Porfirio Muñoz Ledo
Un distinguido jurista me hizo ver que no existe a la fecha una edición vigente de la Constitución. La última fue publicada en octubre anterior y quien quiera conocer las reformas introducidas desde entonces tendrá que ir al Diario Oficial o a los sitios de internet correspondientes a la Secretaría de Gobernación y a las cámaras del Congreso.
Tan sólo este año han aparecido tres decretos —7 de mayo, 18 de junio y 15 de agosto— por los que se reforman, respectivamente seis, 10 y dos artículos constitucionales; estos últimos para eximir al Ejecutivo de su asistencia a la apertura de sesiones del Legislativo y sancionar así una situación aberrante: la imposibilidad de cualquier contacto ceremonial o parlamentario entre dos poderes de la Unión.
Si se añaden los cambios efectuados en 2007, llegamos a la suma de 37 artículos reformados: casi 30% de la Constitución. No andaban errados los especialistas consultados en 1998 por la 57 legislatura cuando sugirieron modificaciones a 121 disposiciones constitucionales, ni fue exagerada la estimación que hicimos de que las propuestas planteadas a la CENCA por la sociedad y los partidos nos llevarían a reformar cuando menos dos tercios del articulado.
La deformación es a la vez metodológica y sustantiva. De una parte, la alteración recurrente y perpetua de la Constitución —la “parchología”— es una prolongación confesa de los hábitos del antiguo régimen, genera incontables contradicciones, vuelve cada vez más prolija la normatividad suprema, conduce a la incertidumbre jurídica y convierte en mandatos constitucionales arreglos políticos de coyuntura.
Lo que propusimos desde el inicio de la transición es una nueva arquitectura constitucional, consecuente con un verdadero cambio de sistema político, tal como ha ocurrido en fenómenos semejantes de numerosos países. En ese sentido se pronunció unánimemente la comisión plural que presidí en el año 2000: la revisión integral de la Constitución, a fin de darle estabilidad durante una generación. Cuando asumió el proyecto, el Ejecutivo lo llamó la refundación del Estado.
En inverosímil paradoja, las reformas recientes fueron procesadas por el Congreso al margen de la ley que él mismo expidió para ese propósito, lo que podría ameritar la revocación de algunos mandatos. Ninguna de las propuestas relevantes ha sido dictaminada, ni en materia de derechos humanos ni de régimen político, sistema representativo, democracia directa, medios de comunicación, federalismo, municipalismo y reforma de la justicia.
Esta burla descomunal está siendo perpetrada por dirigentes parlamentarios en complicidad con el gobierno de Calderón. Enfrentamos una desvalorización consentida del pacto constitucional. No en balde voceros del régimen argumentaron en el debate del Senado que “el derecho no es álgebra ni la Constitución producto divino” y aludieron a “las 473 reformas” que ha sufrido para invitarnos a seguir torturando la “semántica constitucional”.
Afirma René Delgado que “mediante reformas y contrarreformas electorales los partidos ajustaron las reglas para repartirse el poder”, pero olvidaron legislar sobre “el sentido que debe darse a su ejercicio” y “ensanchar las reglas para la participación de la sociedad en la política”. Me sumo a su apotegma: “Si la impunidad criminal es intolerable, la impunidad política es imperdonable”. También a su clamor: “Si la élite política no puede, que se vaya de una vez”.
Ahí donde se implanta la ley de la selva el Estado se disuelve. De nada sirven ya los entorchados, las fanfarrias, las cumbres y la hueca parafernalia de la televisión. Sólo exhiben la ridícula impotencia del rey desnudo. Es tiempo de abolir la impostura y emprender la reconstrucción de la República.
Una genuina Constitución, además de establecer “la forma y organización del Estado”, determina sus relaciones con la sociedad, garantiza la seguridad y los derechos ciudadanos, y exige responsabilidades a los poderes públicos. Es apenas tiempo de remover, por vías pacíficas y legales, a los funcionarios que han obstruido el curso de nuestro proceso constituyente.
