoco está bien adaptada la adolescente de 14 años que huye de los muchachos y se avergüenza de ser mujer; ni el adulto que, ante cualquier dificultad, se refugia con sus padres como un niño medroso, o ahoga sus problemas en el alcohol, las drogas o el juego.
No ha de pensarse que la adaptación es conquista perdurable; es un proceso continuo como la vida, y exige al individuo la modificación constante de sus pautas de conducta. Se madura en cada etapa de la vida, y las crisis superadas consolidan la madurez obtenida.
Existen dos tipos de adaptación: la ética, que deja intacta la estructura del carácter y la dinámica, propia del niño que se somete a las órdenes de un padre severo, y se vuelve dócil al reprimir la hostilidad que siente contra aquél, pues resultaría peligroso expresarla públicamente.
La adaptación es, además, un territorio relativo. ¿Adaptación a qué? No es posible describirla sin introducir otro término del cual depende. Decimos de una persona que está bien adaptada cuando encaja bien en su ambiente y logra, al mismo tiempo, un estado permanente de bienestar. Acepta las exigencias y limitaciones del medio, pero está alerta para modificarlas, de modo que resulten satisfactorias. La adaptación, pues, supone una constante interacción entre el individuo y el ambiente; cada uno exige algo del otro.
Algunas veces el individuo se adapta, al plegarse a las condiciones definitivas e inmutables del ambiente, la muerte de un ser querido, por ejemplo –y las otras, modifica las circunstancias para conseguir la satisfacción de laguna necesidad: buscar mayor proyección en el trabajo o cambiar de ocupación para realizarse de manera más plena.
De lo dicho anteriormente se desprende que la adaptación nunca constituye un proceso de un solo sentido, como si el individuo tuviese siempre que ceder. En muchas ocasiones habrá que modificar el ambiente o encontrar otro más propicio para el bienestar.
Tampoco debe pensar que la madurez o adaptación equivalen siempre a un estado de felicidad interrumpida. La vida humana está tejida de alegrías y tristezas, de fracasos y triunfos, de excitación y monotonía. Por eso, la buena adaptación acepta la contrariedad y la tristeza, y desarrolla ingeniosamente formas para compensarlas. El individuo bien adaptado es aquel que se arregla con su ambiente social y material, aceptando ciertas frustraciones inevitables, o modificando las condiciones de manera que logra una transacción satisfactoria.
La vida de todo ser humano exige cambio. El niño tiene que abandonar el alimento materno y tomar el biberón para luego aprender a ingerir alimentos sólidos. Si de bebe era centro único de atención en el hogar, pasa ahora a ocupar un lugar compartido a veces no muy equitativamente con sus hermanos; si antes dedicaba días enteros al juego ahora debe consagrar largas horas a tareas monótonas: sumar columnas interminables de guarismos; hacer la traducción de un complicado párrafo de inglés al español. Si antes sólo recibía el trato cariñoso e íntimo del hogar, donde es aceptado por ser hijo, ahora experimenta el trato convencional de la escuela, donde se le estima por los logros. Si antes se le animaba a ser un niño juguetón y travieso, ahora se le pide portarse como muchacho quieto y formal. Pero la vida impide, también el cambio. Los días de la joven esposa, una vez desvanecida a la novedad de la luna de miel, se suceden sobre un fondo de gris monotonía: preparar la comida, asear la casa, cuidar a los niños y, así, día tras día. Los escasos acontecimientos excepcionales sólo ponen de relieve el uniforme transcurso de la vida. De ahí que la adaptación exija una amplitud tan grande como las condiciones concretas de la vida misma; o sea, una paradójica mezcla de flexibilidad e inmutabilidad.
Elementos de la madurez integral
El primer elemento es la habilidad para conocer suficientemente a sí mismo y al mundo. Tal conocimiento de sí mismo consiste en una ecuación entre lo que uno realmente es y lo que piensa que es. Cuando esta ecuación es correcta, el individuo reconoce sus capacidades sin exagerarlas, y aceptar sus limitaciones sin negarlas o atribuirlas a los demás.
La estima propia suele ser exagerada en los seres humanos y, por lo general, parapetada tras un sistema casi infranqueable de mecanismos de defensa como son:
- Negación, como resistencia a afrontar una realidad desagradable
- Racionalización, que hace énfasis en una razón falsa
- Regresión, que implica el retroceso a etapas anteriores del desarrollo
- Proyección, atribuir las propias deficiencias a otras personas
- Formación recreativa, evitar la expresión de deseos peligrosos mediante la exageración de la conducta opuestaCompensación, que repara una contrariedad con algunas satisfacciones en otra área.
La madurez integral supone que los niños se conozcan a sí mismos, se acepten, estén libres de presunciones o miedos infundados, y puedan relacionarse debidamente con los demás. Tales objetivos deben de acomodarse a las etapas de la vida del niño. Los padres tendrán así un propósito claro y definido, de suerte que los hijos, al separarse del hogar paterno para fundar el suyo, lleven un programa que realizar en beneficio de las nuevas generaciones.
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