Por: Homar Garcés (especial para ARGENPRESS.info)
La confrontación entre la reacción (tanto la interna como la externa) y la revolución bolivariana en Venezuela ha tenido sus repercusiones, las cuales se evidencian -de una u otra manera- en la postergación de muchos de los logros políticos, sociales, económicos, militares, culturales y económicos que bien han podido concretarse y expandirse en el transcurso de los últimos nueve años de gestión del Presidente Chávez.
Una de sus consecuencias es la falta de una visión compartida, concebida bajo el punto de vista estrictamente revolucionario, de lo que es el problema del poder y cómo ejercerlo. La existencia de una convivencia forzada, contradictoria y, a veces, negociada de ingredientes reformistas y revolucionarios hace imposible o dificultoso el tránsito de una sociedad moribunda a una todavía por nacer; siendo patente la extensión, más allá de lo aceptable, de actitudes y estructuras que, en nada, conciernen a un proceso revolucionario.
El problema del poder, a la luz de lo acontecido en Venezuela, Bolivia, Ecuador o Argentina en los últimos años, sigue oscilando entre dos categorías antagónicas y excluyentes: el reformismo o la revolución. No hay, por tanto, una posibilidad de que se combinen armoniosamente. Sin embargo, frente a ambas, poco se ha hecho para delimitar el ámbito de acción de cada una, de manera que sepamos, sin confusión, si se está o no con la revolución y el socialismo.
En el caso venezolano, la coyuntura electoral representa una magnífica oportunidad para dilucidar favorablemente tal cuestión. El movimiento popular revolucionario tiene ante sí la ocasión de disputarle y arrebatarle espacios a quienes, al amparo de la revolución bolivariana, siguen afincados en el pasado, sin contribuir para nada con la construcción ni el avance sostenido del poder popular que prefigura el socialismo. Para ello es necesario que se imponga una línea subversiva (en el más estricto sentido del término), de manera que esta tarea la asuma con un criterio orientador hacia las bases populares, fomentando entre ellas la convicción de constituir un todo coherente y orgánico, disponiendo de una dirección política y de una fortaleza ideológica, innegables.
En tal sentido, la afirmación del proceso revolucionario apunta a la conquista del poder y a la edificación de un nuevo Estado, lo que implica nuevas relaciones de poder. Así la organización y la formación ideológica de las masas revolucionarias, unidas a la orientación de una vanguardia revolucionaria auténtica, podrán fundar esta nueva realidad, resolviendo el problema del poder a favor de las mayorías como el requisito indispensable para la expansión y concreción del proyecto revolucionario en Venezuela. Cuestión que habrá de aclararse, de acuerdo a lo afirmado por Miguel Angel Hernández, cuando escribe: “Una de dos. O vamos al socialismo, y eso supone la ruptura definitiva con el capital y la liquidación de la propiedad privada de los medios de producción, óigase bien, “medios de producción”, nos referimos a las grandes fábricas, comercios, trasnacionales, bancos, seguros, etc., y su control por parte de los trabajadores y el pueblo, de forma independiente de la burguesía “nacional” o transnacional, o, por el contrario, con el discurso del “socialismo del siglo XXI” o del “socialismo bolivariano” se establecen alianzas con la burguesía para perpetuar el capitalismo. Ese es el dilema de hierro en el que estamos inmersos. O este proceso revolucionario se reencausa efectivamente hacia el socialismo sin patronos, terratenientes y burócratas, o entraríamos en una caricatura de revolución, como llamó el Che a las revoluciones sin socialismo, que no haría otra cosa que mantener las relaciones y estructuras capitalistas en el marco de un discurso “socializante”.
De ahí que sea primordial que los diversos movimientos revolucionarios se planteen seriamente la conquista del poder, a fin de generar los espacios requeridos para la construcción del socialismo y del poder popular, antes que simplemente involucrarse en torneos electorales que sólo favorecen a los fracciones reformistas por su capacidad de mimetizarse como revolucionarias, mientras el pueblo se mantiene a la espera, ligando que los gobernantes de turno sean menos ineficientes, mentirosos y corruptos que sus antecesores, pero sin asumir ningún protagonismo ni participación. Esto podría, incluso, llevarse a cabo sin necesidad de sumarse a la vía electoral, como también si se asumiera, desarrollando formas de autodeterminación y articulando concepciones alternativas de cómo debería ser la nueva civilización que guiaría al mundo. Lo importante es que los revolucionarios no se desvíen ni se descuiden en cuanto al propósito que debe animarlos en todo instante de hacer la revolución, sin agotarse en un esfuerzo estéril que, a la final, sólo reforzaría la acción e influencia de los reformistas, quedándose todo en simples murmullos de subversión del orden establecido.
