En casi todas las naciones protestantes, las jóvenes son mucho más libres en sus acciones que en los pueblos católicos.
Esta independencia es todavía mayor en los pueblos protestantes que, como Inglaterra, han conservado o adquirido el derecho de gobernarse a sí mismos desvinculados de Roma. Entonces, la libertad penetra en la familia por medio de los hábitos políticos y de las creencias religiosas.
Las doctrinas del protestantismo en Estados-Unidos, están combinadas con la constitución muy libre y un estado social muy democrático, y en ninguna parte las jóvenes se hallan más pronto entregadas a sí mismas.
Mucho tiempo antes de que la joven norteamericana haya llegado a la edad de casarse, se la empieza a sacar poco a poco de la tutela maternal, y no ha salido de la infancia, cuando ya piensa por si sola, habla libremente y obra también por sí. Delante de ella está constantemente descubierto el panorama del mundo y, lejos de procurar alejarlo de su vista, se le muestra cada día más, y se le enseña a contemplarlo con ojos firmes y tranquilos. De esta manera, los vicios y los peligros que la sociedad presenta, no tardan en revelarse y, como los ve claramente, los juzga sin ilusión y arrostra sin miedo, pues confía totalmente en sus fuerzas y hasta parece que participan de esta confianza todos los que la rodean.
Nadie debe figurarse encontrar en las jóvenes norteamericanas ese candor virginal de los deseos nacientes, ni esas gracias sencillas y naturales que acompañan en las jóvenes europeas el paso de la infancia a la juventud, pues hasta es raro que la norteamericana, cualquiera que sea su edad, muestre timidez e ignorancia pueril. Quiere agradar como la joven de Europa y sabe con precisión de qué manera; si no se entrega al mal, por lo menos lo conoce, y más bien tiene costumbres puras que un espíritu casto.
Me he sorprendido frecuentemente y casi espantado, al ver la destreza singular y la feliz audacia con que las jóvenes de Norteamérica manejaban sus ideas y sus palabras en los escollos de una conversación atrevida; un filósofo había tropezado mil veces en el estrecho camino que ellas recorrían sin accidentes ni dificultad. Es fácil reconocer, en efecto, que en medio de ser dueña de sí misma; goza todos los placeres permitidos, sin abandonarse a ninguno de ellos, y su razón jamás suelta la brida, aunque alguna vez parece que la afloja.
En Francia, donde mezclamos de una manera tan extraña, en nuestras opiniones y en nuestros gustos, los restos de todas las edades, frecuentemente sucede que damos a las mujeres una educación tímida, retirada y casi claustral, como en el tiempo de la aristocracia, y las abandonamos enseguida de repente y sin guía entre los desórdenes inseparables de una sociedad democrática.
Los norteamericanos se hallan más de acuerdo consigo mismos.
Han visto que en el seno de una democracia, la independencia no puede ser menos grande, la juventud precoz, los gustos difíciles de reprimir, la costumbre variable, la opinión pública casi siempre ineficaz o incierta, la autoridad paterna débil y el poder marital dudoso.
En este estado de cosas, han juzgado que con dificultad podrían reprimir en la mujer las pasiones más tiránicas del corazón humano, y que era más seguro enseñarle el arte de combatirlas por si mismas. No pudiendo impedir que su virtud se viese muchas veces en peligro, han querido que supiesen defenderla, confiando más en el libre esfuerzo de su voluntad, que en las barreras que podrían alterarse o destruirse. En vez de acostumbrarla a desconfiar de si misma, han procurado, al contrario, inspirarle confianza en sus propias fuerzas, y no teniendo la posibilidad ni el deseo de conservar a la joven en una entera y perpetua ignorancia, se apresuraron a darle un conocimiento precoz de todas las cosas. Lejos de ocultarle las corrupciones del mundo, han querido que las viese, desde luego, y se ejercitara por si misma en huir de ellas, prefiriendo garantizar su honestidad a respetar demasiado su inocencia.
Aunque los norteamericanos forman un pueblo muy religioso, no se han referido sólo a la religión para defender la virtud de la mujer, y han querido armar su razón. En esto, como en otras muchas cosas, han seguido siempre el mismo método. Desde luego, han hecho increíbles esfuerzos para seguir que la independencia individual se rija por si misma, y al llegar a los últimos límites de la fuerza humana, han llamado, por fin, a la religión en su auxilio.
Sé que semejante educación no está exenta de riesgos; tampoco ignoro que tiende a desarrollar el discernimiento a costa de la imaginación, y a hacer a las mujeres frías y honestas, más bien que tiernas y amables compañeras del hombre, Si la sociedad está por ello más tranquila y mejor arreglada, la vida doméstica tiene también menos encantos. Pero éstos son males secundarios, que un interés mayor debe arrostrar. En el punto en que nos hallamos, no podemos elegir; es necesaria una educación democrática para preservar a la mujer de los peligros de que la rodean las instituciones y costumbres de la democracia.
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