Rogelio Ramírez de la O
El aumento de precios de alimentos afecta más a las familias mientras más bajo es su ingreso, pues entonces dedican un mayor porcentaje del mismo a alimentarse. Como la escala de aumentos ocurridos en el mundo es muy grande, el efecto sobre la población de bajo ingreso puede ser devastador si se traslada tal cual a los alimentos en México.
Para familias que dedican más de 25% de su ingreso a los alimentos, esto puede representar una pérdida de 6% en su poder de compra. Además, como productos no alimentarios también aumentan (como ya lo hacen la electricidad, el gas y otros), una pérdida de 10% del ingreso no se debe descartar. El puro potencial de descontento social sacudiría varios de los pilares de la política económica del gobierno.
El gobierno puede revisar las bases de su política agropecuaria y de alimentos y cambiarla para enfrentar estos problemas. O bien puede pretender que dicha política es la adecuada y sólo tiene que dar más subsidios a la población y vigilar que las alzas no sirvan de pretexto para aumentos excesivos de salarios.
Pero de cualquier manera esta carestía iría mostrando que varias de las políticas del gobierno han dejado de ser funcionales.
Una primera es que para mantener la inflación baja hay que importar más alimentos, o bien que se abran “los cupos de importación”, como se ha convertido en la frase familiar del secretario de Economía. Esto es así porque las alzas de precios están llegando en primer lugar por la vía de los alimentos importados. Si bien hay mucha oferta mundial, la demanda mundial se ha ampliado mucho más rápidamente.
Más aún, los alimentos han sido comprados por muchos inversionistas en el mundo a través de contratos de futuros y ya forman parte de la especulación mundial.
Una segunda tesis que se viene abajo es que no importa cuánto dependamos de los alimentos extranjeros, en tanto los podamos comprar. Un riesgo es que los países productores comiencen a proteger su propio abastecimiento imponiendo restricciones a sus exportaciones, como lo han tratado de hacer Argentina y varios países asiáticos. La dependencia hoy es que México importa 30% de su consumo de maíz amarillo; 95% de soya; 65% del trigo para pan; y 30% del sorgo para ganado, según la Confederación Nacional Campesina.
Así, cualquier disrupción en los balances globales o alarma de abastecimiento podría llevar a la escasez, con efectos sociales imposibles de predecir.
Otra postura que posiblemente se venga abajo es que no hay que impulsar al campo mexicano, porque no tiene competitividad. La realidad le hará ver al gobierno que si los precios de los alimentos en el mundo son muy altos para el nivel de salarios en México, las únicas alternativas son permitir un alza abrupta de salarios, o bien mayor producción interna con reordenamiento de los mercados.
Otra política pública que será cuestionada es que el Estado no debe subsidiar al campo y, si tiene que apoyarlo, debe hacerlo en forma mínima.
Para empezar, el gobierno mismo ya aumentó los apoyos a ciertos sectores, frente a los primeros aumentos el año pasado, en la tortilla. Pero la tesis imperante sigue siendo concentrar los apoyos públicos en los grandes productores y considerar que los pequeños ni siquiera deberían dedicarse a la agricultura, pues nunca alcanzarán los niveles de productividad para competir internacionalmente.
Irónicamente, el sector de pequeña agricultura cuando menos se estaba encargando de su propia alimentación y ayudando a mantener algunos ecosistemas. Al dejar de producir, la obligación de alimentarlos se transfiere por así decirlo al mercado. Si este mercado se encarece, entonces el Estado mexicano los tiene que subsidiar con transferencias monetarias.
Pero siendo deseable que el gobierno sea pragmático frente a la carestía, no la resolverá con acciones aisladas y aumentos de gasto público si al mismo tiempo no revisa a fondo las bases de sus políticas públicas, muchas de ellas rebasadas por la realidad.
El aumento de precios de alimentos afecta más a las familias mientras más bajo es su ingreso, pues entonces dedican un mayor porcentaje del mismo a alimentarse. Como la escala de aumentos ocurridos en el mundo es muy grande, el efecto sobre la población de bajo ingreso puede ser devastador si se traslada tal cual a los alimentos en México.
Para familias que dedican más de 25% de su ingreso a los alimentos, esto puede representar una pérdida de 6% en su poder de compra. Además, como productos no alimentarios también aumentan (como ya lo hacen la electricidad, el gas y otros), una pérdida de 10% del ingreso no se debe descartar. El puro potencial de descontento social sacudiría varios de los pilares de la política económica del gobierno.
El gobierno puede revisar las bases de su política agropecuaria y de alimentos y cambiarla para enfrentar estos problemas. O bien puede pretender que dicha política es la adecuada y sólo tiene que dar más subsidios a la población y vigilar que las alzas no sirvan de pretexto para aumentos excesivos de salarios.
Pero de cualquier manera esta carestía iría mostrando que varias de las políticas del gobierno han dejado de ser funcionales.
Una primera es que para mantener la inflación baja hay que importar más alimentos, o bien que se abran “los cupos de importación”, como se ha convertido en la frase familiar del secretario de Economía. Esto es así porque las alzas de precios están llegando en primer lugar por la vía de los alimentos importados. Si bien hay mucha oferta mundial, la demanda mundial se ha ampliado mucho más rápidamente.
Más aún, los alimentos han sido comprados por muchos inversionistas en el mundo a través de contratos de futuros y ya forman parte de la especulación mundial.
Una segunda tesis que se viene abajo es que no importa cuánto dependamos de los alimentos extranjeros, en tanto los podamos comprar. Un riesgo es que los países productores comiencen a proteger su propio abastecimiento imponiendo restricciones a sus exportaciones, como lo han tratado de hacer Argentina y varios países asiáticos. La dependencia hoy es que México importa 30% de su consumo de maíz amarillo; 95% de soya; 65% del trigo para pan; y 30% del sorgo para ganado, según la Confederación Nacional Campesina.
Así, cualquier disrupción en los balances globales o alarma de abastecimiento podría llevar a la escasez, con efectos sociales imposibles de predecir.
Otra postura que posiblemente se venga abajo es que no hay que impulsar al campo mexicano, porque no tiene competitividad. La realidad le hará ver al gobierno que si los precios de los alimentos en el mundo son muy altos para el nivel de salarios en México, las únicas alternativas son permitir un alza abrupta de salarios, o bien mayor producción interna con reordenamiento de los mercados.
Otra política pública que será cuestionada es que el Estado no debe subsidiar al campo y, si tiene que apoyarlo, debe hacerlo en forma mínima.
Para empezar, el gobierno mismo ya aumentó los apoyos a ciertos sectores, frente a los primeros aumentos el año pasado, en la tortilla. Pero la tesis imperante sigue siendo concentrar los apoyos públicos en los grandes productores y considerar que los pequeños ni siquiera deberían dedicarse a la agricultura, pues nunca alcanzarán los niveles de productividad para competir internacionalmente.
Irónicamente, el sector de pequeña agricultura cuando menos se estaba encargando de su propia alimentación y ayudando a mantener algunos ecosistemas. Al dejar de producir, la obligación de alimentarlos se transfiere por así decirlo al mercado. Si este mercado se encarece, entonces el Estado mexicano los tiene que subsidiar con transferencias monetarias.
Pero siendo deseable que el gobierno sea pragmático frente a la carestía, no la resolverá con acciones aisladas y aumentos de gasto público si al mismo tiempo no revisa a fondo las bases de sus políticas públicas, muchas de ellas rebasadas por la realidad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario