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11 mayo 2008

Donde dice ‘César’ debe decir ‘mercadotecnia’

Carlos Monsiváis
11 de mayo de 2008

En su ensayo clásico, La política y el idioma inglés (1946), George Orwell afirma: “Un escritor escrupuloso, en cada frase que escribe, se hará por lo menos cuatro preguntas: ‘¿Qué estoy tratando de decir? ¿Con qué palabras lo expresaré? ¿Qué imágenes le darán más claridad? ¿Es esta imagen lo suficientemente novedosa como para desatar un efecto?’”. Si cambiamos escritor por político y disminuimos el énfasis en el manejo de lo verbal, el cuestionario no funcionaría de cualquier manera, un político del siglo XXI más bien quiere resolver o que le resuelvan otras interrogantes: “¿Qué no estoy tratando de decir? ¿Por qué me acusan de no decir nada como si yo intentara decir algo? ¿Por qué pretenden que me explique cuando lo que verdaderamente quiero es dispensar consignas mercadotécnicas? ¿Por qué me voy a preocupar del efecto de mis palabras cuando a mis oyentes lo que les debería interesar es el efecto de mis acciones, que, además, no pueden evitar?”.

Exagero, las preguntas del cinismo también pasaron de moda. Ahora, la mayoría de los políticos, los empresarios y —Dios no lo quiera— los clérigos confianzudos, vaya que no se afligen por cómo hablan, seguros de que si se les capta la onda, ni modo güey.

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¿En qué consiste hoy el discurso político, y anótense las poquísimas excepciones? En la voluntad de lograr que lo crea y lo memorice un grupo privilegiado: el que lo emite, estrictamente. Cada alto funcionario habla para persuadirse a sí mismo de que qué bien lo está haciendo, de sus aportaciones históricas, de su innegable don de taumaturgo (hacedor de milagros, señor Fox, ya sé que no está leyendo este artículo, pero sé también que el diccionario no es lo suyo). Así por ejemplo, ¿a qué aludió el 1 de mayo de este año de gracia el secretario de Trabajo, Javier Lozano, cuando, además de quedarse estupefacto con su revelación: “El primero de mayo no es una celebración oficial”, afirmó: “Las condiciones laborales son ahora mucho mejores que antes”? Nunca se sabrá si lo dijo en serio, ni tampoco se conocerá qué entiende Lozano por “hablar en serio”; lo que sí es innegable que al leer o al escuchar sus declaraciones quedó persuadido: “Tan es cierto el avance que lo refrenda el propio secretario de Trabajo”. El discurso inventa las realidades, la credibilidad del que lee el discurso o, desdichadamente, lo improvisa, convierte la invención en la puritita realidad.

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En la misma fecha, en el Zócalo, el director del secretariado técnico de la FSTSE, Jesús Moreno Morales, eligió la oquedad resonante: “Jamás, ni por injusticia ni por omisión, el sector obrero renunciará a sus legítimas conquistas”. ¿Cómo se le hace para que un gremio, por injusticia, renuncie a sus legítimas conquistas?

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En un proverbio exclama el Marqués de Santillana (citado por Alfonso Reyes, V. Alfonso Reyes lee El Quijote, la excelente compilación de Adolfo Castañón y Alicia Reyes):

—Las cosas de admiración

no las (digas ni) las cuentes,

que no saben todas gentes

como son.

Lo argumentado por Santillana sería blasfemia en el actual discurso mercadológico con tintes políticos. Las cosas de admiración deben pregonarse porque precisamente nunca lo son en sentido estricto. Se habló por siglos de la demagogia, nefasta sin duda, y de su griterío transformista (“porque el señor presidente no es perfecto, ningún ser humano lo es, pero no tiene errores, defectos y malas intenciones, además de ser extraordinario todo el tiempo”), poro lo actual viene de una metamorfosis técnica: se convierte al político o al proyecto del político en un producto de primer orden en el mercado, se vociferan sus virtudes, se acuñan frases candentes (“Vamos México, la solución a tus problemas/ Changarrízate y prospera”), y luego se subordina todo al fluir de las imágenes, el discurso visual hace a un lado las palabras y resplandece la imagen del gobernante, por lo menos en la intención mercadológica.

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¿Por qué el videoclip es hoy la esencia del mercadeo político en la percepción dominante: “Si no estás en la televisión no estás en lado alguno”? Tal vez por el analfabetismo funcional tan extendido o porque lo que no se envuelve en una andanada visual parece rollo, o porque el bla-bla-bla de las imágenes, tan rolleras como las palabras, aún no se localiza con precisión. Pero la demagogia visual, si este es el término, vaya que se extiende y prolifera al abrigo de otro de los nuevos dogmas: insistir en las imágenes es implantar las instituciones; repite, repite, que algo queda.

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Una lista brevísima del nuevo discurso político: ataca a tus enemigos con ferocidad. Ese es un gasto más útil que el de hacerte autohomenajes:

— lo que digas de ti ahógalo con imágenes. Si no creen en lo que dices sorpréndelos con el chapoteadero subliminal.

— no te incomodes si te tratan, o te tratan, como si fueras un producto en el supermercado. Recuerda: lo que no se haya en el supermercado ya no entra con facilidad a las casas. ¿Qué pierdes con volverte un producto? En el futuro, el que no esté en el display de las ventas masivas, tendrá 0.1% de la votación. Acepta que si tus cualidades no se ubican con facilidad, las imágenes que las enmarcan se plantan con rapidez en la memoria. Si luego todos se decepcionan del producto que lleva tu nombre, no te perturbes. Por lo menos, ganaste tiempo y algo más: durante un rato te entusiasmaste contigo mismo.

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