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25 septiembre 2007

Rezago en la sierra zapoteca

Marginados, casi 3 mil indígenas sobreviven con enfermedades crónicas, analfabetismo y desempleo. Enclavado en la sierra zapoteca se encuentra el sexto municipio más pobre del país, según revela un estudio elaborado por la ONU

Santa Lucía Miahuatlán, Oaxaca. Elena mece su cuerpo para aplacar el frío, acerca sus manos a los leños de ocote y las frota continuamente, tose, se estremece: una punzada ataca su cabeza. La mujer zapoteca dice que ya “le agarró la tida”.

Se protege del crudo clima con un vestido hecho con retazos de diversas telas y un suéter viejo y remendado, que le quedaría a un niño. Sus pies desnudos tocan la tierra húmeda; ella carraspea. Elena Pérez Mendoza no encuentra la cura para su mal.

Con voz débil, casi inaudible, reza sus padecimientos a Filiberto Hernández, regidor de salud en la cabecera municipal. La mujer de 67 años enfermó en junio pasado. Una tos constante lastima su garganta, dolores agudos de cabeza, estómago y un aire gélido que recorre por el interior de su cuerpo son las molestias que no la dejan; los indígenas de la región llaman “tida” a esta dolencia y parece que ningún medicamento le hace efecto.

En la clínica del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) de su comunidad, le recetaron antibiótico y antinflamatorios para mitigar los síntomas. Sin embargo, sus condiciones de vida no le permiten recuperar la salud.

Delgada, de piel marchita y cabellos encanecidos, Elena habita en una choza que tiene el piso de tierra, construida con varas de caña seca, plástico, desechos de cartón y lámina. No hay, siquiera, adobe que resguarde un poco el calor ni techo que evite la humedad.

Su esposo, Tiburcio Hernández, es jornalero. Trabaja dos veces por semana, cuando los “patrones” del distrito más cercano (Miahuatlán) lo contratan para la limpia de milpa. A sus casi 70 años es difícil ser productivo y por eso alcanza a reunir, apenas, 100 pesos a la semana para cubrir las necesidades de su familia.

Elena y Tiburcio fueron abandonados hace varios años por sus tres hijos y ahora cuidan de dos nietos que quedaron en la orfandad. Filiberto Hernández dice que la pareja de ancianos conforma la familia más pobre de la región. Su milpa no rinde para todo el año, no tienen ningún apoyo gubernamental ni documentos oficiales que les permita acceder a ellos, mucho menos suficientes recursos económicos para subsistir.

Ellos viven en la cabecera municipal de Santa Lucía Miahuatlán, a una hora de camino del distrito que lleva el mismo nombre –donde la urbanización está casi al ciento por ciento–, pero su miseria no permite que alcancen a recibir algún beneficio del desarrollo.

Vivir en esta región rodeada de montes es sinónimo de marginación. Aquí, los niños mueren por desnutrición, las mujeres padecen de anemia crónica y los ancianos quedan en el olvido.

Un estudio, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de México, revela que Santa Lucía Miahuatlán, Oaxaca, es el sexto municipio más pobre del país.

El documento de la ONU, elaborado en 2006, indica que el índice de desarrollo humano de la región es de 0.4833, lo que significa que en el pueblo hay niveles de pobreza similares a los de África del Sur.

Además de éste –ubicado en uno de los ramales de cordillera de la Sierra Madre del Sur–, otras mil 884 jurisdicciones de todo el país se encuentran en escenarios similares de precariedad, pues tienen una “elevada población rural, considerables rezagos en educación y salud y un bajo ingreso económico”.

El informe asevera que “en estos municipios es urgente la atención social y la inversión pública y privada, así como la dotación [de] infraestructura en materia de salud, educación, agua, drenaje y carreteras que permitan tener comunicados a los municipios” (Contralínea, 72).

La Cofradía

Más allá de la cabecera municipal, a una hora de camino en camioneta de redilas y a casi dos de andar a pie, como llegan casi todos los pobladores, se encuentra la ranchería más abandonada de la zona zapoteca, La Cofradía.

