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06 agosto 2008

¿La hora de la contraofensiva neoliberal?

No sólo en Argentina sino en zonas neurálgicas de América latina se plantean problemáticas que hablan de un retorno de las fuerzas neutralizadas hace poco más de un lustro. Repelerlas es el deber del momento..

Por Enrique Lacolla

La derrota del gobierno en el problema de las retenciones al campo tira una línea entre lo que fue y lo que será en la política argentina. Y no sólo en esta, quizá. Si se echa un vistazo en rededor, en lo que ha sido América latina tras la catástrofe originada por el modelo neoliberal impuesto a raja cincha durante tres décadas, hay señales más que ostensibles en el sentido de que las fuerzas de la reacción levantan cabeza.

La debacle originada por las prácticas de la Escuela de Chicago y el Consenso de Washington motivó, pocos años atrás, una insurrección generalizada que impuso, a algunas dirigencias políticas, la necesidad de introducir variantes para frenar el deterioro. Pero ese momento, que se insinuó a fines del siglo pasado, parece estar tocando a su fin. En Argentina al menos esa dirigencia ha demostrado ser incapaz de explotar la brecha que se abriera en ese instante y hasta aquí ha desaprovechado la oportunidad que se le ofrecía para avanzar en algo más que en variantes cosméticas respecto del modelo. Se perdió tiempo, se jugó a postergar el saneamiento de los problemas estructurales, se especuló con una bonanza en los términos del intercambio en materia de commodities para instaurar políticas paliativas de las carencias más grandes en materia social; se aprovechó para acumular divisas y se prosiguió con la rutina de los discursos enfáticos en torno de generalidades, pero con ausencia de iniciativas prácticas que fuesen al fondo de los problemas. Se usó de la política de derechos humanos para enmendar impunidades heredadas del pasado, pero no se recompuso la relación con las fuerzas armadas, esenciales para cualquier proyecto nacional serio. Y, sobre todo, no se forjó un proyecto nacional que apuntase a la industrialización organizada de manera sistemática, no se produjo la reforma impositiva de carácter progresivo que debía haber remediado, al menos en parte, las flagrantes inequidades en la distribución del ingreso; no se articuló ningún plan que remediase la incomunicación entre las distintas regiones del país y se dejó en las mismas manos de quienes habían aprovechado las privatizaciones dolosas de la era de Menem para descalabrar el sistema ferroviario, vaciar Aerolíneas Argentinas y arramblar con las riquezas del subsuelo, la posibilidad de seguir utilizando esos bienes mal habidos.

En el plano internacional se asumieron iniciativas positivas y se canceló, hasta cierto punto, la subordinación a los dictados de la globalización entendida a la escala de las grandes potencias; pero, en alguna medida por la defección de otros protagonistas regionales y por la incapacidad propia para generar un mayor protagonismo argentino en Sudamérica, se fue incapaz de atacar el problema de la ilegítima deuda externa que nos abruma. La quita en los débitos externos y la compra de la deuda con el FMI se supone otorgó una mayor libertad de decisión en el momento de resolver las estrategias económicas nacionales, pero no está claro si esa mayor latitud ha sido aprovechada. Como quiera que sea, se siguen pagando miles de millones de dólares por año en intereses a los tenedores de bonos externos, lo que ha impuesto a su vez una distorsión enfermiza en el dibujo de la inflación interna, mantenido muy por debajo de sus tasas reales para no aumentar ese pasivo, lo que ha originado el descrédito del Indec y una rápida caída en la confianza del grueso del público en el Ejecutivo.

Cuando se intentó, por fin, instaurar un reajuste impositivo sobre el sector agrario, que acumula en forma desaforada y evade en no menor medida, se procedió con una torpeza hija de la misma ligereza con que se asumieran las tareas de gobierno, sin distinguir entre grandes, medianos y pequeños productores y con un enorme déficit comunicativo, que dejó en manos de los monopolios mediáticos la difusión de las grandes líneas del problema y la elaboración de un discurso opositor al que se engancharon los mismos responsables de la catástrofe neoliberal. A ellos no les tembló el dedo a la hora de votar contra las retenciones y se esforzaron, junto a los medios monopólicos, por pintar la sedición campestre como si fuese un movimiento popular, de productores desposeídos por un Estado parásito. Gran parte de una clase media huera de pensamiento nacional y hasta de instinto de supervivencia, se plegó a esa cháchara mediática. Y así se terminó por diseñar un cuadro en el cual el uso y el abuso de los símbolos patrios ocuparon el primer plano y donde lo que no era otra cosa que un descarado lock out patronal apareció representado como una huelga.

