Es ya un lugar común que la izquierda se refiera a la derecha como conservadora y retrógrada. Sin embargo, este decir –real en los períodos de la Revolución Francesa y del bolchevismo– se ha vuelto falso. Hoy en día, después de la Segunda Guerra Mundial y del triunfo de la técnica y del progreso sobre la memoria, ningún discurso asume la desconfianza frente al cambio.
Fuera del zapatismo y de las luchas de los pueblos indios –paradójicamente los movimientos más revolucionarios de la última década–, esa desconfianza ha ido desapareciendo rápidamente tanto de la esfera privada como de la escena política e intelectual. A no ser que volvamos la mirada y el oído a esos pueblos, hoy es casi imposible encontrar aristócratas o burgueses que reivindiquen la observancia de los usos o celebren la obra del tiempo. La burguesía actual, neoliberal, inculta, hiperproductiva, apasionada del futuro y de las novedades tecnológicas, ciega a cualquier valor que no sea el económico, moralina e hipócrita, pero no conservadora, “está –dice Finkielkraut– casi exclusivamente compuesta de antiburgueses que prefieren la pasión a la razón, que se burlan del sentido de lo serio en nombre del sentido de la aventura, que sacrifican alegremente la duración a la intensidad y que desde hace mucho han cambiado el árido lenguaje de la virtud por el abigarrado de la pluralidad de valores” y del pensamiento único del progreso.
La época del “buen padre de familia”, que esa burguesía defiende de dientes para afuera –sólo se nombra con tanta fuerza lo que ha dejado de existir–, pasó, como otrora pasó la del “amor eterno”.
A los miembros de las nuevas élites –la expareja presidencial es su espejo más público– les gusta gozar, llenarse de expectativas optimistas, mirar el futuro como un mundo feliz, mientras desprecian el pasado. No existe en ellos ningún suelo ni ninguna memoria que no sea la de una moral sin sustento. Se han vuelto nómadas enamorados de la navegación virtual, del teléfono celular y del futuro que sobrepasa el pasado y celebra la innovación. Jamás escucharemos decir a ninguno de ellos lo que el conservador Edmund Burke defendía en sus Reflexiones sobre la Revolución –publicado en 1790– contra el liberal Thomas Paine y su libro Los derechos del hombre (1791):
“Uno de los primeros principios, uno de los más importantes entre los que consagran la república y sus leyes, es evitar que quienes poseen temporalmente su usufructo se olviden de lo que recibieron de sus ancestros o de lo que deben a su posteridad y actúen como si fueran los amos absolutos (...) si aceptamos sin escrúpulos la facilidad de cambiar de régimen tan frecuentemente y de tantas maneras que haya fluctuaciones en los modos y en las imaginaciones, se romperá la cadena y toda la continuidad de la cosa pública. Ya no habría vínculo alguno de una generación a otra. Los hombres valdrían apenas más que las moscas de un verano.”
De ahí que el burgués, el neoliberal moderno –como el izquierdista domesticado de las urbes– desprecie y se impaciente con la permanencia de los usos y costumbres de las tradiciones indias y campesinas. Él, al igual que esos izquierdistas, elogia la innovación contra la tradición. A diferencia del verdadero conservador, que preserva para iluminar el presente, el nuevo burgués quiere dinamizar a los hombres y a las instituciones.
Antiguamente el orden, como continúan defendiéndolo los pueblos indios, se oponía al movimiento; hoy en día, en cambio, sólo hay partidos en movimiento, disputándose la orientación del progreso. “En el momento –escribe Finkielkraut– en que entramos en el tercer milenio, cada uno no sólo quiere ser moderno, sino también reservarse la exclusividad de este supremo llamado. ‘Reforma’ es la palabra clave del actual lenguaje político, y ‘conservador’ la majadería que la izquierda y la derecha se lanzan mutuamente a la cara”.