Un distinguido jurista me hizo ver que no existe a la fecha una edición vigente de la Constitución. La última fue publicada en octubre anterior y quien quiera conocer las reformas introducidas desde entonces tendrá que ir al Diario Oficial o a los sitios de internet correspondientes a la Secretaría de Gobernación y a las cámaras del Congreso.
Tan sólo este año han aparecido tres decretos —7 de mayo, 18 de junio y 15 de agosto— por los que se reforman, respectivamente seis, 10 y dos artículos constitucionales; estos últimos para eximir al Ejecutivo de su asistencia a la apertura de sesiones del Legislativo y sancionar así una situación aberrante: la imposibilidad de cualquier contacto ceremonial o parlamentario entre dos poderes de la Unión.
Si se añaden los cambios efectuados en 2007, llegamos a la suma de 37 artículos reformados: casi 30% de la Constitución. No andaban errados los especialistas consultados en 1998 por la 57 legislatura cuando sugirieron modificaciones a 121 disposiciones constitucionales, ni fue exagerada la estimación que hicimos de que las propuestas planteadas a la CENCA por la sociedad y los partidos nos llevarían a reformar cuando menos dos tercios del articulado.
La deformación es a la vez metodológica y sustantiva. De una parte, la alteración recurrente y perpetua de la Constitución —la “parchología”— es una prolongación confesa de los hábitos del antiguo régimen, genera incontables contradicciones, vuelve cada vez más prolija la normatividad suprema, conduce a la incertidumbre jurídica y convierte en mandatos constitucionales arreglos políticos de coyuntura.
Lo que propusimos desde el inicio de la transición es una nueva arquitectura constitucional, consecuente con un verdadero cambio de sistema político, tal como ha ocurrido en fenómenos semejantes de numerosos países. En ese sentido se pronunció unánimemente la comisión plural que presidí en el año 2000: la revisión integral de la Constitución, a fin de darle estabilidad durante una generación. Cuando asumió el proyecto, el Ejecutivo lo llamó la refundación del Estado.
En inverosímil paradoja, las reformas recientes fueron procesadas por el Congreso al margen de la ley que él mismo expidió para ese propósito, lo que podría ameritar la revocación de algunos mandatos. Ninguna de las propuestas relevantes ha sido dictaminada, ni en materia de derechos humanos ni de régimen político, sistema representativo, democracia directa, medios de comunicación, federalismo, municipalismo y reforma de la justicia.
Esta burla descomunal está siendo perpetrada por dirigentes parlamentarios en complicidad con el gobierno de Calderón. Enfrentamos una desvalorización consentida del pacto constitucional. No en balde voceros del régimen argumentaron en el debate del Senado que “el derecho no es álgebra ni la Constitución producto divino” y aludieron a “las 473 reformas” que ha sufrido para invitarnos a seguir torturando la “semántica constitucional”.
Afirma René Delgado que “mediante reformas y contrarreformas electorales los partidos ajustaron las reglas para repartirse el poder”, pero olvidaron legislar sobre “el sentido que debe darse a su ejercicio” y “ensanchar las reglas para la participación de la sociedad en la política”. Me sumo a su apotegma: “Si la impunidad criminal es intolerable, la impunidad política es imperdonable”. También a su clamor: “Si la élite política no puede, que se vaya de una vez”.
Ahí donde se implanta la ley de la selva el Estado se disuelve. De nada sirven ya los entorchados, las fanfarrias, las cumbres y la hueca parafernalia de la televisión. Sólo exhiben la ridícula impotencia del rey desnudo. Es tiempo de abolir la impostura y emprender la reconstrucción de la República.
Una genuina Constitución, además de establecer “la forma y organización del Estado”, determina sus relaciones con la sociedad, garantiza la seguridad y los derechos ciudadanos, y exige responsabilidades a los poderes públicos. Es apenas tiempo de remover, por vías pacíficas y legales, a los funcionarios que han obstruido el curso de nuestro proceso constituyente.
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