Jacobo Zabludovsky
“El autor de esta columna se compromete a escribir como Cervantes. Tiempo de ejecución: un año”.
Inspirado en los 74 compromisos esparcidos como confeti sobre los 200 invitados el jueves pasado en el salón de la Tesorería, pensé en esta como una buena oportunidad de tentar a la suerte: nadie me castigará si no cumplo.
Seguramente, al cumplirse el plazo, seguiré escribiendo de esta forma lamentable. Lo mismo pasará con la mayoría de los firmantes solemnes del pacto anticrimen tan comentado este fin de semana.
Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad es el nombre del documento que no puede considerarse una desilusión porque nadie esperaba ilusionado resultados concretos. En él se contienen buenos deseos, tímidas aspiraciones, vagas finalidades, redundancias con leyes vigentes, promesas ya hechas e incumplidas, evasiones a los temas de fondo, ganas de abultar la lista con órdenes como impulsar, diseñar, evaluar, controlar, apoyar, fortalecer, coordinar, consolidar, regular. Verbos sin obligación.
Veámoslo, sin embargo, de otra manera. De una más sencilla. Algunos seres humanos tienen un problema y se reúnen para entenderlo, buscar su causa y en el diálogo encontrar solución y alivio. Hagamos un ejercicio elemental de imaginación: despojemos al grupo de factores coyunturales que lo distinguen de otros, como su época, su lugar en el tiempo, su sitio geográfico, su espacio en la tierra, las características físicas de su entorno, todo aquello que lo califica, separa, distingue. Al reunirse, los miembros del grupo celebran el rito inicial y fundamental de la vida en comunidad: hablar y dejar hablar, oír y ser oído.
El jueves en el Palacio Nacional el resultado positivo fue el hecho de reunirse, más que su contenido y mucho más que sus muy dudosos beneficios prácticos.
Frente a una amenaza común, a la que no saben cómo enfrentar, los funcionarios superan sus vanidades, olvidan sus rencores, arrinconan eso que disfrazan como principios y aportan ideas, experiencias y propuestas. Dialogan. Toleran. Aceptan. Ceden. Acuerdan. Que lo acordado no esté a la altura de lo necesario, es harina de otro costal.
“Esta no es una carta de buenas intenciones”, dijo el presidente Felipe Calderón, pero eso es lo que es. Se maquillaron las críticas. Se evadieron los dos motivos fundamentales de la inseguridad que padecemos: el narcotráfico y la miseria. Del narcotráfico habló en breve mención Ruth Zavaleta, con cifras y datos que confirman el tamaño y la penetración de una plaga que todo lo distorsiona y corrompe, estimula con la impunidad a todo género de delincuentes y hace fracasar, como ha fracasado en estos dos años, la guerra que el actual gobierno declaró como meta principal de su programa. Los delitos que padecemos los hemos sufrido siempre: secuestros, asaltos, asesinatos, robos. Pero la presencia gigantesca y relativamente reciente del narcotráfico nos sorprendió sin plan de acción. Y entre las consecuencias está el aumento de otros ilícitos. Nadie mencionó ese hecho pavoroso, tal vez para no molestar al Presidente.
Cuarenta millones de mexicanos viven por debajo del nivel tolerable de pobreza. No se dijo. Se habló de nuevas cárceles. De nada servirán si las van a dirigir quienes gobiernan las actuales. Muchas y grandes tendrán que ser si uno de cada tres mexicanos sigue viviendo sin agua potable, sin drenaje, sin caminos, sin escuelas, sin hospitales, sin trabajo, sin esperanzas. Sin más salida a su hambre que el robo y sus variedades y agravantes. Es otra guerra perdida, de acuerdo con datos de Naciones Unidas que no coinciden, qué raro, con los optimistas análisis del gobierno. De eso nadie dijo esta boca es mía, quizá, otra vez, por temor a incomodar a alguien.
En la reunión hubo una sola petición clara, concreta y compartida por todos los ciudadanos, a la cual, sin embargo, no se le puso “fecha de ejecución”.
El señor Alejandro Martí, padre del muchacho cuyo asesinato logró despertar a las autoridades, dijo a las ahí presentes, que eran todas: “Si no pueden, renuncien”. No renunciarán ni muertos, dónde se ha visto, faltaba más.
De los restos de la reunión quedan muy pocas intenciones rescatables. No veo otra solución a corto plazo que aprovechar lo disponible.
Aunque hay más paja que trigo, puede lograrse algo, no sé qué, tal vez son mis deseos de encontrar la salida de este callejón que no la tiene. O no se la encontramos.
Queda el acto palaciego como un precedente de lo que los mexicanos podemos hacer ante una crisis, siempre y cuando se usen menos los cosméticos y se enfrenten los problemas básicos, las causas y no las consecuencias.
Sobre la tumba cayó otra lápida.