Tal vez por ello Hannah Arendt –la más profunda filósofa política, junto con Iván Illich, de finales del segundo milenio– tomó, 150 años después de la polémica entre Burke y Paine, el partido de los conservadores en sus meditaciones sobre el desastre totalitario. Para ella, como lo señala Finkielkraut, el totalitarismo abolió, aun para el mundo liberal, la diferencia que nacía de la memoria y de la herencia en nombre de la abstracción Hombre. Por ello, las derechas y las izquierdas actuales sólo toleran las diferencias individuales. Las que nacen de los mundos comunitarios y pueblerinos son, para ellas, un retroceso frente a la Historia en marcha y los derechos humanos. Para esas derechas e izquierdas modernas, lo único que cuenta “es el hombre desnudo, sin determinación, el hombre separado de su ancla y extraído de cualquier comunidad; el hombre únicamente habitado por sí mismo y exclusivamente identificado con su humanidad” (Finkielkraut), el hombre masificado en su condición de individuo.
En nombre del progreso y de la abstracción Hombre, derechas e izquierdas han hecho de la negación de lo verdaderamente humano la forma de la desolación, es decir, de la privación del suelo, de la memoria, de la herencia de los muertos y de la creatividad. No hay leyes en el universo moderno que no sean las del progreso económico y tecnológico sin fin –el nuevo rostro del devenir histórico. Bajo el reino del Hombre, en marcha hacia un mundo feliz de satisfacciones materiales, los hombres reales y concretos, y la memoria de sus ancestros, terminan por ser superfluos y las derechas como las izquierdas acaban haciendo suyas, de una o de otra forma, las espantosas palabras del Angkar (la organización de los Khmers rojos): “perderte no es una pérdida; conservarte no es de ninguna utilidad”.
Quizá hoy en día el gesto más revolucionario –como lo han mostrado Gandhi, Hannah Arendt, Finkielkraut, los zapatistas, las comunidades indias y los movimientos de resistencia civil que buscan la preservación de los patrimonios culturales– sea ser un conservador. Es la evidencia y no el capricho la que los coloca allí; la evidencia de que el movimiento hacia adelante de los modernos, de los hijos de la Razón y de la Historia, se ha ido tragando simultáneamente cualquier estabilidad, cualquier creatividad y cualquier iniciativa. Los conservadores temen no por sus bienes materiales, sino, frente a la fragilidad de la permanencia, por el mundo; temen por la destrucción de lo gratuito, del pasado, del tiempo humano, de la continuidad que instituyen los objetos y las obras del ayer; temen por el sitio en el seno del cual pueden, en un común, desplegarse la memoria, la acción y la creación.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
Javier Sicilia, Proceso.
Fuera del zapatismo y de las luchas de los pueblos indios –paradójicamente los movimientos más revolucionarios de la última década–, esa desconfianza ha ido desapareciendo rápidamente tanto de la esfera privada como de la escena política e intelectual. A no ser que volvamos la mirada y el oído a esos pueblos, hoy es casi imposible encontrar aristócratas o burgueses que reivindiquen la observancia de los usos o celebren la obra del tiempo. La burguesía actual, neoliberal, inculta, hiperproductiva, apasionada del futuro y de las novedades tecnológicas, ciega a cualquier valor que no sea el económico, moralina e hipócrita, pero no conservadora, “está –dice Finkielkraut– casi exclusivamente compuesta de antiburgueses que prefieren la pasión a la razón, que se burlan del sentido de lo serio en nombre del sentido de la aventura, que sacrifican alegremente la duración a la intensidad y que desde hace mucho han cambiado el árido lenguaje de la virtud por el abigarrado de la pluralidad de valores” y del pensamiento único del progreso.
La época del “buen padre de familia”, que esa burguesía defiende de dientes para afuera –sólo se nombra con tanta fuerza lo que ha dejado de existir–, pasó, como otrora pasó la del “amor eterno”.
A los miembros de las nuevas élites –la expareja presidencial es su espejo más público– les gusta gozar, llenarse de expectativas optimistas, mirar el futuro como un mundo feliz, mientras desprecian el pasado. No existe en ellos ningún suelo ni ninguna memoria que no sea la de una moral sin sustento. Se han vuelto nómadas enamorados de la navegación virtual, del teléfono celular y del futuro que sobrepasa el pasado y celebra la innovación. Jamás escucharemos decir a ninguno de ellos lo que el conservador Edmund Burke defendía en sus Reflexiones sobre la Revolución –publicado en 1790– contra el liberal Thomas Paine y su libro Los derechos del hombre (1791):
“Uno de los primeros principios, uno de los más importantes entre los que consagran la república y sus leyes, es evitar que quienes poseen temporalmente su usufructo se olviden de lo que recibieron de sus ancestros o de lo que deben a su posteridad y actúen como si fueran los amos absolutos (...) si aceptamos sin escrúpulos la facilidad de cambiar de régimen tan frecuentemente y de tantas maneras que haya fluctuaciones en los modos y en las imaginaciones, se romperá la cadena y toda la continuidad de la cosa pública. Ya no habría vínculo alguno de una generación a otra. Los hombres valdrían apenas más que las moscas de un verano.”
