En seis años creció 800% sólo en Ciudad Juárez
Ángel Hernández | Vértigo
Cada año miles de menores mexicanos abandonan casa y estudios para emprender un riesgoso viaje a la frontera norte, con la ilusión de reunirse con sus padres o para trabajar en Estados Unidos, siempre expuestos al abuso humano y a la inclemencia del tiempo.
Juan y Rigoberto salieron de su casa con un mismo propósito: cruzar de manera ilegal hacia Estados Unidos por esta zona fronteriza. Ambos tienen 15 años. El primero tuvo que recorrer mil 552 kilómetros en camión. Vive en Guadalajara, Jalisco. Su compañero ocasional de albergue sólo necesitó trasladarse unas cuantas docenas de kilómetros, ya que vive aquí. Además de coincidir en edad y en el propósito de pasar “hacia el otro lado” —que lograron a medias, ya que fueron detenidos por el Servicio de Inmigración y Naturalización— también forman parte de los tres mil 329 menores mexicanos deportados por este punto fronterizo en 2007.
Ya sea porque desean encontrarse con su familia que vive en territorio estadunidense, como en el caso de Juan, quien pretendía llegar a Dallas, Texas, donde se encuentra su madre; o porque son de los más de 500 mil mexicanos que año tras año emigran al norte en búsqueda de un mejor destino.
La historia de Juan y Rigoberto revela un hecho que debería alertar a las autoridades mexicanas: la expulsión de menores desde la vecina El Paso, Texas, se incrementó de manera importante al pasar de 391 en 2002 a poco más de tres mil doscientos el año anterior.
El peligro que conlleva el cruce de la frontera para los adultos se multiplica en el caso de menores porque están expuestos a todo tipo de riesgos, desde la travesía por regiones desoladas y desérticas, guiados por polleros que a la primera oportunidad los abandonan, hasta el abuso de las patrullas fronterizas.
El sol brilla con intensidad, pero el viento helado de la mañana invernal obliga a los juarenses a usar ropa abrigadora. En el albergue Bolivia, ubicado en la colonia Hidalgo, cinco adolescentes (cuatro hombres y una mujer) toman un descanso. Deportados, están a la espera de algún familiar. Están tranquilos. Se levantaron a las siete de la mañana y para esa hora (cerca de las nueve) ya limpiaron su dormitorio, se asearon y desayunaron.
Este albergue pertenece al dif municipal y forma parte del programa de ayuda a los menores mexicanos deportados. En la ciudad también están la ymca, que aloja a menores deportados de 11 a 17 años, la Casa Esperanza, para niños de 7 a 10 años y el albergue casa hogar para infantes hasta de seis años.
La procuradora auxiliar de la Defensa del Menor y la Familia del dif municipal, Claudia Sierra Rentería, explica que los menores son enviados por la delegación del Instituto Nacional de Migración (INM) de este cruce fronterizo, que recibe a los menores deportados por las autoridades estadunidenses, y que no estaban acompañados por sus familiares al momento de su detención.
Aparte de Tijuana, Baja California, que también registra una deportación importante de menores, esta ciudad es la que tiene el mayor número. El consulado de México en El Paso reconoce que aumenta el número de infantes que sin compañía cruzan la frontera. Durante los primeros ocho meses del año anterior las autoridades migratorias del vecino país detuvieron a dos mil 824 menores —en 2006 a dos mil 736 y en 2005 a dos mil 852—, quienes fueron entregados a las autoridades mexicanas en los cruces internacionales.
Desintegración y desarraigo
La odisea que emprenden miles de menores de edad tiene un fuerte impacto sicológico en ellos. Para la profesora del Departamento de Sicología de la Universidad Iberoamericana, Alejandra Domínguez Espinosa, la migración genera distanciamiento y desintegración familiar, cuyos efectos repercutirán hasta una tercera generación.
Sierra Rentería confirma que la mayoría de los menores que llegan al albergue emigran para encontrarse con sus padres. En algunas ocasiones viajan solos. Otras, en compañía de un familiar o conocido. Un número importante proviene de estados alejados, como de México, Veracruz, Oaxaca, Guanajuato, Michoacán y Puebla. Todos sufren desarraigo familiar y de su lugar de origen.
Antes de tomar la decisión de cruzar la frontera para reunirse con su madre, Juan estudiaba segundo año de secundaria en Guadalajara. Llegó acompañado por un tío. Dice que es la primera vez que buscaba ingresar al vecino país. Es un muchacho moreno cuyo rostro todavía guarda algunos rasgos de la infancia.
Lleva dos días en el albergue Bolivia, que en las primeras semanas del año aloja a pocos menores. Es una temporada baja por el clima invernal. Los cruces disminuyen por el frío extremo (en esta zona el termómetro bajó a menos de siete grados centígrados), ya que tienen que atravesar zonas agrestes y se exponen a las inclemencias del tiempo.