La confrontación entre la reacción (tanto la interna como la externa) y la revolución bolivariana en Venezuela ha tenido sus repercusiones, las cuales se evidencian -de una u otra manera- en la postergación de muchos de los logros políticos, sociales, económicos, militares, culturales y económicos que bien han podido concretarse y expandirse en el transcurso de los últimos nueve años de gestión del Presidente Chávez.
Una de sus consecuencias es la falta de una visión compartida, concebida bajo el punto de vista estrictamente revolucionario, de lo que es el problema del poder y cómo ejercerlo. La existencia de una convivencia forzada, contradictoria y, a veces, negociada de ingredientes reformistas y revolucionarios hace imposible o dificultoso el tránsito de una sociedad moribunda a una todavía por nacer; siendo patente la extensión, más allá de lo aceptable, de actitudes y estructuras que, en nada, conciernen a un proceso revolucionario.
El problema del poder, a la luz de lo acontecido en Venezuela, Bolivia, Ecuador o Argentina en los últimos años, sigue oscilando entre dos categorías antagónicas y excluyentes: el reformismo o la revolución. No hay, por tanto, una posibilidad de que se combinen armoniosamente. Sin embargo, frente a ambas, poco se ha hecho para delimitar el ámbito de acción de cada una, de manera que sepamos, sin confusión, si se está o no con la revolución y el socialismo.
En el caso venezolano, la coyuntura electoral representa una magnífica oportunidad para dilucidar favorablemente tal cuestión. El movimiento popular revolucionario tiene ante sí la ocasión de disputarle y arrebatarle espacios a quienes, al amparo de la revolución bolivariana, siguen afincados en el pasado, sin contribuir para nada con la construcción ni el avance sostenido del poder popular que prefigura el socialismo. Para ello es necesario que se imponga una línea subversiva (en el más estricto sentido del término), de manera que esta tarea la asuma con un criterio orientador hacia las bases populares, fomentando entre ellas la convicción de constituir un todo coherente y orgánico, disponiendo de una dirección política y de una fortaleza ideológica, innegables.
En tal sentido, la afirmación del proceso revolucionario apunta a la conquista del poder y a la edificación de un nuevo Estado, lo que implica nuevas relaciones de poder. Así la organización y la formación ideológica de las masas revolucionarias, unidas a la orientación de una vanguardia revolucionaria auténtica, podrán fundar esta nueva realidad, resolviendo el problema del poder a favor de las mayorías como el requisito indispensable para la expansión y concreción del proyecto revolucionario en Venezuela. Cuestión que habrá de aclararse, de acuerdo a lo afirmado por Miguel Angel Hernández, cuando escribe: “Una de dos. O vamos al socialismo, y eso supone la ruptura definitiva con el capital y la liquidación de la propiedad privada de los medios de producción, óigase bien, “medios de producción”, nos referimos a las grandes fábricas, comercios, trasnacionales, bancos, seguros, etc., y su control por parte de los trabajadores y el pueblo, de forma independiente de la burguesía “nacional” o transnacional, o, por el contrario, con el discurso del “socialismo del siglo XXI” o del “socialismo bolivariano” se establecen alianzas con la burguesía para perpetuar el capitalismo. Ese es el dilema de hierro en el que estamos inmersos. O este proceso revolucionario se reencausa efectivamente hacia el socialismo sin patronos, terratenientes y burócratas, o entraríamos en una caricatura de revolución, como llamó el Che a las revoluciones sin socialismo, que no haría otra cosa que mantener las relaciones y estructuras capitalistas en el marco de un discurso “socializante”.
De ahí que sea primordial que los diversos movimientos revolucionarios se planteen seriamente la conquista del poder, a fin de generar los espacios requeridos para la construcción del socialismo y del poder popular, antes que simplemente involucrarse en torneos electorales que sólo favorecen a los fracciones reformistas por su capacidad de mimetizarse como revolucionarias, mientras el pueblo se mantiene a la espera, ligando que los gobernantes de turno sean menos ineficientes, mentirosos y corruptos que sus antecesores, pero sin asumir ningún protagonismo ni participación. Esto podría, incluso, llevarse a cabo sin necesidad de sumarse a la vía electoral, como también si se asumiera, desarrollando formas de autodeterminación y articulando concepciones alternativas de cómo debería ser la nueva civilización que guiaría al mundo. Lo importante es que los revolucionarios no se desvíen ni se descuiden en cuanto al propósito que debe animarlos en todo instante de hacer la revolución, sin agotarse en un esfuerzo estéril que, a la final, sólo reforzaría la acción e influencia de los reformistas, quedándose todo en simples murmullos de subversión del orden establecido.
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