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23 marzo 2008

La peor pesadilla

Jorge Zepeda Patterson
23 de marzo de 2008

Lo que está sucediendo al PRD con sus elecciones internas constituye la peor de las pesadillas, tratándose de un partido que hizo de la denuncia del fraude electoral su razón de ser en lo que va del sexenio. En momentos de cerrar este artículo no existe aún humo blanco sobre un vencedor o incluso respecto a la posibilidad de que se den por buenas las elecciones para elegir a los dirigentes de esta organización, luego de una semana de haberse llevado a cabo la votación. El viernes Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano publicó un desplegado en el que exige la anulación de las elecciones, denuncia el cochinero y prácticamente pide la refundación del partido.

Es una muy desafortunada ironía, luego de lo que vivieron en 2006, que los perredistas hayan sido exhibidos en un modelo para armar su propio fraude electoral. Y es que, en efecto, Cárdenas no carece de municiones. Hay bastantes evidencias de que ambos bandos, encabezados respectivamente por Alejandro Encinas y por Jesús Ortega, desplegaron recursos ilegales para inflar el padrón electoral y acarrear votos para su causa. Con cierta alevosía pero mucha puntería, un rival ha dicho que luego de este proceso, los perredistas tendrían que ofrecer disculpas al IFE porque comparada con su elección las presidenciales del 2006 fueron un dechado de pulcritud.

No es así, por supuesto. No hay fraudes electorales pequeños o grandes. Las irregularidades que se cometieron en la elección presidencial fueron suficientes para evitar que López Obrador llegase a Los Pinos. Pueden no haber sido “un cochinero”, pero bastaron para imprimir un giro de enormes consecuencias para la historia de la nación.

Razón de más para que los perredistas fuesen más sensibles sobre este tema. Pero no es el caso. Las víctimas suelen reproducir los patrones de conducta de sus victimarios. Toda proporción guardada, al caso de algunas mujeres golpeadas que terminan abusando de sus hijos o del Estado israelí que aplica a los palestinos algo de lo que recibieron de los nazis, lo cierto es que AMLO intervino a favor de la elección de su gallo con el mismo ahínco e ilegalidad que Fox lo hizo por el suyo. Uno esperaría de esas mujeres, de los judíos o de los perredistas un cuidado obsesivo para erradicar el flagelo del que fueron víctimas.

En descargo de López Obrador habría que decir que el desaseo proliferó en todos los campos del país perredista. La lucha sorda e impugnada que se dio entre Alejandro Encinas y Jesús Ortega por la presidencia nacional, se reprodujo con variantes a lo largo del territorio nacional. En el Distrito Federal el probable perdedor, Jesús Zambrano, amenaza con declarar espuria a su rival y en Quintana Roo el recuento de votos terminó en batalla campal, heridos incluidos.

Habría que preguntarse si el PRD no debería recurrir a una organización externa para realizar este tipo de comicios. El procedimiento actual supone que su propia “secretaría de gobernación” lleva a cabo la elección interna, lo cual provoca la desconfianza obvia de las fracciones que no detentan el poder. Y si bien se han designado comités técnicos para sancionar la elección, parten de la invalidación natural que significa el hecho de que sus miembros están identificados con una u otra fracción. No sería una mala idea que en su siguiente elección el PRD formase una especie de IFE ad hoc, integrado por personajes notables cercanos a la izquierda que estuviesen al margen de toda sospecha.

Lo cierto es que la izquierda nunca se ha caracterizado por la pulcritud en sus comicios internos. Son otras sus virtudes. Y no sólo en México. Las prácticas y el espíritu democrático no han sido totalmente amalgamados con los valores tradicionales de las otras grandes causas que suele defender la izquierda (igualdad y justicia social, el bien común). Persiste la arraigada noción de que la búsqueda de los grandes fines (el bienestar del pueblo) reviste más importancia que el respeto a los medios para lograrlo. Hay una lógica no escrita que concibe a los procesos democráticos, los comicios legítimos, por ejemplo, como mero trámite para definir el reparto del poder, pero no como un fin en sí mismo. La democracia no es el objetivo primario, sino la búsqueda de una sociedad más justa y para lograrlo se requiere el ascenso al poder.

Habría que reconocer, por otra parte, que los poderes establecidos han utilizado con harta frecuencia la “legalidad” y el control del aparato jurídico para impedir que los procesos democráticos favorezcan a la izquierda. No es de extrañar el poco aprecio que ésta pueda tener por los procedimientos electorales.

Pero al margen de sus motivos, es obvio que el PRD está metido en un problema mayúsculo. Más allá de resolver el escándalo que le apremia en este momento, el partido tiene que reconstruir sus bases de confianza con la mayoría de los mexicanos, si quiere aspirar al poder. Somos muchos los que creemos que un país como el nuestro, aquejado por la desigualdad y la injusticia ancestrales, requiere de una presencia más destacada de la izquierda en la conformación de las políticas públicas. Pero no deja de provocar escozor la irresponsabilidad con que se conducen los cuadros perredistas, única opción electoral para un cambio político de corte social. Necesitamos de una izquierda, pero no parece ser ésta. Si hacen eso con su padrón electoral, ¿qué podrían hacer con el país?

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