No será simple remontar la cuesta que ha causado la derrota en el Senado. No tanto por el hecho de la derrota en sí, sino por el efecto que esta podría producir en el gobierno. Hay que escapar de cualquier flojera que debilite la capacidad de reacción. En efecto, el reconocimiento del período de debilidad en que se ha ingresado no debe excluir la determinación de atacar el problema de las desigualdades estructurales del país por varios ángulos a la vez, ni la decisión de instaurar una contraofensiva política y mediática que exponga las raíces del problema. ¿Qué es esto de generar “consenso” cuando se está bajo fuego? No se hacen tortillas sin romper huevos, dice el refrán, y este se aplica a la perfección al momento que vive Argentina. Y aunque las cosas vayan mal, es mejor hundirse con la bandera enarbolada que agonizar en una triste componenda. A las elecciones del 2011 no se las va a ganar con emparches. Sólo la generación de un proyecto muy diferenciado y en marcha podrá dar aire a un gobierno que de pronto se ha venido a encontrar con que el suelo se le hunde bajo los pies. El conflicto por las retenciones ha puesto de relieve que, como siempre, se está frente a dos formas de concebir el proyecto nacional. Una es el modelo agro-exportador, la otra el modelo industrialista. No hay empate posible entre ellas.

Muy bueno es, por ejemplo, que la renta financiera comience a pagar el Impuesto a las Ganancias, por fin. La ley de radiodifusión y el proyecto de ley para introducir las jubilaciones móviles son también dos buenos ángulos para retomar la iniciativa. No va a ser fácil lograrlo, sin embargo, con una mayoría fracturada y con la rebelión de ciertos gobernadores del partido oficialista, entre los que destaca el de Córdoba, quien tras oponerse a la recarga impositiva al campo ahíto de dinero, no vacila en dictar un brutal recorte en las jubilaciones, apelando a triquiñuelas legales para conseguir una mayoría legislativa que es una burla a la buena fe. Por supuesto, imaginar que una iniciativa de este tipo le iba a salir gratis, era una ingenuidad, y los desórdenes de los que la ciudad de Córdoba fue testigo son apenas una muestra de lo que podría llegar a pasar a nivel nacional si los exponentes más descarnados del modelo neoliberal se hiciesen una vez más con las riendas del gobierno.

Porque en Argentina ningún sector político tiene espacio hoy para diagramar un ajuste de las cuentas que promueva un alivio a los estragos de la inflación y remedie la pobreza, sin incurrir en un esfuerzo fiscal enorme y que grave a los sectores de mayores recursos. Se lo intentó –con torpeza, como se ha dicho-, con el tema de las retenciones al campo, pero ahora, sin ese expediente y con el fracaso político que su rechazo ha supuesto, el problema ha vuelto a fojas cero y harán falta mucha firmeza en la acción y una gran destreza en la comunicación, para impulsar un cambio drástico que asuma la reforma tantas veces postergada. En la decisión que se tenga de hacerlo nos va la posibilidad de construir un país en serio o seguir vegetando.

América latina bajo amenaza

La crisis económica global y las necesidades cada vez mayores de reproducción del capital –esto es, mantener la tasa de maximización de la ganancia- en las condiciones de progresiva escasez de fuentes energéticas y de recursos naturales, empujan al imperialismo a volver a las prácticas que fueran dominantes en América latina y en todo el Tercer Mundo cuando se estrenó el neoliberalismo. Es decir, a propugnar la imposición por la fuerza de sus objetivos. En los años ’70 el voluntarismo armado y la absoluta inepcia política de las minorías de izquierda, más la brutalidad –intelectual a la vez que física- de los sectores militares que se ocuparon de reprimirlas, determinaron el fracaso de una oleada popular que estaba levantando cabeza en muchos países sudamericanos. Los sucesivos derrocamientos del gobierno de la Unidad Popular en Chile y del gobierno justicialista en la Argentina reimplantaron la vigencia del colegiado de intereses que ha gobernado tradicionalmente estos países en colusión con el imperialismo. Ese núcleo duro de la vocación antidemocrática, aprovechó la confusión general para empujar al estrato castrense a una guerra de exterminio que, en definitiva, terminó hundiendo a los mismos militares, en la medida que no pudieron superar el desprestigio en que los habían sumido las atrocidades cometidas.

Sobre este escenario devastado fue que se instalaron los dogmas de la escuela de Chicago y las prácticas del consenso de Washington, consagrados con una ficción de legalidad por los gobiernos constitucionales que siguieron a la dictadura.

Dos generaciones más tarde, sin embargo, el descalabro en que habían caído los países de Sudamérica y la sublevación popular contra los estragos de ese plan indicaron el fin –provisorio- del experimento neoliberal. Pero la destrucción causada está redundando en la impotencia para armar un proyecto alternativo. Con una base industrial devastada y un proletariado disminuido o desclasado y empujado por la desocupación a la periferia de las ciudades, con prácticas culturales vaciadoras del cerebro; con el deterioro educativo y con la degradación sanitaria y el aumento de la indigencia, la decadencia parece insuperable.

