Jorge Zepeda Patterson
Quizá sea inevitable la apertura de Pemex al capital privado si deseamos evitar una crisis energética al mediano plazo. Pero no podemos abrazar tal alternativa sin que antes el país haga un balance del negro historial de privatizaciones y tráfico de influencias que el proceso ha dejado a lo largo de 30 años.
Se ha querido colocar al país en una supuesta encrucijada: continuar con el estatismo inoperante que reina en Pemex o recurrir a “la apertura modernizadora” del capital privado y extranjero que brindará a los mexicanos el tesoro escondido en el subsuelo. Una dicotomía falsa, a mi juicio, porque de los males del estatismo no necesariamente se desprenden las bondades de la privatización en algunas de sus modalidades.
Al menos no sin antes explicar cómo se evitaría la historia recurrente de abusos y privilegios que suele traer consigo la entrada del capital privado en la escena pública. El gobierno no puede actuar como si el rosario de privatizaciones que inició Salinas hace 30 años hubiese sido una historia de mieles y rosas. Sin duda arrojó beneficios importantes en algunas áreas de la economía y mejoró la competitividad en los mercados internacionales. Pero también disparó la desigualdad a niveles históricos. No es casual que los multimillonarios mexicanos hayan crecido como la espuma en las listas de Forbes.
El problema de fondo es que el Estado mexicano ha sido incapaz de controlar el tráfico de influencias, los beneficios extraordinarios por información privilegiada, el manotazo de los poderosos, una vez que abre un recurso o un territorio al mercado. Desde la entrega de Telmex a Slim hace más de tres décadas, hasta las licitaciones de construcción del aeropuerto o la magna biblioteca de los últimos años, o los contratos de Kahwagi en la Lotería Nacional en estos meses, los hechos muestran que no hay manera de impedir una transferencia desleal a unos pocos, con cargo al resto de los mexicanos.
No hay ninguna garantía de que el descalabro que representó el rescate bancario o carretero no vuelva a repetirse. Los causantes de esa brutal debacle financiera son hoy algunos de los hombres más ricos y poderosos del país. Gracias a la complicidad de las autoridades pudieron devastar la economía de sus empresas y, al mismo tiempo, enriquecerse de manera ilimitada.
El gobierno mexicano se encuentra en una situación mucho más vulnerable frente a los grandes grupos de poder económico que en tiempos de Salinas. No sólo porque los políticos dependen ahora del dinero y los medios de comunicación de estos poderosos para ganar las elecciones y gobernar, sino también porque los intereses del capital privado han instalado sus propios operadores en el sector público (son miembros de comisiones claves en el Poder Legislativo, dominan los organismos destinados a controlarlos, poseen personeros en el gabinete económico).
Las cacareadas comisiones de competencia, los mecanismos de rendición de cuentas o el endurecimiento de las normatividades para las licitaciones sin duda están allí. Pero sólo se aplican al empresario mediano y pequeño, no a los Salinas Pliego o los Azcárraga, capaces de fundir la carrera de un secretario de Estado o poner en aprietos al mismo Felipe Calderón. ¿Alguien tiene duda de que la entrega de permisos a la televisora para abrir casas de juego no fue el resultado de un arreglo político en las más altas esferas? ¿Quién nos asegura que no habrán de operar en Pemex semiprivatizado los mismos mecanismos que llevaron al gobierno panista a aprobar una ley de medios que entregaba el futuro a Televisa? (ley detenida simplemente por la presión de la opinión pública).
No es mala la opción la que permite a los inversionistas particulares generar electricidad y aliviar la carga de la CFE. Pero todavía no pueden encontrar la manera de evitar que Kamel Nacif se haga de los contratos de varios municipios de Veracruz, en condiciones ventajosas, gracias a su influencia con el gobernador, luego de los aportes a su campaña.
El problema no es que haya empresarios muy ricos que participen en la esfera pública y contratistas del gobierno con amplios márgenes de ganancia. El problema es que parte de esos márgenes extraordinarios son de naturaleza indebida, resultado de la capacidad de estos grupos para distorsionar a su favor la corrupción oficial y la fragilidad política del gobierno.
Otros colegas han abordado los errores del gobierno en la promoción de esta reforma energética que nació fallida: la falta de operadores, el nombramiento de Mouriño en Gobernación y su designación como impulsor de esta reforma, la pobreza de la estrategia de comunicación. Yo añadiría un factor adicional: la falta de imaginación para ofrecer modalidades que permitan sanear la incorporación del capital privado.
La estructura actual de Pemex es inviable. Luego de 70 años, la paraestatal es un dinosaurio incapaz de insertarse eficientemente ante las exigencias que impone la globalización y los retos tecnológicos. Pero hay razones fundadas para desconfiar de la intervención de la iniciativa privada en los asuntos públicos.
Felipe Calderón no tiene derecho a colocar al país contra la pared, con el pretexto de elegir entre la privatización o la crisis energética. Si la única salida de Pemex está fincada en la incorporación de capital fresco, entonces el Presidente está en la obligación de garantizar mecanismos que permitan neutralizar los errores del pasado. Pretender que tales errores no existieron nos lleva a sospechar de simplismo e ingenuidad por parte de Calderón o, de plano, en su complicidad para con los futuros beneficiarios de esta apertura.
