CON LA EXPLICITACIÓN DEL “PELADAJE” de J.J. Fernández de Lizardi, llegamos a una de las divisiones sociales más frecuente y riesgosa que suele emplearse en México: por un lado, sobre las nubes, el grupo de las “personas educadas,” distantes, un abismo, de los “pelados.”
Arma de resentimiento y autodefensa del egoísmo, la división carece de objetividad en el uso corriente; es arbitraria, casi siempre.
Hasta donde es posible, persigamos la línea caprichosa de semejante catalogación, para luego reducir el contorno sociólogo del “pelado.”
Este vocablo, en el ánimo de quienes lo usan con intención peyorativa, designa no sólo a los hombres rejuzgados como inferiores y de pasividad obligatoria, cuando asumen actitudes positivas, máxime si apelan a violencia de palabras o hechos, sino a los reformadores de toda especie y, generalizando, a cuantos tienen la audacia de pensar y obrar con espontaneidad, fuera de hábitos, prejuicios y convenciones vigentes; tanto peor si los que tal hacen resultan hombres desconocidos y de baja extracción; los criollos, la clase media y los individuos sujetos a cualquier circunstancia opresiva más o menos permanente—la penuria, en primer lugar—, son fácil presa del vocablo que, como luego se advierte, es un término cargado de desprecio; quiere significar inferioridad y se le emplea para injuria cuyo contenido cambia según la presión del rencor individual; por esto hemos dicho que es término vago, con frecuencia desprovisto de correlato objetivo; el resorte que lo dispara es la sorpresa ante el no esperado movimiento rebelde o defensivo; el explotador, el conservador, el hombre con fuero y privilegios no pueden aceptar ni creer que el postergado pueda alzarse y reclamar derechos, porque es un infrahombre.
Tal es la sorpresa y escándalo producidos en conquistadores y colonizadores cuando los nativos pretendían alzarse contra el invasor; más tarde, para los acomodados y satisfechos en el virreinato, el cura de Dolores, Morelos, Guerrero y secuaces eran “plebes”, léperos,” “pelados;” como lo fueron para los conservadores, Santa Anna en sus fluctuaciones jacobinas y en su voracidad impositiva, Gómez Farías, Comonfort, Juan Álvarez y sus pintos, los Constituyentes del 57, Juárez, Ocampo, Degollado y todos los chinacos, inclusive Porfirio Díaz; a su vez, los porfiristas enriquecidos que habían estado en Europa y construían palacetes con mansardas, llamaron “pelados” a Madero y a los revolucionarios de 1910, a Carranza, a Villa, a Zapata. “Pelado” es el gobernante que destruye privilegios, el que decreta impuestos nuevos, el que da la razón a los indios y a los pobres; “pelado” el obrero que recurre a la huelga, el campesino que reclama tierras, el sirviente que apela a los tribunales del trabajo y replica al amo, aunque a todos asista la más clara justicia; “pelado” es el escritor que dice crudamente la verdad y señala corruptelas; “pelado” quien no se sirve de alambicamiento en palabras y conducta; “pelado,” en fin, el hombre cuya franqueza raya en brusquedad, el que no condiciona y reprime todo movimiento espontáneo, adverso al prejuicio de “buena educación,” y hasta el que, tenido en nivel inferior, trata de igualarse; en efecto, “igualado” suele emplearse como sinonimia de “pelado,” para calificar, conminar, contener, reprochar e injuriar al atrevido que se iguala.
¿Cómo podrían resignarse los hombres blancos y cultos, de buena cuna y buen traje, al gobierno y a la forzada influencia de un indio, de un sujeto con huaraches o del que apenas sabe poner su firma? ¿Cómo podrá “rebajarse” el empresario rico, la dama encopetada, el intelectual refinado, a entrar al “tú por tú” con los criados a quienes dieron el favor del trabajo? ¿Cómo puede permitirse que el niño mimado se junte con el haraposo?
