José Agustín Ortiz Pinchetti le recordó que la Constitución es el pacto fundador de nuestra sociedad política y a ella hay que atenernos no a imitaciones extralógicas de otras realidades ajenas a nosotros. A su llamado a estudiar y a imitar las experiencias de Corea, Brasil y Noruega, David Ibarra le hizo notar lo elemental: nosotros no somos coreanos ni brasileños ni noruegos (Brasil con 36 por ciento de su PIB como ingreso fiscal, Noruega con casi 50 por ciento y México sólo con 11 por ciento) y tenemos nuestra propia problemática, antecedida de una historia tormentosa y debemos resolver nuestros problemas a nuestro modo. Ambos le hicieron notar que vivimos en un Estado de derecho y el respeto a nuestra Constitución es esencial.
Elizondo llegó a la conclusión de que el problema de Pemex no es constitucional y ni siquiera jurídico; la Constitución se ha cambiado 473 veces, dijo, y en cualquier momento se puede cambiar como se nos dé la gana. Y una ley, ¿qué cuesta hacer la ley que queramos? El problema es organizacional y operativo. Partió de la premisa de que de eso no sabemos nada y debemos ver lo que otros están haciendo para hacer lo mismo, imitándolos en todo lo que no sepamos resolver.
La derecha intelectual tiene un bonito modo de enfrentar el problema: hacer a menos de la Constitución y del derecho. Que lo digan nuestros doctorcitos titulados en Oxford y Harvard es comprensible. Que lo digan, además, sus juristas, es incomprensible. El sábado 10 de mayo, la profesora del CIDE, Ana Laura Magaloni, publicó en Reforma un artículo que es también de antología. Simplificando el pensamiento de uno de los más connotados jueces federales de Estados Unidos, el justice Oliver Wendell Holmes, afirma que éste dijo que la ley nunca es clara ni incontrovertible. Tengo en particular estima a los grandes juristas estadunidenses, en especial a los jueces y, entre ellos, el legendario John Marshall, Benjamin Cardozo y el propio Holmes.
Ellos, en realidad, nunca dudaron de la ley. La ley, decía Holmes, es un principio; la cosa a juzgar está allá afuera, en la calle, en la ciudad, en el mercado, en todo el país, y es ella la que nos impone las mayores dificultades. La ley dice lo que dice y hay que interpretarla, porque lo difícil de entender no es la ley, sino la realidad a la que está dirigida. De él son estas palabras: “Vemos… [la ley] cotidianamente… como actores en un drama del que ella es la providencia y la postestad reinante” (The mind and faith of justice Holmes, The Modern Library, 1943, p. 30). La profesora Magaloni, en cambio, nos dice que “las normas son mucho más porosas de lo que quisiéramos y…, por tanto, no hay verdades jurídicas inmanentes”.
Para decirlo sencillamente, inmanente es lo que permanece en algo, lo que no trasciende; lo trascendente es lo que sale, lo que trasciende. Las “verdades inmanentes” (que no existen) deberían ser, entonces, trascendentes, y cabría preguntar qué es lo que trascienden, aparte, desde luego, de explicar qué serían “verdades inmanentes”. Es difícil saber qué significa para ella cuando nos dice que la Constitución y sus leyes son ordenamientos que nunca nos dicen nada claro y cierto. Aun aceptándolo, sin conceder, no se le puede ocultar que, en última instancia, para interpretar el derecho están los jueces y, para interpretar la Constitución, está nuestro máximo órgano jurisdiccional, la Suprema Corte. Un ejemplo de “porosidad” lo da la doctora del CIDE hablando de la Constitución, en cuyo texto acusa “indeterminación”, otro concepto que no sé qué quiera decir.
Afirma que no sabe qué significan los conceptos “explotación”, “uso” y “aprovechamiento”, cuando el 27 dispone que éstos no corresponden a los privados. Del “uso”, ella se pregunta: “… si un particular usa petróleo para operar una máquina, ¿quiere decir que viola la Constitución?” A la doctora Magaloni debieron haberle enseñado en la escuela que “uso”, un derecho real, es utilizar una cosa que pertenece a otro; “aprovechamiento”, en la Constitución, un buen juez federal se lo diría, quiere decir usufructo (en el derecho común es el fruto de multas, exacciones por incumplimiento, derechos y cosas así) y “explotación” quiere decir el proceso productivo petrolero que culmina en un producto (que puede ser petróleo crudo, gasolina y otros). ¿En dónde ve la dificultad? La confusión, ciertamente, no está en la Constitución.
Ella, por lo demás, parece referirse a concesiones sobre recursos naturales, en general, pero sucede que en materia de hidrocarburos no las hay. Si se tratara de una mina, se podría hablar de “uso” por un particular, pero más apropiadamente de “usufructo”, todo lo cual no viene al caso.
Concluye su sesudo artículo recordando de nuevo a Holmes: en la interpretación de toda ley caben sólo dos opciones: una a favor y otra en contra. Eso es el descubrimiento del agua tibia y sólo quiere decir que no hay que confiarnos de la ley y menos de la Constitución porque nunca dicen lo que nosotros creemos que dicen. Si un juez razonara de esa manera acabaría en el manicomio. Yo, por lo demás, no me atrevería a decir, como lo dijo Elizondo en su presentación ante los senadores, que la Constitución es un “texto sagrado”. Es sólo un pacto político que nos permite convivir en un Estado de derecho. Tampoco diría que las leyes no pueden contener errores.
Según la derecha intelectual, a fin de cuentas, el problema de Pemex no es hacer una leyecita que ni siquiera puede decir lo que queremos. La conclusión no podía ser más peregrina: el Estado, su Constitución y sus leyes valen un comino. Este país es una empresa y hay que resolver sus problemas como tal. Amén.
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