“El autor de esta columna se compromete a escribir como Cervantes. Tiempo de ejecución: un año”.
Inspirado en los 74 compromisos esparcidos como confeti sobre los 200 invitados el jueves pasado en el salón de la Tesorería, pensé en esta como una buena oportunidad de tentar a la suerte: nadie me castigará si no cumplo.
Seguramente, al cumplirse el plazo, seguiré escribiendo de esta forma lamentable. Lo mismo pasará con la mayoría de los firmantes solemnes del pacto anticrimen tan comentado este fin de semana.
Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad es el nombre del documento que no puede considerarse una desilusión porque nadie esperaba ilusionado resultados concretos. En él se contienen buenos deseos, tímidas aspiraciones, vagas finalidades, redundancias con leyes vigentes, promesas ya hechas e incumplidas, evasiones a los temas de fondo, ganas de abultar la lista con órdenes como impulsar, diseñar, evaluar, controlar, apoyar, fortalecer, coordinar, consolidar, regular. Verbos sin obligación.
Veámoslo, sin embargo, de otra manera. De una más sencilla. Algunos seres humanos tienen un problema y se reúnen para entenderlo, buscar su causa y en el diálogo encontrar solución y alivio. Hagamos un ejercicio elemental de imaginación: despojemos al grupo de factores coyunturales que lo distinguen de otros, como su época, su lugar en el tiempo, su sitio geográfico, su espacio en la tierra, las características físicas de su entorno, todo aquello que lo califica, separa, distingue. Al reunirse, los miembros del grupo celebran el rito inicial y fundamental de la vida en comunidad: hablar y dejar hablar, oír y ser oído.
El jueves en el Palacio Nacional el resultado positivo fue el hecho de reunirse, más que su contenido y mucho más que sus muy dudosos beneficios prácticos.
Frente a una amenaza común, a la que no saben cómo enfrentar, los funcionarios superan sus vanidades, olvidan sus rencores, arrinconan eso que disfrazan como principios y aportan ideas, experiencias y propuestas. Dialogan. Toleran. Aceptan. Ceden. Acuerdan. Que lo acordado no esté a la altura de lo necesario, es harina de otro costal.
“Esta no es una carta de buenas intenciones”, dijo el presidente Felipe Calderón, pero eso es lo que es. Se maquillaron las críticas. Se evadieron los dos motivos fundamentales de la inseguridad que padecemos: el narcotráfico y la miseria. Del narcotráfico habló en breve mención Ruth Zavaleta, con cifras y datos que confirman el tamaño y la penetración de una plaga que todo lo distorsiona y corrompe, estimula con la impunidad a todo género de delincuentes y hace fracasar, como ha fracasado en estos dos años, la guerra que el actual gobierno declaró como meta principal de su programa. Los delitos que padecemos los hemos sufrido siempre: secuestros, asaltos, asesinatos, robos. Pero la presencia gigantesca y relativamente reciente del narcotráfico nos sorprendió sin plan de acción. Y entre las consecuencias está el aumento de otros ilícitos. Nadie mencionó ese hecho pavoroso, tal vez para no molestar al Presidente.
Cuarenta millones de mexicanos viven por debajo del nivel tolerable de pobreza. No se dijo. Se habló de nuevas cárceles. De nada servirán si las van a dirigir quienes gobiernan las actuales. Muchas y grandes tendrán que ser si uno de cada tres mexicanos sigue viviendo sin agua potable, sin drenaje, sin caminos, sin escuelas, sin hospitales, sin trabajo, sin esperanzas. Sin más salida a su hambre que el robo y sus variedades y agravantes. Es otra guerra perdida, de acuerdo con datos de Naciones Unidas que no coinciden, qué raro, con los optimistas análisis del gobierno. De eso nadie dijo esta boca es mía, quizá, otra vez, por temor a incomodar a alguien.
En la reunión hubo una sola petición clara, concreta y compartida por todos los ciudadanos, a la cual, sin embargo, no se le puso “fecha de ejecución”.
El señor Alejandro Martí, padre del muchacho cuyo asesinato logró despertar a las autoridades, dijo a las ahí presentes, que eran todas: “Si no pueden, renuncien”. No renunciarán ni muertos, dónde se ha visto, faltaba más.
De los restos de la reunión quedan muy pocas intenciones rescatables. No veo otra solución a corto plazo que aprovechar lo disponible.
Aunque hay más paja que trigo, puede lograrse algo, no sé qué, tal vez son mis deseos de encontrar la salida de este callejón que no la tiene. O no se la encontramos.
Queda el acto palaciego como un precedente de lo que los mexicanos podemos hacer ante una crisis, siempre y cuando se usen menos los cosméticos y se enfrenten los problemas básicos, las causas y no las consecuencias.
Sobre la tumba cayó otra lápida.
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