En amplitud no menos desaforada y a expensas de igual capricho subjetivo, dilatase el concepto antitético de “hombre decente,” “hombre de buena educación.” “Buena educación” suele referirse al sentido aleatorio e inexacto del nacimiento en el seno de una familia distinguida, o restringirse el significado parcial de “urbanidad,” ésta entendida, por lo común, en su aspecto exterior, como cierto conjunto de fórmulas que mecanizan la conducta y reducen la vida al ejercicio de ceremonias, algunas exóticas, inasimiladas, lo que acentúa el carácter falsario de quienes confunden y practican la “decencia” como “urbanidad,” la “urbanidad” como “cortesía;” posturas, frases hechas, carantoñas. Por este camino llegamos al hombre de fórmulas, de hábitos, que no puede vivir sin máscara y alienta en el clima del disimulo, de la hipocresía; el condicionamiento de su espontaneidad lo convierte en hombre fragmentario—“roto,” según desquite verbal del “pelado”—, lleno de limitaciones, abúlico, mojigato, sin alegría auténtica, frívolo, enervado, propenso a la asfixia moral; su unidad humana queda destruida por la inhibición continua. Este es, precisamente, el tipo que gusta acusar a otros de “pelados.” Contrapongámonos para deslindar la catalogación pretendida.
El “pelado” se siente incómodo dentro de cualquier vestido, hábito o fórmula; no resiste el zapato, el cuello o el saco estrechos, ni las ideas o conveniencias de que alguna manera lo aten; rompe toda especie de tiranía; desea vivir a sus anchas; quiere que todo le venga “guango”; es hombre que busca la desnudez física y moral; contra el falso heroísmo, contra las modas importadas, contra la bondad aparente y la hipocresía de la sociedad, contra los remilgos y las palabras desusadas, contra las solemnidades del cartón, opone la espontaneidad exuberante de la vida cotidiana, con sus grandezas y mezquindades, con su vulgaridad y su autenticidad; ni siquiera la traba de la muerte le importa, pues sabe que nadie ha de pasar “la raya” y que la vida del hombre es un albur; por este tipo parecen haber sido escritas aquellas palabras: “Hay un género de nobleza que pueden tener las almas toscas: el cinismo,” cinismo que no ha de entenderse como desvergüenza—según es corriente hablar del “pelado”— sino como aspiración a la autarquía.
El paralelo nos entrega, por tanto, dos actitudes ante la vida: una, que trata de disimular y modificar la realidad; otra, espontánea, directa, natural, que toma la realidad íntegramente, con lodo y escoria, venturosa y desastrosa, fácil y difícil; ya el “pelado” sabrá arreglárselas para “irla pasando;” lo primero es darse cuenta cabal de las cosas, no falsificar lo real, no sofisticar las circunstancias: en resumen, la deshumanización frente a lo humano, el amaneramiento frente al realismo.
«CARÁCTER Y SITUACIÓN DE MÉXICO»
© Agustín Yañez, (Biblioteca del Estudiante Universitario, UNAM, 1954).
Arma de resentimiento y autodefensa del egoísmo, la división carece de objetividad en el uso corriente; es arbitraria, casi siempre.
Hasta donde es posible, persigamos la línea caprichosa de semejante catalogación, para luego reducir el contorno sociólogo del “pelado.”
Este vocablo, en el ánimo de quienes lo usan con intención peyorativa, designa no sólo a los hombres rejuzgados como inferiores y de pasividad obligatoria, cuando asumen actitudes positivas, máxime si apelan a violencia de palabras o hechos, sino a los reformadores de toda especie y, generalizando, a cuantos tienen la audacia de pensar y obrar con espontaneidad, fuera de hábitos, prejuicios y convenciones vigentes; tanto peor si los que tal hacen resultan hombres desconocidos y de baja extracción; los criollos, la clase media y los individuos sujetos a cualquier circunstancia opresiva más o menos permanente—la penuria, en primer lugar—, son fácil presa del vocablo que, como luego se advierte, es un término cargado de desprecio; quiere significar inferioridad y se le emplea para injuria cuyo contenido cambia según la presión del rencor individual; por esto hemos dicho que es término vago, con frecuencia desprovisto de correlato objetivo; el resorte que lo dispara es la sorpresa ante el no esperado movimiento rebelde o defensivo; el explotador, el conservador, el hombre con fuero y privilegios no pueden aceptar ni creer que el postergado pueda alzarse y reclamar derechos, porque es un infrahombre.
