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27 marzo 2008

Contratante y contratista

Alejandro Encinas Rodríguez

Más allá del debate en torno a la elección de dirigentes del PRD, hay temas de importancia nacional que, pese a que algunos así lo desearan, no deben soslayarse ni desatenderse. Se debe enfrentar y resolver a fondo los problemas internos del PRD y sancionar sin miramientos a quienes hayan cometido acciones ilegales o indebidas, pero ello no debe crear una cortina de humo que nuble el tema nodal de la agenda nacional: la defensa del petróleo y la conformación de una red de intereses que está pugnando por su privatización.

En este contexto un caso ejemplar es el del señor Juan Camilo Mouriño, quien detenta la Secretaría de Gobernación y ha sido evidenciado de promover negocios en beneficio propio y de su familia al amparo de los diversos cargos públicos que ha ocupado.

El debate público y la exigencia de que el señor Mouriño renuncie inmediatamente al cargo que su amigo el señor Felipe Calderón le dispensa han llevado a que diversos comentaristas —algunos quizá de buena fe— argumenten que, si bien el señor cometió un “descuido imperdonable” —por cierto muy recurrente en el ya típico comportamiento del panismo de confundir el interés público con los intereses privados—, “no está claro” que los contratos firmados representen una violación a la ley.

Hay que decirlo categóricamente: los documentos exhibidos por Andrés Manuel López Obrador evidencian una ilegalidad esencial, pues el señor Mouriño aparece al mismo tiempo como contratante y como contratista pues, siendo un asesor clave del secretario de Energía, firma como la contraparte de la propia dependencia en su calidad de apoderado legal de la empresa que se contrata.

Poco importa que el señor Mouriño alegue en su defensa que los contratos son meros “formatos” o “machotes”, utilizados comúnmente por las instituciones públicas para formalizar sus relaciones comerciales; el punto es que en esos formatos aparece su firma protectora, beneficiando a su familia, justo cuando él influía de modo tan acusado en las decisiones de esa dependencia pública, y está tipificado en la legislación mexicana como conflicto de interés y tráfico de influencias.

En otras palabras, no sólo hay un problema estético —se ve muy mal favorecer negocios y relaciones familiares desde el gobierno—; se acredita además un problema ético: el deber de no mezclar asuntos privados con decisiones públicas y, sobre todo, hay un problema legal: el conflicto de intereses de alguien que —hasta hoy en la impunidad— ni siquiera asume su carácter de contratante y contratista al mismo tiempo.

Podrá el panismo llamar a cerrar filas en torno al caso Mouriño frente a “cualquier intento efectista o golpista”, como han señalado los gobernadores de ese partido; podrán llamar a los panistas a actuar “como un soldado de ejército para contrarrestar los embates de los enemigos de este gobierno”; podrán reivindicar al señor Mouriño como el funcionario ejemplar de la “nueva clase política que esta construyendo el país, una buena muestra de profesionalismo, de decencia pública y capacidad” (sic), pero lo que no podrán demostrar es cómo un funcionario desde su encargo firma contratos que establecen los pagos por el servicio de transporte de la gasolina que venderá en sus propias estaciones de servicio.

Eso es ilegal, es tráfico de influencias y pone al descubierto la gama de intereses que buscan privatizar el gran negocio y las enormes utilidades públicas que representa el petróleo, que es un bien de todos los mexicanos.

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