Buscar este blog

18 julio 2008

LAS ÚLTIMAS HORAS DE SU VIDA


Dr. Ignacio Alvarado

Terrible enfermedad la que nos arrebato al Sr. Juárez. La angina de pecho, que con más o menos crueldad ataca a otras personas, desplegó su más extraordinaria energía cuando tuvo que habérmelas con un héroe, como si fuera ser racional que comprendiera que, para luchar con éxito con aquella alma grande, era indispensable ver también grande en la crueldad.
Dos horas hacía apenas que estaba yo a su lado cuando la opresión del corazón con que empezó, se transformó en dolores agudísimos y repentinos, los que veía yo, mas bien los que adivinaba en la palidez de su semblante. Aquel hombre debía estar sufriendo la angustia mortal del que busca aire para respirar y no lo encuentra; dijo que siente que huye del suelo en que se apoya y teme caer; del que, en fin, esta probando, a la vez, lo que es morir y seguir viviendo. La enfermedad se desarrolló por ataques sucesivos; los sufre en pie. Vigorosa es su naturaleza indómita su fuerza de voluntad y aun desplegada toda ésta, no le es dable sobreponerse por completo a las leyes físicas de la vida y al fin tiene que reclinarse horizontalmente en su lecho para no desplomarse y para buscar, instintivamente, en esta posición, el modo de hacer llegar a su cerebro la sangre que tanta falte le hace. Cada paroxismo dura más o menos minutos, va desvaneciéndose después poco a poco, vuelve el color a su semblante y entra en una calma completa; el paciente se levanta y conversa con los que rodeamos de asuntos indiferentes, con toda naturalidad y sin hacer alusión a sus sufrimientos; y tal parece que ya esta salvado, cuando vuelve un nuevo ataque y un nuevo alivio, y en estas alternativas transcurren cuatro o cinco larguísimas horas, en que mil veces hemos creído cantar victoria o llorar su muerte.
Serian las once de la mañana de aquel luctuoso día 18 de julio, cuando un nuevo calambre dolorosísimo del corazón, lo obligó a arrojarse rápidamente a su lecho; no se movía su pulso, el corazón latía débilmente; su semblante se demudó, cubriéndose de las sombras precursoras de la muerte; y en lance tan supremo tuve que acudir, contra mi deseo, a aplicarle un remedio muy cruel pero eficaz; el agua hirviendo sobre la región del corazón; el Sr. Juárez se incorporó violentamente al sentir tan vivo dolor y me dijo con el aire del que hace notar a otro su torpeza: “Me esta usted quemando.” “Es intencional, señor, así lo necesita usted”, le contesté. El remedio produjo, felizmente, un efecto rápido, haciendo que el corazón tuviera energía para latir, y el que diez minutos antes era casi un cadáver, volvió a ser lo que era habitualmente, el caballero bien educado, el hombre amable y a la vez enérgico.
Después de este lance, el alivio fue tan grande y tan prolongado, que se pasaron cerca de dos horas sin que volviera el dolor; a familia se retiró al comedor, y quedando yo sólo en compañía suya, me relataba, a indicación mía, los episodios de su niñez, la protección que le había dispensado el señor cura de su pueblo, etc. Cuando yo estaba más pendiente de sus labios, se interrumpió repentinamente y clavando en mi fijamente su mirada, me dijo casi imperativamente “¿Es mortal mi enfermedad?” ¿Qué contestar al amigo, al padre de familia, al jefe de Estado?... Pues la verdad, nada mas que la verdad; y procurando disminuirle la crueldad de mi respuesta, le contesté con la cavilación consiguiente a lo imprevisto de la pregunta: “No es mortal en el sentido de que ya no tenga usted remedio.” Comprendió, no obstante, que ella quería decir: “Tiene usted una enfermedad de la que pocos escapan.” Continuó inmediatamente su interrumpida relación, en el punto mismo en que la había dejado, como si la sentencia de muerte que acababa de oír, hubiera de ser aplicada a otra persona que no a él mismo. No le vi inmutarse; no le vi vacilar una palabra; ni trató siquiera de pedirme las explicaciones que tanto deseaba yo darle. Esperó para conocer su sentencia, a que su familia no estuviera presente para no acongojarla; y aprovechó la distracción de mi atención, para que, al hacerme de improviso la pregunta, no tuviera yo tiempo de estudiar la respuesta.
Aquella calma de tres horas pronto desapareció, y un nuevo ataque, más formidable, más repentino y mas prolongado que el de la mañana, vino a perturbar la reciente tranquilidad de los que lo rodeábamos, e inútiles cuantos medios emplee antes de ocurrir otra vez al agua hirviendo; fue al fin preciso venir a el, porque ya no sentía yo el pulso debajo de mis dedos. Le anuncie lo que íbamos a hacer y con la mas perfecta indiferencia y con la calma mas imponente –y la llamo imponente porque la palidez de su semblante, la falta de pulso y su respiración anhelosa, estaban anunciando que el término funesto se acercaba a grandes pasos.
