Calderón incurrió en un grave riesgo al colocar a Camilo Mouriño en la Secretaría de Gobernación. Y agravó su error al pedirle que coordinara los esfuerzos para conducir las negociaciones que sacarían adelante a la reforma energética.
Como es sabido, hace unos días Andrés Manuel López Obrador presentó copias de convenios de Pemex y Transportes Especializados firmados por Iván como apoderado de la empresa Ivancar: el 20 de diciembre de 2002, el 1 de septiembre de 2003 y el 29 de diciembre de 2003. En esas fechas fungía como asesor del entonces secretario de Energía, Felipe Calderón, y se había desempeñado como presidente de la Comisión de Energía en la Cámara de Diputados en la Legislatura 57 (años 2000-2003). Poco después de la firma de esos convenios, Mouriño fue designado subsecretario en la Sener.
Los convenios amparan la prestación de servicios por entre 3 y 8 millones de pesos (cada uno) en beneficio de la empresa de Mouriño y sus familiares, y López Obrador asegura que fueron entregados por adjudicación directa, sin licitaciones o concursos.
Al margen de lo que arroje la investigación sobre estos hechos, es evidente que Mouriño cometió una enorme imprudencia, por decir lo menos. Habrá quienes descalifiquen estas acusaciones por venir de López Obrador, un rival político. Pero tampoco se podrá confiar gran cosa en las averiguaciones de la Secretaría de la Función Pública, dependencia que forma parte del gabinete que Mouriño mismo coordina. Cuesta trabajo creer en la imparcialidad de una investigación contra el “jefe”.
El secretario de Gobernación se ha defendido de estas acusaciones asegurando que la relación entre su familia y Pemex se remonta a más de 20 años, y que el primer convenio se firmó cuando él tenía 14 años. Afirma también que desde 2003 está totalmente desvinculado de los negocios familiares (un consorcio con poco más de 80 empresas). Seguramente es así, pero eso no explica por qué andaba firmando en 2002 y 2003 documentos que lo convertían en juez y parte.
A pesar de la improbabilidad de que el asunto llegue a tribunales, en términos políticos queda bastante mal parado el delfín del Presidente. La presentación de los convenios firmados por Mouriño, hacen de éste un mal negociador de una reforma que se supone no está diseñada para favorecer a la iniciativa privada. El gobierno ha gastado fortunas para convencer a la opinión pública de que la entrada de capital privado bajo distintas modalidades, no entraña la privatización, ni supone entregar en manos del empresariado un recurso natural que pertenece a los mexicanos. Por lo mismo, resulta absurdo hacer “visible” en esta negociación a Mouriño, cuya familia ha hecho fortuna como concesionaria de gasolineras en el sureste y como prestadores de servicios de transporte en Pemex.
La participación del hispano mexicano en la reforma seguramente también generará suspicacias por lo que respecta a las empresas extranjeras. López Obrador también acusó a la empresa española Repsol de haberse quedado con un contrato por 16 mil millones de dólares para vender a Pemex gas peruano, gracias a la intervención de Mouriño, quien habría “llevado tajada”, según El Peje. Aun cuando esta última acusación tiene más probabilidades de ser una baladronada, lo de Repsol y el origen gallego del secretario de Gobernación dañará políticamente a Calderón. En la misma nota se aseguraba que el gobierno “le construiría” gratis a Repsol un puerto para el desembarque de gas peruano y que el convenio convertiría a la empresa española en la mayor distribuidora de este combustible en el país. Desde luego se trata de un asunto delicado y seguramente el gobierno revisó los pros y los contras financieros, pero haber involucrado a Mouriño es, a todas luces, un equívoco mayúsculo.
El gobierno de Calderón necesita prácticamente de todos los votos de los diputados priístas para alcanzar los dos tercios que requieren las modificaciones a la Constitución que exige una reforma energética de fondo. Los panistas tienen 204 de un total de 500; necesitan 331. Si bien es cierto que la descalificación de Mouriño proviene esencialmente de los militantes del PRD, hay muchos priístas para quienes resultará difícil votar en contra de los “principios nacionalistas” que han defendido durante tanto tiempo. A tales priístas les resultará más complicado votar por la reforma que impulsa un empresario de origen español.
Cuando Camilo Mouriño fue designado secretario de Gobernación, hace algunas semanas, expresé en este espacio mi percepción de que se trataba de una maniobra muy arriesgada. Desde hace varios sexenios los presidentes mexicanos colocan en “Bucareli” a un político respetado, pero no a un miembro de su círculo de confianza y nunca a su brazo derecho. De esa forma, el secretario de Gobernación puede cumplir funciones de “fusible” para soportar las tensiones políticas y hacer el trabajo sucio frente a la opinión pública, mientras la verdadera política se hace en Los Pinos. De allí la fuerza que llegaron a tener Emilio Gamboa, Córdoba Montoya, Liébano Sáenz y Ramón Muñoz-Marta Sahagún, quienes desde la residencia oficial ejercieron un poder mayor que los secretarios de Gobernación en los sexenios de Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo y Vicente Fox, respectivamente.
Los presidentes priístas hace mucho tiempo decidieron que no convenía colocar en Gobernación a un futuro candidato a la Presidencia, porque ello deterioraba su capacidad como mediador entre las fuerzas políticas del país (la oposición no querría otorgar triunfos políticos a un seguro rival en las siguientes elecciones). Pero Felipe Calderón hizo a un lado tales prudencias. En el pecado puede llevar la penitencia.
Al colocar a su hombre de confianza en la primera línea de fuego, el Presidente opera sin red de protección. Hubo un exceso de confianza al convertirlo en el ariete de la reforma energética. Lejos de sumar, Mouriño terminó restándole posibilidades al proyecto y permitió a López Obrador volver a “posicionarse” en la escena política nacional. Un error impensable en un hombre del oficio político de Calderón. Sin duda, el poder prohíja la soberbia.
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