Durante el día, la comunidad parece un pueblo fantasma, sólo se alcanzan a ver algunas mujeres que trabajan la tierra para poder, un año después, cosechar algo. Hombres y niños han salido a buscar trabajo, se alquilan como ayudantes de albañil o jornaleros en el distrito. Si bien les va, llegan hasta la capital del estado para ganar unos cuantos pesos más.

En esta localidad, la única construcción firme que se sustenta con varillas, tabiques y cemento, es la iglesia. La casa de salud apenas la empiezan a levantar, no se sabe cuándo terminarán la obra. Todo depende de cómo vayan llegando las aportaciones de la gente que se fue a trabajar al norte del país o a Estados Unidos, de los recursos que entregue el municipio y del tiempo que tengan los hombres para hacer la mezcla y levantar los muros.

Agustín permanece sobre la tierra, arrastra dos camionetas de plástico que son sus únicos juguetes. Para el niño, que tiene cinco años, es día de descanso. En jueves, su madre se da licencia de no salir a buscar empleo para trabajar en su milpa.

Elena Reyes es una mujer que no rebasa los 25 años, carece de estudios básicos, no habla español y su modo de vida depende de que consiga colocarse como trabajadora doméstica o labriega en parcelas ajenas. Ella es madre soltera y Agustín es su pequeño ayudante.

Madre e hijo parten todos los días de La Cofradía apenas sale el sol. Si es posible (pues no siempre tienen dinero para pagar el pasaje), suben a la camioneta de redilas que lleva por montones a otros campesinos, los destinos son: el pueblo, la urbe y la capital, según se tenga para pagar el pasaje, que cuesta 15 pesos mínimo.

Filiberto Hernández, regidor de salud del municipio, traduce al español las palabras tímidas de Elena. Para ella, lo único importante es poder tener una vivienda. “Aquí nos hace falta una casa porque no tenemos dinero para hacerla”, dice.

La mujer indígena vive en un cuarto de adobe con piso de tierra y techo de lámina. Ahí duermen: su pequeño, su madre y un hermano, que no tienen más pertenencias que dos camastros, una grabadora y algo de ropa. Todas las familias de esta localidad pasan así sus días.

Escuálido, descalzo, con apenas una playera corroída y un pants que le queda corto, Agustín sigue en su juego, imita el ruido de las camionetas que a diario lo llevan a trabajar, junto a su madre. Él debió iniciar este año la educación preescolar, “pero no se puede porque siempre anda con su mamá, ya sabe limpiar la milpa”, argumenta Filiberto.

El pequeño, como casi todos los de la región, no tiene más alimento que el maíz, el frijol y las yerbas. Su rostro está lleno de jiotes y su estatura es la de un niño menor a la de su edad. “Comemos lo mismo que todo el pueblo, por eso la gente ya no quiere vivir aquí. Todo está triste”, lamenta Elena. No hay leche ni carne, tampoco verduras que pudieran nutrir un poco más a las personas de este municipio.

Para llegar a esta comunidad es necesario recorrer un largo camino de terracería, que en temporada de lluvias se enloda y ocasiona que los vehículos, que en otras temporadas bajan a la ranchería, eviten el camino. Todo se paraliza.

El abandono

En Santa Lucía Miahuatlán, morir por desnutrición no es extraño. La mayoría de la población se encuentra en ese estado de salud y los niños son los más afectados. Luis Chávez Sánchez, el único doctor que brinda atención en la zona, dice que las estadísticas poblacionales no son nada alentadoras.

El informe que emite la clínica rural del IMSS, elaborado en diciembre pasado, señala que existen 106 niños menores de cinco años con problemas alimenticios: 96 con desnutrición leve y 10 moderados.

Un año antes, en ese centro de salud fue atendido un pequeño de seis meses de edad en un estado crítico de extenuación. “Ni siquiera estaba registrado, no tenía nombre y mucho menos se le habían aplicado las primeras vacunas”, explica el médico.

El bebé llegó con el peso de un niño recién nacido: tres kilos, cuando el ideal era de seis. “Estaba marasmático: delgadito, con el vientre abultado y el tórax raquítico. Su cabeza era grande, los ojos hundidos y con lesiones en las comisuras labiales por falta de vitaminas. Las extremidades mostraban sus huesos, eran muy delgadas, parecían hilos. La madre prefirió dejarlo morir porque había otros niños que atender”.

