Creer en alguien o en algo es esencial para el ser humano. No creer en nada nos hace infelices. Creer es un acto de fe. Creer es confiar. Se cree con el corazón y con la cabeza, aunque a menudo predomina el corazón. Y no me refiero sólo a lo religioso.
Unamuno luchó por creer en Dios toda su vida y no lo logró. No se trata de decir: "Quiero creer y, por lo tanto, voy a decir que creo" (lo cual sería hipócrita). Se trata de creer con el cuerpo, con la mente y con el alma, como él creía en el arte, en la educación y en el ser humano.
Una amiga católica me dijo: "Para evitar ateos, nada más eficiente que dar más información y valores a los niños para que conozcan, amen y teman a Dios".
Olvida que los niños creen en Dios como en Santa Clos porque los adultos, en quienes los niños creen, les aseguran que existen. Pero los niños los perciben a todos en el mismo bloque de seres mágicos y súper héroes: Batman, las Chicas Súper Poderosas, Dios, Santa, el ángel de la guarda y toda la hagiografía necesaria, sin reflexionar sobre sus características distintivas.
Esa idea infantil debe irse transformando con el tiempo, pero en México, la mayoría de los ciudadanos y aspirantes a ciudadanos siguen aferrados a ella porque es muy cómodo. Quien cree en Dios deja todo en sus manos. Y está bien mientras se trate de lo personal, de lo privado. Pero extender esa fe a lo sociopolítico y económico es absurdo. No podemos seguir esperando la llegada de un mesías político. Si no nos salvamos nosotros, nadie lo hará.
Por otro lado, responsabilizar a Dios de la condición desastrosa del País es absurdo. Es muy cómodo creer que todo lo malo y lo bueno que nos sucede es voluntad divina. Eso nos permite archivar nuestra responsabilidad y lamentarnos de cómo nuestra bondad individual y nacional es injustamente castigada por el destino, contra el que (decimos) nada se puede.
Olvidamos que mientras haya impunidad, la corrupción será omnipresente y mientras nosotros no hagamos nuestra tarea, continuarán la corrupción y el deterioro. Los dioses no tienen vela en el entierro.
Creer en algunas personas y en las instituciones es esencial para el desarrollo de un País. Cuando se confía en ellas, se acepta y se apoya lo que hacen o dicen porque se está en un terreno seguro. En cambio, cuando no se cree, se recela de lo que hagan o digan (aunque después resulte cierto), porque sus palabras siempre serán arenas movedizas. Ante eso, en otros países se rebelan; aquí nos resignamos.
Los mexicanos somos desconfiados por herencia y por experiencia.
Le soplamos incluso al jocoque porque nos hemos quemado con leche muchas veces. Pero nos limitamos a soplar y a soplar, lo cual no resuelve nada y, en cambio, sí agrava la situación porque vuelve más profunda nuestra incapacidad para creer.
No creemos en los partidos políticos, ni en los funcionarios públicos, ni en el poder ejecutivo, judicial o legislativo; ni en los políticos, ni en la educación, ni en la policía, ni en el fisco, ni en los tránsitos, ni en muchas organizaciones, ni en muchos medios, ni en nosotros como ciudadanos. Para superar esta crisis de credibilidad tendrían que cambiar las cosas de fondo, lo cual no es sencillo.
¿Cómo podemos leer el nuevo libro de Salinas cuando muchos no le creemos ni el bendito? Cuando nos diga cómo ordenó y manipuló la caída del sistema más famosa de nuestra historia, cuando confiese por qué pintó de azul y naranja todas las gasolineras antes de sembrar las armas a "La Quina", cuando nos cuente por qué favoreció a Carlos Slim con Telmex, cuando explique por qué puso a México en charola de plata para servirlo a los gringos a través del TLC, le vamos a empezar a creer.
Las versiones de los ex presidentes respecto a numerosos asuntos que nos han dañado varían tanto entre sí que, como no sabemos a quién creerle, no le creemos a ninguno.
El IPAB, la venta de los bancos, la maestra Elba Esther, Napoleón Gómez Urrutia, los sindicatos, el Sub, los seguros de gastos médicos, la publicidad, el rancho de Fox, los hijos de Marta, las ofertas y las promesas de éxito son increíbles.
¿Que también hay cosas positivas? Sí, pero tampoco las creemos. Desalentador, ¿no cree usted?