Tal es la sorpresa y escándalo producidos en conquistadores y colonizadores cuando los nativos pretendían alzarse contra el invasor; más tarde, para los acomodados y satisfechos en el virreinato, el cura de Dolores, Morelos, Guerrero y secuaces eran “plebes”, léperos,” “pelados;” como lo fueron para los conservadores, Santa Anna en sus fluctuaciones jacobinas y en su voracidad impositiva, Gómez Farías, Comonfort, Juan Álvarez y sus pintos, los Constituyentes del 57, Juárez, Ocampo, Degollado y todos los chinacos, inclusive Porfirio Díaz; a su vez, los porfiristas enriquecidos que habían estado en Europa y construían palacetes con mansardas, llamaron “pelados” a Madero y a los revolucionarios de 1910, a Carranza, a Villa, a Zapata. “Pelado” es el gobernante que destruye privilegios, el que decreta impuestos nuevos, el que da la razón a los indios y a los pobres; “pelado” el obrero que recurre a la huelga, el campesino que reclama tierras, el sirviente que apela a los tribunales del trabajo y replica al amo, aunque a todos asista la más clara justicia; “pelado” es el escritor que dice crudamente la verdad y señala corruptelas; “pelado” quien no se sirve de alambicamiento en palabras y conducta; “pelado,” en fin, el hombre cuya franqueza raya en brusquedad, el que no condiciona y reprime todo movimiento espontáneo, adverso al prejuicio de “buena educación,” y hasta el que, tenido en nivel inferior, trata de igualarse; en efecto, “igualado” suele emplearse como sinonimia de “pelado,” para calificar, conminar, contener, reprochar e injuriar al atrevido que se iguala.
¿Cómo podrían resignarse los hombres blancos y cultos, de buena cuna y buen traje, al gobierno y a la forzada influencia de un indio, de un sujeto con huaraches o del que apenas sabe poner su firma? ¿Cómo podrá “rebajarse” el empresario rico, la dama encopetada, el intelectual refinado, a entrar al “tú por tú” con los criados a quienes dieron el favor del trabajo? ¿Cómo puede permitirse que el niño mimado se junte con el haraposo?
En amplitud no menos desaforada y a expensas de igual capricho subjetivo, dilatase el concepto antitético de “hombre decente,” “hombre de buena educación.” “Buena educación” suele referirse al sentido aleatorio e inexacto del nacimiento en el seno de una familia distinguida, o restringirse el significado parcial de “urbanidad,” ésta entendida, por lo común, en su aspecto exterior, como cierto conjunto de fórmulas que mecanizan la conducta y reducen la vida al ejercicio de ceremonias, algunas exóticas, inasimiladas, lo que acentúa el carácter falsario de quienes confunden y practican la “decencia” como “urbanidad,” la “urbanidad” como “cortesía;” posturas, frases hechas, carantoñas. Por este camino llegamos al hombre de fórmulas, de hábitos, que no puede vivir sin máscara y alienta en el clima del disimulo, de la hipocresía; el condicionamiento de su espontaneidad lo convierte en hombre fragmentario—“roto,” según desquite verbal del “pelado”—, lleno de limitaciones, abúlico, mojigato, sin alegría auténtica, frívolo, enervado, propenso a la asfixia moral; su unidad humana queda destruida por la inhibición continua. Este es, precisamente, el tipo que gusta acusar a otros de “pelados.” Contrapongámonos para deslindar la catalogación pretendida.
El “pelado” se siente incómodo dentro de cualquier vestido, hábito o fórmula; no resiste el zapato, el cuello o el saco estrechos, ni las ideas o conveniencias de que alguna manera lo aten; rompe toda especie de tiranía; desea vivir a sus anchas; quiere que todo le venga “guango”; es hombre que busca la desnudez física y moral; contra el falso heroísmo, contra las modas importadas, contra la bondad aparente y la hipocresía de la sociedad, contra los remilgos y las palabras desusadas, contra las solemnidades del cartón, opone la espontaneidad exuberante de la vida cotidiana, con sus grandezas y mezquindades, con su vulgaridad y su autenticidad; ni siquiera la traba de la muerte le importa, pues sabe que nadie ha de pasar “la raya” y que la vida del hombre es un albur; por este tipo parecen haber sido escritas aquellas palabras: “Hay un género de nobleza que pueden tener las almas toscas: el cinismo,” cinismo que no ha de entenderse como desvergüenza—según es corriente hablar del “pelado”— sino como aspiración a la autarquía.
El paralelo nos entrega, por tanto, dos actitudes ante la vida: una, que trata de disimular y modificar la realidad; otra, espontánea, directa, natural, que toma la realidad íntegramente, con lodo y escoria, venturosa y desastrosa, fácil y difícil; ya el “pelado” sabrá arreglárselas para “irla pasando;” lo primero es darse cuenta cabal de las cosas, no falsificar lo real, no sofisticar las circunstancias: en resumen, la deshumanización frente a lo humano, el amaneramiento frente al realismo.
«CARÁCTER Y SITUACIÓN DE MÉXICO»
© Agustín Yañez, (Biblioteca del Estudiante Universitario, UNAM, 1954).
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