El paradero del cadáver se ignora, “parece que fue enterrado en la clandestinidad. Lo triste de todo esto es que cuando hay un niño así, los hermanos tienen el mismo problema, hay una cadena de desnutrición. Aquí la gente come frijoles, tortilla, salsa y café, no más”.

Además de los problemas de inanición, evidente en los pobladores, las enfermedades respiratorias prevalecen todo el año. Enclavada en la sierra zapoteca, esta jurisdicción tiene un clima frío permanentemente que provoca neumonías, gripes y otros males respiratorios “leves”.

En 2006, las infecciones pectorales agudas ocuparon el primer lugar en la lista de padecimientos, se registraron 316 casos. Chávez Sánchez explica que, además de las inclemencias del tiempo, los habitantes de esta zona padecen de estas complicaciones porque las condiciones de vivienda no les permiten evitar la enfermedad.

“Nosotros hemos analizado y vemos que las personas viven en un cuarto, donde se cocina, se duerme y se come. Las chozas, generalmente, tienen entrada de aire por el techo, porque no están bien selladas, y aquí hace mucho frío. Las personas están expuestas a los cambios bruscos y al hacinamiento; hay familias de ocho integrantes que ocupan un solo cuarto y todos se contagian”, explica el médico.

El encargado de la clínica rural desde hace tres años lamenta que en las rancherías no haya más médicos, “hay casas de salud que son atendidas por las asistentes rurales, pero estas personas lo único que saben hacer es vacunar y dar pastillas para dolores leves”.

El desasosiego

Ismael lava algunas prendas en un lavadero improvisado. Tiene 12 años y comienza a hacerse cargo de las labores domésticas porque Claudia, su madre, está enferma. Cayó en cama hace algunos meses por una anemia aguda que la mantuvo durante una semana en el hospital del distrito. Cuando regresó a casa, su estado de salud no había mejorado.

Su estómago no resistió más: mareos, vómitos y el desfallecimiento fueron los síntomas de alerta que la remitieron a una clínica de segundo nivel, pues la que hay en su comunidad sólo brinda atención preventiva.

Llegó al hospital de Miahuatlán sin aliento, los médicos la estabilizaron y le pidieron que se hiciera estudios para saber qué pasaba con ella. Los primeros, en donde se detectó la anemia, costaron mil 400 pesos. Pidieron que se hicieran más análisis en un laboratorio particular, pero costaban 3 mil pesos y no fue posible realizarlos.

Claudia Florencia pasa sus manos por el rostro, como si sintiera desesperación, habla lento y bajito desde el portal de su cocina: “Mejor me regresé a mi casa porque ya no me alcanzaba. Todavía no me siento bien. Estoy agotada, débil, sin fuerzas para trabajar”, dice en zapoteco.

La mujer de 30 años es madre de Ismael y Severino, dos niños que a sus 12 y seis años comienzan a asumir responsabilidades mayores. El más grande llegó al sexto grado de primaria, le gustan las letras y se siente orgulloso de que el año anterior obtuvo una calificación de 7.2 en el promedio anual.

En las paredes de su casa cuelgan algunas cartulinas con dibujos alusivos a la extinción de especies animales y la dieta básica para una buena alimentación: cereales, frutas, verduras y proteína animal. Él y su familia carecen de todo esto.

“Yo quiero ser campesino y albañil como mi papá”, dice el pequeño que este año terminará con los estudios de educación básica y no sabe si seguirá la escuela. Lo que más le gusta hacer es dibujar y comer plátanos y carne, “pero aquí no hay”, por el contrario, asiste a la escuela con el estómago vacío, si acaso con un “trago” de té de canela u hojas de naranjo. Después de clases ya comerá frijoles y tortilla.

El reporte de salud en el municipio señala que en 2006 la anemia ocupó el tercer lugar entre las enfermedades que más afectaron a los pobladores, 46 casos requirieron atención de segundo nivel, y después de ésta, hubo 41 enfermos de gastritis y 38 con diarrea.

