Jacobo Zabludovsky
El único antecedente de un secuestro infantil en México con efectos traumáticos en el ánimo popular comparables al causado por el de Fernando Martí, ocurrió el 4 de octubre de 1945, cuando a las puertas de su casa en la calle de Liverpool, en la colonia Juárez, desapareció, en un descuido de su madre, Fernando (también) Bohigas de dos años y medio.
El comandante Jesús Galindo, jefe del Servicio Secreto, recibió la denuncia de los padres y repartió ese día fotos del niño en todo el país, Guatemala y Estados Unidos. Las estaciones de radio pidieron la colaboración del público y los periódicos dedicaron las cabezas de sus primeras planas a informar del asunto.
El robo de niños traía de cabeza a la policía por su frecuencia y el fracaso de las investigaciones.
El secuestro duró seis meses, mismos en que la noticia se mantuvo en el primer lugar del interés general.
El comandante Galindo siguió una pista que lo llevó a la colonia Moctezuma y rescató vivo al niño, secuestrado por una señora que no podía tenerlos. La mujer confesó, Fernando volvió con sus padres, el comandante Galindo se colgó la medalla y Salvador Novo escribió: “El caso del niño Bohigas que trae tan excitados a los periódicos, me parece incompletamente abordado por cuantos apresuran su opinión al respecto. No ven más que: a) algunos la final eficacia de la Policía: b) otros, la beatífica, cinematográfica dicha de los padres que lo recuperaron”. Y colorín, colorado.
Muy distinto el final del actual secuestro, porque otros fueron los motivos y diferentes las consecuencias: en el caso Bohigas, gratas para todos, excepto para la secuestradora que pagó su delito en la cárcel; en el caso Martí, la tragedia familiar y una conmoción social que unifica, por primera vez en mucho tiempo, a todos los mexicanos indignados, temerosos, decepcionados de sus dizque autoridades que, desorientadas y a la deriva, buscan soluciones en el cajón de sastre donde cayeron los fracasos de sus antecesores.
Nunca se ha visto en México tal desconcierto de los gobiernos federal y capitalino, ni tantos boticarios ofreciendo remedios infalibles. Cuánta ineptitud allá arriba y cuántos sabios a nuestro nivel. Mientras en lo alto no saben ni por dónde pita el tren, en lo bajo recuerdan el capítulo aquel del Quijote en el que uno y otro se confunden con sus rebuznos.
Una organización llamada Iluminemos México convocó a una manifestación callejera para el 30 de agosto y causó alarma tanto en el Zócalo como en Los Pinos. La primera reacción de los achichincles fue comprar las pilas que sus jefes desde hace tanto tiempo necesitan con urgencia. Cuando la lumbre les llegó a los aparejos, rescataron viejas propuestas de pánico como aumentar las penas de cárcel o cambiarles el nombre a grupos de policías delincuentes, ineficientes y corruptos. Vieron que la paciencia ha llegado a un límite y que darnos atole con el dedo o dorarnos la píldora ya no son conductas sensatas. El Presidente de la República, el jefe del Distrito Federal, los gobernadores de los estados y otros funcionarios y representantes de grupos dentro y fuera de la burocracia, van a buscar soluciones a un problema complejo y luego, sobre todo, a vigilar que lo acordado se cumpla.
No es tarea fácil. Al empezar a hurgar, abrir y destapar para reconstruir desde abajo, puede ocurrir lo que en los establos de Augías, que no se habían limpiado durante 30 años y la basura casi cubría a los 3 mil animales, bueyes por cierto. Se necesitaría que Hércules volviera para quitar la inmundicia y, de paso, escabecharse al perverso Augías y a sus dos hijos. Soñar no cuesta nada.
La prosaica realidad nos muestra la clase de establo en que vivimos los mexicanos. La mitología no vendrá en nuestra ayuda. Es distinto el tamaño de los protagonistas, empeñados los nuestros en ser los primeros en fijar fechas, convocar juntas, escoger lugares, listar invitados, decidir si se saludan o no, si se sientan juntos, si se toman la foto, si se pasan el chicle. Como si algo de eso o todo junto tuviera maldita importancia. Por fin, será el jueves.
La muerte de un niño viene a confirmar, por si alguien dudara, que no estamos preparados para enfrentar los problemas de fondo en México. Improvisamos de acuerdo al escape clásico del relajo mexicano: la frase oportuna, nunca el análisis de fondo. Otra vez lo mismo. Este jueves, o el otro. Este palacio o el otro. Estas conclusiones o las que sean. La experiencia nos agobia con la convicción de que todo se repetirá, seguirá igual. Los convocados se felicitarán con la satisfacción de quien ha cumplido su deber.
Sobre la pequeña lápida pondrán otra.
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