Rosaura Barahona / El Norte / REFORMA / 13 mayo 2008
Unamuno luchó por creer en Dios toda su vida y no lo logró. No se trata de decir: "Quiero creer y, por lo tanto, voy a decir que creo" (lo cual sería hipócrita). Se trata de creer con el cuerpo, con la mente y con el alma, como él creía en el arte, en la educación y en el ser humano.
Una amiga católica me dijo: "Para evitar ateos, nada más eficiente que dar más información y valores a los niños para que conozcan, amen y teman a Dios".
Olvida que los niños creen en Dios como en Santa Clos porque los adultos, en quienes los niños creen, les aseguran que existen. Pero los niños los perciben a todos en el mismo bloque de seres mágicos y súper héroes: Batman, las Chicas Súper Poderosas, Dios, Santa, el ángel de la guarda y toda la hagiografía necesaria, sin reflexionar sobre sus características distintivas.
Esa idea infantil debe irse transformando con el tiempo, pero en México, la mayoría de los ciudadanos y aspirantes a ciudadanos siguen aferrados a ella porque es muy cómodo. Quien cree en Dios deja todo en sus manos. Y está bien mientras se trate de lo personal, de lo privado. Pero extender esa fe a lo sociopolítico y económico es absurdo. No podemos seguir esperando la llegada de un mesías político. Si no nos salvamos nosotros, nadie lo hará.
Por otro lado, responsabilizar a Dios de la condición desastrosa del País es absurdo. Es muy cómodo creer que todo lo malo y lo bueno que nos sucede es voluntad divina. Eso nos permite archivar nuestra responsabilidad y lamentarnos de cómo nuestra bondad individual y nacional es injustamente castigada por el destino, contra el que (decimos) nada se puede.
Olvidamos que mientras haya impunidad, la corrupción será omnipresente y mientras nosotros no hagamos nuestra tarea, continuarán la corrupción y el deterioro. Los dioses no tienen vela en el entierro.
Creer en algunas personas y en las instituciones es esencial para el desarrollo de un País. Cuando se confía en ellas, se acepta y se apoya lo que hacen o dicen porque se está en un terreno seguro. En cambio, cuando no se cree, se recela de lo que hagan o digan (aunque después resulte cierto), porque sus palabras siempre serán arenas movedizas. Ante eso, en otros países se rebelan; aquí nos resignamos.
Los mexicanos somos desconfiados por herencia y por experiencia.
Le soplamos incluso al jocoque porque nos hemos quemado con leche muchas veces. Pero nos limitamos a soplar y a soplar, lo cual no resuelve nada y, en cambio, sí agrava la situación porque vuelve más profunda nuestra incapacidad para creer.
No creemos en los partidos políticos, ni en los funcionarios públicos, ni en el poder ejecutivo, judicial o legislativo; ni en los políticos, ni en la educación, ni en la policía, ni en el fisco, ni en los tránsitos, ni en muchas organizaciones, ni en muchos medios, ni en nosotros como ciudadanos. Para superar esta crisis de credibilidad tendrían que cambiar las cosas de fondo, lo cual no es sencillo.
¿Cómo podemos leer el nuevo libro de Salinas cuando muchos no le creemos ni el bendito? Cuando nos diga cómo ordenó y manipuló la caída del sistema más famosa de nuestra historia, cuando confiese por qué pintó de azul y naranja todas las gasolineras antes de sembrar las armas a "La Quina", cuando nos cuente por qué favoreció a Carlos Slim con Telmex, cuando explique por qué puso a México en charola de plata para servirlo a los gringos a través del TLC, le vamos a empezar a creer.
Las versiones de los ex presidentes respecto a numerosos asuntos que nos han dañado varían tanto entre sí que, como no sabemos a quién creerle, no le creemos a ninguno.
El IPAB, la venta de los bancos, la maestra Elba Esther, Napoleón Gómez Urrutia, los sindicatos, el Sub, los seguros de gastos médicos, la publicidad, el rancho de Fox, los hijos de Marta, las ofertas y las promesas de éxito son increíbles.
¿Que también hay cosas positivas? Sí, pero tampoco las creemos. Desalentador, ¿no cree usted?
Rosaura Barahona / El Norte / REFORMA / 13 mayo 2008
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