El atraso

El médico rural, que ha recorrido diversas poblaciones de la sierra y la costa oaxaqueña, hace un diagnóstico de la situación en la que sobreviven los pobladores de Santa Lucía Miahuatlán y dice que “uno de los obstáculos más grandes es el idioma, ya que cuando vienen los empleados gubernamentales a repartir los apoyos de Oportunidades (el único que llega a casi el 50 por ciento de los habitantes) no pueden comunicarse, la gente no entiende.

“El problema es que los técnicos no hablan la lengua. Si quieren traer más programas es necesario que los bajen en zapoteco y haya un seguimiento de ellos”, dice.

Luis Chávez Sánchez informa que entre los atrasos de la población, que cuenta con casi 3 mil habitantes, la educación es el más lamentable. “Hay 517 analfabetas de más de 12 años, con primaria incompleta 372, secundaria incompleta 308 y al nivel medio superior sólo han llegado 18 estudiantes”.

Aquí se acaban los sueños de seguir estudiando apenas se aprende a leer y escribir. Después de ello, la gente quiere salir a Sinaloa, Baja California o Estados Unidos: “se corrió la voz de que el bienestar estaba en el norte y familias enteras han emigrado. Es paradójico que tan cerca del desarrollo, la comunidad esté sumida en el atraso”, exclama.

Hace cuatro años, Contralínea visitó el municipio de Santa Lucía Miahuatlán, ahí vivía la familia Santiago Hernández, en una casa de adobe, en lo alto del monte: tres niñas con rasgos visibles de desnutrición y sus padres. Ahora se sabe que Mauro, el padre, decidió partir a Sinaloa hace dos años y llevó con él a sus hijas y esposa. No corrió con suerte, porque la más pequeña, Carmelita, enfermó. Se intoxicó con los químicos que se riegan en los sembradíos de jitomate, cuenta Filiberto Hernández, regidor de salud en la cabecera municipal.

Los números

El Consejo Nacional de Población registra en los Índices de Marginación 2005 que en Santa Lucía Miahuatlán hay 3 mil 23 habitantes, de los cuales, el 90.27 por ciento ocupan viviendas con piso de tierra; el 45.41 por ciento es analfabeta (en edad de 15 años o más), el 72.68 por ciento tiene primaria incompleta y el 11.53 por ciento ocupa viviendas sin drenaje ni servicio sanitario.

Estas cifras hacen que la institución gubernamental indique que hay un grado de marginación “muy alto” y coloque al municipio como el sexto más marginado en el estado y el 15 a nivel nacional.

De acuerdo con información de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), el municipio tiene una población económicamente activa de 648 personas, la mayoría (551) dedicados a la agricultura, ganadería, aprovechamiento forestal, pesca y caza; mil 223 personas que no cuentan con trabajo, 169 estudiantes, 528 dedicados a los quehaceres del hogar y sólo un jubilado.

La Sedesol informa que hay 438 personas que no reciben ingresos y de los que sí, 30 obtienen hasta el 50 por ciento de un salario mínimo (25 pesos por día); otros 53, más del 50 por ciento (unos 30 o 40 pesos diarios) y 63 hasta un salario que oscila entre los 47.60 pesos y los 50.57 pesos.

Santa Lucía Miahuatlán está conformada por las rancherías: Carrizal, Llano Grande, San Isidro, Cofradía, Río Comal, San Marcos la Chinilla y El Sumidero.

Fuente Contralínea


Si mal no recuerdo el lunes en una clase comentabamos sobre las personas que poseen una gran concentración de riquezas. Qué contraste, mientras unos se enriquecen más y más, otros se empobrecen más y más. Leer lo anterior, me lleva a pensar en tantas cosas, en que por ejemplo en muchas ocasiones me quejo por que no me pagan en el trabajo, cuando estas personas ganan miserablemente, en que aveces la comida que hace mi mamí no me gusta, cuando estas personas quisieran estar sentadas a la mesa esperando un plato de lo que yo tengo. Francamente te hace valorar lo que tienes si es que no lo valoras y si lo valoras darte cuenta que otros no tienen y si está en tus manos poder hacer algo, pues hacerlo.

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