Desde una visión histórica, el control de las clases populares ha sido la preocupación dominante de los poderosos y privilegiados a partir de la primera revolución democrática ocurrida en Inglaterra en el siglo 16. Los aristócratas de esa época se espantaron cuando una multitud de "bestias con apariencia humana" intervino en el conflicto entre el rey y el Parlamento, pidiendo incluir a los campesinos en el poder público.
Decían que "los guerreros y caballeros que nos hacen las leyes son elegidos por miedo y no hacen otra cosa sino oprimirnos, sin conocer las aflicciones del pueblo". Desde entonces el poder público quedó en manos de una pequeña élite dominadora. Casi tres siglos después, con el presidente Wilson, el nuevo imperio dominante tomó una actitud similar.
Ahora mismo es responsabilidad de Washington que los gobiernos de sus naciones subsidiarias estén en manos de "los pocos, pero buenos", mientras en casa es necesario preservar, a como dé lugar, un sistema de toma de decisiones por las élites, legitimadas por un sistema electoral controlado, ya no por una democracia, sino por una poliarquía.
En los estados primitivos o violentos, esta condición no se oculta, mientras que en las sociedades más avanzadas y democratizadas son más sutiles. Sea cual fuere la metodología, los objetivos son los de asegurar que la gran masa popular no se salga de los confines donde debe estar.
En América Latina, los esfuerzos para promover la democracia de los Estados Unidos han propiciado una "poliarquía", que es una especie de competencia entre las élites para lograr un mundo capaz de albergar los bienes transnacionales, al mismo tiempo que desanimar la participación popular.
Detrás de esa política de "promoción de la democracia" se encuentra el problema histórico de los grupos dominantes para mantener el orden y ejercer un control social efectivo ante las presiones populares que buscan el cambio, pero fue hasta los años 80 que Washington descubrió que los viejos métodos de dominación política en Latinoamérica ya no funcionaban.
Las clases populares se habían ido integrando cada vez más en forma global al ver que el capitalismo estaba alterando sus formas de vida y era necesario realizar vastos cambios en el control social para que pudiera consolidarse el nuevo orden global. La promoción de la democracia era en realidad la promoción de la poliarquía, considerándola como un sistema en el que gobierna un pequeño grupo de élite, mientras que la participación de las masas se limita a la elección de dirigentes políticos.
El concepto de poliarquía es una prolongación de las teorías elitistas -profascistas- de principios del siglo 20 ("Elementi di Scienza Politica", Gaetano Mosca, 1896) para replantear la definición clásica de democracia como el poder del pueblo que está en contradicción con una realidad donde se concentran tanto la riqueza como el poder político entre las élites dominantes, como consecuencia del capitalismo global.
La buena noticia es que la poliarquía actual ya no descansa sólo en la hegemonía estadounidense. No hay quién dude ahora que el imperio está en declive y se vive el surgimiento de un nuevo bloque global, sustentado en la hegemonía del capital transnacional.
Los regímenes poliárquicos latinoamericanos, como el de México, enfrentan ahora graves crisis de legitimidad y de gobernabilidad, ya que existe una contradicción entre el capitalismo global y el esfuerzo por mantener los regímenes poliárquicos que requieren de la incorporación de una base social amplia.
La paradoja final de la coexistencia de globalidad y poliarquía es que mientras el capitalismo global genera tensiones políticas y sociales, la poliarquía se quebranta creando condiciones contrarias a la democracia que se pretende promover y propiciando una explosión social en el corto plazo.
Copyright © Grupo Reforma Servicio Informativo / El Norte / 02 agosto 2008
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