De ahí que el burgués, el neoliberal moderno –como el izquierdista domesticado de las urbes– desprecie y se impaciente con la permanencia de los usos y costumbres de las tradiciones indias y campesinas. Él, al igual que esos izquierdistas, elogia la innovación contra la tradición. A diferencia del verdadero conservador, que preserva para iluminar el presente, el nuevo burgués quiere dinamizar a los hombres y a las instituciones.
Antiguamente el orden, como continúan defendiéndolo los pueblos indios, se oponía al movimiento; hoy en día, en cambio, sólo hay partidos en movimiento, disputándose la orientación del progreso. “En el momento –escribe Finkielkraut– en que entramos en el tercer milenio, cada uno no sólo quiere ser moderno, sino también reservarse la exclusividad de este supremo llamado. ‘Reforma’ es la palabra clave del actual lenguaje político, y ‘conservador’ la majadería que la izquierda y la derecha se lanzan mutuamente a la cara”.
Tal vez por ello Hannah Arendt –la más profunda filósofa política, junto con Iván Illich, de finales del segundo milenio– tomó, 150 años después de la polémica entre Burke y Paine, el partido de los conservadores en sus meditaciones sobre el desastre totalitario. Para ella, como lo señala Finkielkraut, el totalitarismo abolió, aun para el mundo liberal, la diferencia que nacía de la memoria y de la herencia en nombre de la abstracción Hombre. Por ello, las derechas y las izquierdas actuales sólo toleran las diferencias individuales. Las que nacen de los mundos comunitarios y pueblerinos son, para ellas, un retroceso frente a la Historia en marcha y los derechos humanos. Para esas derechas e izquierdas modernas, lo único que cuenta “es el hombre desnudo, sin determinación, el hombre separado de su ancla y extraído de cualquier comunidad; el hombre únicamente habitado por sí mismo y exclusivamente identificado con su humanidad” (Finkielkraut), el hombre masificado en su condición de individuo.
En nombre del progreso y de la abstracción Hombre, derechas e izquierdas han hecho de la negación de lo verdaderamente humano la forma de la desolación, es decir, de la privación del suelo, de la memoria, de la herencia de los muertos y de la creatividad. No hay leyes en el universo moderno que no sean las del progreso económico y tecnológico sin fin –el nuevo rostro del devenir histórico. Bajo el reino del Hombre, en marcha hacia un mundo feliz de satisfacciones materiales, los hombres reales y concretos, y la memoria de sus ancestros, terminan por ser superfluos y las derechas como las izquierdas acaban haciendo suyas, de una o de otra forma, las espantosas palabras del Angkar (la organización de los Khmers rojos): “perderte no es una pérdida; conservarte no es de ninguna utilidad”.
Quizá hoy en día el gesto más revolucionario –como lo han mostrado Gandhi, Hannah Arendt, Finkielkraut, los zapatistas, las comunidades indias y los movimientos de resistencia civil que buscan la preservación de los patrimonios culturales– sea ser un conservador. Es la evidencia y no el capricho la que los coloca allí; la evidencia de que el movimiento hacia adelante de los modernos, de los hijos de la Razón y de la Historia, se ha ido tragando simultáneamente cualquier estabilidad, cualquier creatividad y cualquier iniciativa. Los conservadores temen no por sus bienes materiales, sino, frente a la fragilidad de la permanencia, por el mundo; temen por la destrucción de lo gratuito, del pasado, del tiempo humano, de la continuidad que instituyen los objetos y las obras del ayer; temen por el sitio en el seno del cual pueden, en un común, desplegarse la memoria, la acción y la creación.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
Javier Sicilia, Proceso.
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