Se tendió en el lecho, el mismo se descubrió el pecho sin precipitación, y esperó sin moverse, aquel bárbaro remedio Le apliqué sin perder tiempo y aun parece que estoy mirando como se crispaban y extendían alternativamente las fibras de los músculos sobre las que hacia la aplicación, señal evidente de un agudísimo dolor; dirigí mi vista a su semblante… ¡nada! Ni un sólo músculo se movía; ni la mas ligera expresión de dolor o de sufrimiento; su cuerpo todo permanecía inmóvil y esto cuando al quitar el agua se levantaba una ámpula de varias pulgadas sobre su piel vivamente enrojecida.
Entretanto, desde la mañana había volado por la ciudad la noticia de la enfermedad del Presidente y ocurrieron a verlo sus Ministros y sus incontables amigos políticos y personales y por razones que no es difícil comprender, se ocultó tan cuidadosamente al publico la gravedad de la situación, la que solamente conocíamos la familia y yo, que todos quedaron creyendo que simplemente se trataba de un reumatismo y para que no se desvaneciese esa creencia, a nadie se le permitió la entrada a la recamara En esa inteligencia, uno de los Secretarios de Estado, el de Relaciones, según recuerdo, quería hablarle de algún asunto de su ramo, y el Sr. Juárez le mandó suplicar que lo dispensara aquel día. En la tarde, el mismo Ministro insistió en verlo manifestando que era un negocio muy urgente, precisamente en los momentos en que el dolor del corazón era muy intenso, en que la respiración era jadeante y en que había desaparecido completamente el pulso. Aquel hombre, que llevaba ya doce larguísimas horas de ser presa de una muy dolorosa enfermedad, y que por esto su energía deberla estar agotada, se levantó con calma, sin mostrar ni impaciencia ni contrariedad, arregló su corbata, cubrióse con una capa; se sentó en un sillón; ordenó que entrara el Ministro y haciéndole sentar frente a él, escuchó con atención el asunto que llevaba, discutiendo los principales puntos y dándole por ultimo, su resolución definitiva. No había en su semblante, en esos momentos, nada que revelara el espantoso dolor que le estaba carcomiendo una de sus entrañas, nada que diera a conocer que esa entraña era ya impotente para hacer llegar sangre hasta la cabeza, y si no hubiera sido por las gotas de sudor frío que yo le enjuagaba de su frente y por la palidez indisimulable de su semblante, aun yo mismo habría creído que estaba sano, pues que a sus impulsos de su voluntad llego a dominar toda manifestación de sufrimiento.
Aún hay más. Una hora después de haber salido el Ministro solicito hablarle uno de los generales más distinguidos, a fin de pedirle sus últimas instrucciones para la campaña que iba a emprender inmediatamente, no obstante que le falta el pulso hacia ya varias horas, y que su situación era completa y absolutamente desesperada.
Lleno de admiración vi al Sr. Juárez discutir con él, de la manera mas tranquila, lo que era mas conveniente hacer; todavía no comprendo como pudo su cerebro casi exangüe, recordar que personas residían en las poblaciones que iban a ser en breve el teatro de la campana, como podía traer a la memoria las cualidades morales y los antecedentes políticos de esas personas, con tanta exactitud, que pudo indicar al general a quienes desconfiar y a quienes tener como amigos. En una palabra, dio los pormenores que daría una persona que tiene concentrada por completo su atención en un asunto de interés, y que esta libre de toda preocupación; es decir, hizo abstracción de su persona en los momentos de morir, para no pensar mas que en el bien público en cumplimiento de su deber.
Concluida aquella conferencia, pálido y vacilante se arrojó por la postrera vez en su lecho, para levantarse jamás de él, lecho que cinco horas después, no era ya lugar de descanso del Presidente sino el lecho mortuorio del hombre grande, del patricio que desaparecía de entre nosotros, pronunciando sus últimas palabras, en bien de la República, del varón esforzado y justo que nos dejó un ejemplo muy difícil de imitar.
Así paso Benito Juárez de la vida transitoria a la inmortalidad, con la tranquilidad de conciencia con que muere todo hombre justo y honrado que, como él, supo siempre cumplir con su deber.

FUENTE: Carlos Obregón Santacilia, Del álbum de mi madre, México (1956), pp. 53 y ss.

No hay comentarios.: