Ricardo Rocha
Es una necesidad. Es algo inherente a nuestra cultura y nuestra historia. Desde antes de los españoles ya creíamos. Luego ellos mismos nos impusieron la cruz con la espada. Y seguimos creyendo. La verdad es que cada vez menos. Sobre todo en estos tiempos en que la religión mayoritaria está tan devaluada.
Hoy, es un hecho que el México mayoritariamente católico y 100% guadalupano está en proceso de extinción. O por lo menos de una progresiva dilución del monopolio que hasta hace poco ejercía implacable la Iglesia de Roma. Pero los tiempos han cambiado y la multiplicidad religiosa es incontrovertible: ahora hay 6 mil 806 asociaciones religiosas con registro oficial y 60 mil 542 ministros de culto; además del catolicismo están el protestantismo, el budismo, el hinduismo y las religiones evangélica, metodista, bautista, pentecostal, adventista, judía, luterana, anglicana, ortodoxa, presbiteriana, el islam y los testigos de Jehová. Y según las estadísticas del INEGI el porcentaje de católicos ha disminuido cada vez más aceleradamente en las tres décadas recientes y todavía con una intensidad mayor en estos años de fin y principio de milenio.
Está claro que todavía la católica es la religión mayoritaria. Pero las estadísticas son despiadadas: apenas en 1990, 90.2% se declaraba católico, pero ya en los primeros años del siglo esa profesión de fe disminuyó a 87% en todo el país; aunque hay estados, como Chiapas, en los que el derrumbe ha sido estrepitoso, de 91.2% a 77% en 1980 y a 63% en 2000, cuando también sorprendentemente 500 mil chiapanecos se han declarado ateos.
En paralelo el crecimiento de otras iglesias ha sido igualmente vertiginoso: la diversidad religiosa ha crecido a 7 millones de mexicanos que ejercen creencias hasta hace poco impensables, como los 2 mil islámicos, los 6 mil budistas o los habitantes de toda una ciudad anexa a Guadalajara en donde adoran a un folclórico dios vivo llamado Samuel Joaquín, que propala un mesianismo priísta llamado modestamente La Luz del Mundo desde un templo con mayor capacidad que el Auditorio Nacional. Puede usted añadir a los cada vez más seguidores de la Santa Muerte y hasta de Malverde, el santo patrono de los narcos.
En cualquier caso, expertos tan prestigiosos como Bernardo Barranco coinciden en afirmar que hay una relación indiscutible pero inversamente proporcional entre las apetencias materiales y políticas de la Iglesia católica mexicana —exacerbadas en los tiempos recientes— y la pérdida de sus fieles. No es casual, sino causal, que a medida que la Iglesia se ocupa más de las cosas del César que de las de Dios, aumente el número de desencantados que buscan otras alternativas espirituales. Total que el mercado de la fe da para todos. Y lo que más interesa a la mayoría de las iglesias es el número de adeptos y las ganancias que generosamente puedan aportar a través de limosnas y diezmos en el nombre de Dios.
El caso de los jerarcas católicos mexicanos es muy ilustrativo. Ahí están los nexos presuntos o confesos o por lo menos confusos con el crimen organizado ejemplificados en la ejecución del cardenal Posadas o la visita de los Arellano Félix al nuncio Prigione. Peor aún, los escandalosos episodios de los curas pederastas protegidos por la Arquidiócesis, que han significado también durísimos golpes a la confiabilidad de una iglesia en la que muchos empiezan a dejar de creer.
Aunque tal vez lo más demoledor en este proceso de desgaste es la erosión permanente de una supuesta institución divina cada vez más reducida a sus relaciones con el poder terrenal político y económico y distanciada de su labor pastoral con los más pobres. Cardenales y obispos en pomadosos torneos de golf y en espectaculares fiestas de la gente bonita y alejados de las carencias sociales y los dramas de injusticia que genera la miseria entre quienes son víctimas de abusos de funcionarios, jueces, policías y Ejército.
En este círculo vicioso la mayor parte de la cúpula eclesiástica —porque hay sus honrosas excepciones como los obispos Samuel Ruiz y Raúl Vera López— compensa su pérdida de adeptos con el acercamiento al poder político temporal de cualquier signo.
Así que, además de cada uno de nosotros, no les haría mal a los propios jerarcas y sacerdotes meditar un poco sobre las auténticas enseñanzas de Cristo.
Es una necesidad. Es algo inherente a nuestra cultura y nuestra historia. Desde antes de los españoles ya creíamos. Luego ellos mismos nos impusieron la cruz con la espada. Y seguimos creyendo. La verdad es que cada vez menos. Sobre todo en estos tiempos en que la religión mayoritaria está tan devaluada.
Hoy, es un hecho que el México mayoritariamente católico y 100% guadalupano está en proceso de extinción. O por lo menos de una progresiva dilución del monopolio que hasta hace poco ejercía implacable la Iglesia de Roma. Pero los tiempos han cambiado y la multiplicidad religiosa es incontrovertible: ahora hay 6 mil 806 asociaciones religiosas con registro oficial y 60 mil 542 ministros de culto; además del catolicismo están el protestantismo, el budismo, el hinduismo y las religiones evangélica, metodista, bautista, pentecostal, adventista, judía, luterana, anglicana, ortodoxa, presbiteriana, el islam y los testigos de Jehová. Y según las estadísticas del INEGI el porcentaje de católicos ha disminuido cada vez más aceleradamente en las tres décadas recientes y todavía con una intensidad mayor en estos años de fin y principio de milenio.
Está claro que todavía la católica es la religión mayoritaria. Pero las estadísticas son despiadadas: apenas en 1990, 90.2% se declaraba católico, pero ya en los primeros años del siglo esa profesión de fe disminuyó a 87% en todo el país; aunque hay estados, como Chiapas, en los que el derrumbe ha sido estrepitoso, de 91.2% a 77% en 1980 y a 63% en 2000, cuando también sorprendentemente 500 mil chiapanecos se han declarado ateos.
En paralelo el crecimiento de otras iglesias ha sido igualmente vertiginoso: la diversidad religiosa ha crecido a 7 millones de mexicanos que ejercen creencias hasta hace poco impensables, como los 2 mil islámicos, los 6 mil budistas o los habitantes de toda una ciudad anexa a Guadalajara en donde adoran a un folclórico dios vivo llamado Samuel Joaquín, que propala un mesianismo priísta llamado modestamente La Luz del Mundo desde un templo con mayor capacidad que el Auditorio Nacional. Puede usted añadir a los cada vez más seguidores de la Santa Muerte y hasta de Malverde, el santo patrono de los narcos.
En cualquier caso, expertos tan prestigiosos como Bernardo Barranco coinciden en afirmar que hay una relación indiscutible pero inversamente proporcional entre las apetencias materiales y políticas de la Iglesia católica mexicana —exacerbadas en los tiempos recientes— y la pérdida de sus fieles. No es casual, sino causal, que a medida que la Iglesia se ocupa más de las cosas del César que de las de Dios, aumente el número de desencantados que buscan otras alternativas espirituales. Total que el mercado de la fe da para todos. Y lo que más interesa a la mayoría de las iglesias es el número de adeptos y las ganancias que generosamente puedan aportar a través de limosnas y diezmos en el nombre de Dios.
El caso de los jerarcas católicos mexicanos es muy ilustrativo. Ahí están los nexos presuntos o confesos o por lo menos confusos con el crimen organizado ejemplificados en la ejecución del cardenal Posadas o la visita de los Arellano Félix al nuncio Prigione. Peor aún, los escandalosos episodios de los curas pederastas protegidos por la Arquidiócesis, que han significado también durísimos golpes a la confiabilidad de una iglesia en la que muchos empiezan a dejar de creer.
Aunque tal vez lo más demoledor en este proceso de desgaste es la erosión permanente de una supuesta institución divina cada vez más reducida a sus relaciones con el poder terrenal político y económico y distanciada de su labor pastoral con los más pobres. Cardenales y obispos en pomadosos torneos de golf y en espectaculares fiestas de la gente bonita y alejados de las carencias sociales y los dramas de injusticia que genera la miseria entre quienes son víctimas de abusos de funcionarios, jueces, policías y Ejército.
En este círculo vicioso la mayor parte de la cúpula eclesiástica —porque hay sus honrosas excepciones como los obispos Samuel Ruiz y Raúl Vera López— compensa su pérdida de adeptos con el acercamiento al poder político temporal de cualquier signo.
Así que, además de cada uno de nosotros, no les haría mal a los propios jerarcas y sacerdotes meditar un poco sobre las auténticas enseñanzas de Cristo.
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