Una alternativa vacilante

Trabajosamente, sin embargo, se insinúa otra alternativa. Una alternativa que, como dijimos al principio, está condicionada por la renuencia dictada por la complicidad o el temor de los sectores dirigentes para asumir sus tareas, y por la incapacidad de los sectores populares para forzarlos a hacerlo. Con la sola excepción de Hugo Chávez en Venezuela, el resto de los gobiernos latinoamericanos oscila entre la tentación de cooperar con el Imperio y la de ensayar un camino autónomo que en cualquier caso requiere de tino, constancia y firmeza para alcanzar las metas. Brasil, que dispone de cuadros diplomáticos y militares bien preparados, y que además posee una magnitud poblacional y productiva que lo perfilan ya como una gran potencia, es sin embargo un factor de equilibrio que, aun persiguiendo sus propios designios, por su mismo peso específico está en condiciones de negociar con el Imperio o de oponerse a él, y de cooperar con sus vecinos a fin de coaligarlos en un frente capaz de encaminarse a una agrupación regional apta para resistir la presión externa.

Sin embargo, no olvidemos que, más allá de Luiz Inacio Lula da Silva y de la garantía que él ofrece como persona, el sistema brasileño es un sistema capitalista, que tiene apetitos y egoísmos respecto de sus vecinos que deben ser moderados si se quiere que ese gran país no se limite a usar la ocasión histórica por la que pasa, tan sólo para el aprovechamiento de oportunidades en búsqueda de mercados, como en cierto modo quedó demostrado en la reciente reunión en Ginebra de la Ronda de Doha. Argentina debería jugar el papel moderador de esa influencia, pero no se sabe si su gobierno está en disposición o en capacidad para hacerlo.

Armas

No es entonces un frente claro el que se ofrece para encarar la ofensiva imperialista que se palpa ya en el aire y que apuntaría a recuperar, por medio de las armas –de preferencia ajenas- el espacio que perdió en el comienzo del siglo. A Estados Unidos no le vendría mal una guerra en America latina. Sus recientes movidas (la reactivación de la IV Flota, la recrudescencia de la ofensiva del ejército colombiano contra las guerrillas de las Farc, la liquidación del segundo comandante de estas con el casi seguro soporte logístico y de inteligencia norteamericano, el apoyo al presidente Álvaro Uribe en su incursión en territorio ecuatoriano para lograr ese objetivo); el fomento del separatismo en Bolivia, los continuos esfuerzos por desestabilizar a Chávez, son parte de una política de largo aliento. ¿Sus razones? Mantener bajo control las gigantescas reservas del traspatio. Petróleo, gas, el acuífero guaraní y la Amazonia son elementos de capital importancia en un mundo donde las reservas naturales se achican por el uso dispendioso que se hace de ellas y donde las zonas de las cuales los países desarrollados suelen proveerse, son presas de movimientos de rebelión difíciles de dominar. El Medio Oriente, por ejemplo, es un espacio complicado; América latina podría ser un entorno más amable y, además, está más cerca.

Colombia es el país que recepta la mayor ayuda militar estadounidense, después de Israel. Cuenta con un ejército de 350.000 hombres, muy bien entrenados y equipados. No parece probable que semejante poderío obedezca a la sola necesidad de enfrentar a las Farc. Es verdad que su armamento pesado es muy inferior al venezolano, pero para suplir esa necesidad están la IV Flota y los Estados Unidos. Los casus belli para desencadenar un conflicto sobran, si se quiere fraguarlos: el separatismo de la provincia venezolana de Zulia, los roces fronterizos con Ecuador, la mala voluntad entre Uribe y Correa… Bolivia es también un ámbito explosivo, trabajado por el separatismo de sus departamentos más ricos.

La hipótesis de un conflicto mayor en el subcontinente parece exagerada, pero hay que tomarla muy en cuenta. Lo cual no significa que se vaya a verificar de inmediato. La suerte que correrán las bases militares norteamericanas de Manta en Ecuador, y Mariscal Estigarribia en Paraguay, antagonizadas tanto por el presidente ecuatoriano Rafael Correa como por su inminente par paraguayo Fernando Lugo, puede ser una piedra de toque para intuir por qué caminos habrán de discurrir nuestros futuros destinos en esa materia tan compleja y oscura como es último argumento usado para dirimir los conflictos humanos, cual es la guerra.

La referencia a la necesidad de contar a las Fuerzas Armadas como parte integrante de cualquier esfuerzo para planificar una salida a la situación de crisis que se cierne sobre Sudamérica, cobra así mayor valor. Nada podrá construirse en firme sin ellas. Cualquier política de liberación sudamericana debe asentarse en un trípode compuesto por la democracia participativa, las políticas sociales y unas fuerzas armadas sujetas al control institucional, pero a la vez dotadas de la formación ideológica y de los elementos técnicos que les serán necesarios para servir un diseño estratégico autocentrado. Más allá de los florilegios con que la diplomacia busca no alarmar a la opinión, la propuesta brasileña de crear un Consejo Sudamericano de Seguridad (CSS) tiene una clara orientación en ese sentido.

“Si quieres la paz, prepárate para la guerra” reza el proverbio latino, y será bueno para el conjunto de los pueblos de Iberoamérica no desoír este consejo.

Enrique Lacolla

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