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22 abril 2007

Perfecto amor…

Fue un domingo en la tarde, me acuerdo. Apático, el sol. Entelerido.

- Acércate, hijo. Mi chifladura es pacífica -y la tía Gabriela sonreía

Yo, por aquello de las dudas, al reunirme con ella en el jardincillo apacible del manicomio me fui a sentar en el otro extremo de la banca El bochorno me impedía hablar. Ni dónde poner los ojos. Y ella:

- Acércate, que tu tía es inofensiva, no temas.

De ganchete la observé; la reclusión le ha conferido una apariencia de beatitud: carnes amojamadas, traslúcida la piel y mansos sus ojos, como moldeados para columbrar distancias y ausencias, sobre todo de pupilas adentro, donde más lejanas son las ausencias y más ausentes las lejanías. Mi tía Gabriela. La oí suspirar…

Y fue así, mis valedores, como aquel cacho de domingo lo pasé con la tía Gabriela por hacerle compañía, por aligerarle la soledad. Ah, las tardes de domingo, del día más lóbrego, letárgico y macilento para quienes habitan en la almendra de la soledad; los suicidas en ciernes, los nostálgicos, los desahuciados, los abandonados, yo…

Una historia de amor, dije antes. Según la plática familiar, desde muy tierna mi tía Gabriela vivió las horas muertas hojeando un viejo álbum de estampas marinas que le cayó por casualidad. Barcos, sí, todo tipo tipo de barcos: balandros, veleros, bajeles, navios de ágiles velas, trasatlánticos que, frente a las pupilas de una tía fantasiosa, cruzan eternamente las ondas del glauco mar, como lo mienta Homero. A la de fantasía atorrenciada los ojos se le iban, encandilados, tras la salina inmensidad, y su espíritu se llenaba de gozo y se sacudía en unas escondidas urgencias de tornarse gaviota que, alas de argentada espuma, marcara la ruta marinera sobre los lomos del mar. “Boga, boga, marinero. Boga, boga, bogavante…” Canturreos.

Mi tía Gabriela creció, alcanzó la edad de merecer, y entonces vino a heredar la fortuna de aquel su padre minero de ascendencia rubia y apellido con reminiscencias de whisky escocés. Fue entonces cuando la susodicha tía desapareció por primera vez. Cierta madrugada anocheció y no amaneció, que se nos fue de viajante en aquel carromato sonámbulo que, como el son, “se lleva a los hombres a las orillas del mar”. La enamorada del océano y sus marineros iba al encuentro de su destino: conocer el mar, las gaviotas, los barcos, los marineros. “Boga, boga, bogavante…”

Veracruz. Ahí estaba aquella mañana la tía Gabriela, el vivo asombro en las zarcas pupilas, frente a la rizada inmensidad. En el muelle, cabeceando su modorra, aquel barquito camaronero.

- Un barco de juguete, comparado con los navios de mi niñez, los del libro de estampas. ¿No te estoy aburriendo, hijo?

De ahí en adelante, los puertos: Tuxpan, Coatzacoalcos, Salina Cruz, Manzanillo, algún Champotón, algún ignoto Puerto Peñasco. Y entonces a marinar, en la mejor de sus acepciones. La tía Gabriela, novelera velera de vela y timón…

Un hombre de mar, danés, fue el gran amor de mi tía la de la fantasía encandilada Con aquél de nombre impronunciable anduvo los siete mares y algunos más, y con él dilapidó media fortuna por la fortuna de dilapidarla con él. Pero ya de vuelta al hogar, todavía paciente impaciente de aquel sufriente amor malaventurado, mi tía Gabriela evidenciaba que había quedado irremisiblemente dañada del mar y sus marineros.

Entonces de los peñascales de Zacatecas se volvió a desaparecer, y en mucho tiempo de la tía Gabriela no volvimos a saber ni su rastro. Y es que la malquerida, buscando de puerto en puerto al danés de nombre impronunciable que ella repetía en sueños, pasó de Tuxpan a Veracruz, y de ahí a Coatzacoalcos y Salina Cruz, buscando durante doce, quince años, al perdido amor. Y vaciando en los mares el resto de su fortuna…

- Tú sí me comprendes, ¿verdad? Siento que tú me entiendes porque estás chiflado como yo, pobrecillo niño viejo. ¿O viejo niño, tal vez? ¿Qué edad tienes? ¿No sientes que tú y yo andamos viviendo de más y en un mundo como ajeno? Como que habitamos en vidas hurtadas a sus legítimos dueños, ¿no lo percibes a medias de una tarde de domingo? Ay, ay, que lo dijo el poeta: “tanta vida y jamás”. Tú sí me entiendes, ¿verdad que tú si me entiendes..?

Las zarcas pupilas se la rasaron. Una gota exprimida del ánima se deslizó mejilla abajo. En un pecho que fue de cimas y era de simas, el suspirar. Yo, el deseo de salir de aquel sitio, de huir, de recomponer la figura, que se me desencuadernaba Porque digo yo, mis valedores, ¿habrá dolencias más pegadizas que locura y tristuras? Dios, yo con estos mostachos y haciendo pucheros…

Fuente: El Valedor

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