A pesar de las dificultades que ha pasado estos días —salió de su casa hace seis— está tranquilo, en espera de que sus familiares envíen los documentos oficiales que acrediten su edad, nombre y vínculos filiales. Mientras, se afana con sus compañeros ocasionales en instalar una red para jugar pin-pon.
Utilizados para el tráfico de personas
Rigoberto es la otra cara de los menores deportados a lo largo de la frontera. Él vive en Ciudad Juárez. Ha ingresado varias veces a territorio estadunidense para trabajar. A diferencia de Juan, que suspendió sus estudios hace unas semanas para reunirse con su madre, él abandonó la escuela desde hace tres años. Llegó hasta sexto grado.
Su mirada refleja ya el sedimento de las muchas dificultades que a su edad la vida le ha impuesto. De baja estatura, regordete y con el acento juarense, cuenta que ha trabajado en varios lugares, pero cuando se aburre los deja. Vive con su mamá y cinco hermanos. También espera que vayan por él. Ya lleva tres días en el albergue y sus familiares no se han presentado. Dice que su mamá está enferma, por eso no lo ha sacado.
—No te desesperes, tus familiares no tardarán mucho para que te vayas con ellos —le decimos para animarlo.
—¡A ver si vienen! —responde resignado.
La directora general del dif municipal, María Otilia Herfter Rivera explica que Ciudad Juárez es receptora de menores que vienen de otras entidades con el objetivo de ingresar de manera ilegal a Estados Unidos, pero también presenta el fenómeno de infantes de aquí que lo hacen como polleros, utilizados por sus propios familiares o personas que los enganchan para que se dediquen a esa actividad ilícita. Los traficantes saben que éstos no serán encarcelados si son detenidos. Esta realidad queda confirmada con el dato de que 25% de los menores deportados que llegan al albergue son originarios de Ciudad Juárez.
Del otro lado, el mismo problema
Del otro lado de la frontera los hijos de inmigrantes también sufren las consecuencias del reforzamiento de las acciones migratorias del gobierno estadunidense. Los operativos contra indocumentados han propiciado que por cada dos detenidos, un menor se quede sin padre, de acuerdo con un estudio realizado por el Consejo Nacional de la Raza y el Instituto Urbano para medir el impacto de los operativos entre los infantes.
La afectación a los menores por la deportación de sus padres propició que organizaciones hispanas enviaran una carta al presidente George Bush para denunciar la crisis humanitaria que causan estas acciones.
El estudio resalta que en Estados Unidos hay unos cinco millones de niños que tienen al menos un padre indocumentado, y por cada dos que son detenidos y deportados, uno se queda sin familia. Al ser separados con rudeza de sus padres, sufren fuertes impactos emocionales de acuerdo con análisis realizados en tres comunidades donde hubo redadas a finales del año pasado: Greeley, Colorado; Gran Island, Nebraska; y New Bedford, Massachussets, donde fueron detenidos y deportados 912 indocumentados, con la afectación a 506 niños.
Al igual que los menores cuyos padres ya se encuentra en Estados Unidos, los hijos de indocumentados que ya viven con ellos también sufren fuertes impactos emocionales, estados de estrés y angustia, así como la fragmentación de las familias, mismas que entran en inestabilidad por la fragilidad económica, destaca el estudio Paying the price: The impact of inmigration raids on American`s children.
Destierro físico y emocional
Los menores migrantes llevan impreso como patente de corzo un destino incierto. La necesidad de estar con sus padres lleva a muchos de ellos a emprender un viaje de miles de kilómetros para reintegrarse. Otros son empujados a sortear la vigilancia fronteriza, a la Guardia Nacional, a la Border Patrol, por la necesidad o por la violencia en su casa.
Para la directora general del dif municipal, el apoyo que se brinda a los menores deportados no sólo busca proporcionarles un lugar donde puedan estar en buenas condiciones mientras vuelven con sus familias, sino ayudarlos con su transporte cuando lo requieran. Además, afirma, en el caso de los niños de esta ciudad se debe atender el problema desde la propia familia, ya que la reincidencia demuestra el descuido y desobligación de los padres.
Adelanta que preparan un programa para conocer la situación familiar que enfrentan los menores que son deportados. En casos donde exista irresponsabilidad de los padres, éstos tendrán que responder antes las autoridades, advierte.
Y mientras esto sucede, en el albergue Bolivia, en estos días casi desierto, que en temporadas altas llega a recibir hasta 300 menores deportados, Juan y Rigoberto distraen el ocio con juegos y actividades que les hacen menos pesada su estancia. Son compañeros ocasionales que juntaron sus vidas por unos cuantos días. Uno en busca del encuentro con su madre y el otro para escapar de la violencia en su hogar.
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