Quizá sea inevitable la apertura de Pemex al capital privado si deseamos evitar una crisis energética al mediano plazo. Pero no podemos abrazar tal alternativa sin que antes el país haga un balance del negro historial de privatizaciones y tráfico de influencias que el proceso ha dejado a lo largo de 30 años.
Se ha querido colocar al país en una supuesta encrucijada: continuar con el estatismo inoperante que reina en Pemex o recurrir a “la apertura modernizadora” del capital privado y extranjero que brindará a los mexicanos el tesoro escondido en el subsuelo. Una dicotomía falsa, a mi juicio, porque de los males del estatismo no necesariamente se desprenden las bondades de la privatización en algunas de sus modalidades.
Al menos no sin antes explicar cómo se evitaría la historia recurrente de abusos y privilegios que suele traer consigo la entrada del capital privado en la escena pública. El gobierno no puede actuar como si el rosario de privatizaciones que inició Salinas hace 30 años hubiese sido una historia de mieles y rosas. Sin duda arrojó beneficios importantes en algunas áreas de la economía y mejoró la competitividad en los mercados internacionales. Pero también disparó la desigualdad a niveles históricos. No es casual que los multimillonarios mexicanos hayan crecido como la espuma en las listas de Forbes.
El problema de fondo es que el Estado mexicano ha sido incapaz de controlar el tráfico de influencias, los beneficios extraordinarios por información privilegiada, el manotazo de los poderosos, una vez que abre un recurso o un territorio al mercado. Desde la entrega de Telmex a Slim hace más de tres décadas, hasta las licitaciones de construcción del aeropuerto o la magna biblioteca de los últimos años, o los contratos de Kahwagi en la Lotería Nacional en estos meses, los hechos muestran que no hay manera de impedir una transferencia desleal a unos pocos, con cargo al resto de los mexicanos.
No hay ninguna garantía de que el descalabro que representó el rescate bancario o carretero no vuelva a repetirse. Los causantes de esa brutal debacle financiera son hoy algunos de los hombres más ricos y poderosos del país. Gracias a la complicidad de las autoridades pudieron devastar la economía de sus empresas y, al mismo tiempo, enriquecerse de manera ilimitada.
El gobierno mexicano se encuentra en una situación mucho más vulnerable frente a los grandes grupos de poder económico que en tiempos de Salinas. No sólo porque los políticos dependen ahora del dinero y los medios de comunicación de estos poderosos para ganar las elecciones y gobernar, sino también porque los intereses del capital privado han instalado sus propios operadores en el sector público (son miembros de comisiones claves en el Poder Legislativo, dominan los organismos destinados a controlarlos, poseen personeros en el gabinete económico).
Las cacareadas comisiones de competencia, los mecanismos de rendición de cuentas o el endurecimiento de las normatividades para las licitaciones sin duda están allí. Pero sólo se aplican al empresario mediano y pequeño, no a los Salinas Pliego o los Azcárraga, capaces de fundir la carrera de un secretario de Estado o poner en aprietos al mismo Felipe Calderón. ¿Alguien tiene duda de que la entrega de permisos a la televisora para abrir casas de juego no fue el resultado de un arreglo político en las más altas esferas? ¿Quién nos asegura que no habrán de operar en Pemex semiprivatizado los mismos mecanismos que llevaron al gobierno panista a aprobar una ley de medios que entregaba el futuro a Televisa? (ley detenida simplemente por la presión de la opinión pública).
No es mala la opción la que permite a los inversionistas particulares generar electricidad y aliviar la carga de la CFE. Pero todavía no pueden encontrar la manera de evitar que Kamel Nacif se haga de los contratos de varios municipios de Veracruz, en condiciones ventajosas, gracias a su influencia con el gobernador, luego de los aportes a su campaña.
El problema no es que haya empresarios muy ricos que participen en la esfera pública y contratistas del gobierno con amplios márgenes de ganancia. El problema es que parte de esos márgenes extraordinarios son de naturaleza indebida, resultado de la capacidad de estos grupos para distorsionar a su favor la corrupción oficial y la fragilidad política del gobierno.
Otros colegas han abordado los errores del gobierno en la promoción de esta reforma energética que nació fallida: la falta de operadores, el nombramiento de Mouriño en Gobernación y su designación como impulsor de esta reforma, la pobreza de la estrategia de comunicación. Yo añadiría un factor adicional: la falta de imaginación para ofrecer modalidades que permitan sanear la incorporación del capital privado.
La estructura actual de Pemex es inviable. Luego de 70 años, la paraestatal es un dinosaurio incapaz de insertarse eficientemente ante las exigencias que impone la globalización y los retos tecnológicos. Pero hay razones fundadas para desconfiar de la intervención de la iniciativa privada en los asuntos públicos.
Felipe Calderón no tiene derecho a colocar al país contra la pared, con el pretexto de elegir entre la privatización o la crisis energética. Si la única salida de Pemex está fincada en la incorporación de capital fresco, entonces el Presidente está en la obligación de garantizar mecanismos que permitan neutralizar los errores del pasado. Pretender que tales errores no existieron nos lleva a sospechar de simplismo e ingenuidad por parte de Calderón o, de plano, en su complicidad para con los futuros beneficiarios de esta apertura.
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