Uno de los requisitos para obtener la licencia de locutor era saber de memoria el escuálido Reglamento de Radiodifusión del que todavía recuerdo:
“Está prohibido transmitir noticias que franca o veladamente tengan carácter político o religioso”.
Pregunté a mi jefe de redacción en la emisora donde trabajaba cuándo una noticia era política y cuándo no. “Si hablamos del PRI es cívica y puede pasar, si hablamos de los otros partidos es política. Cuidado con violar el reglamento”.
Eso fue en 1944. Muchas cosas han cambiado: el PRI ya no es tan cívico y el reglamento no existe. Pero en materia de legislación sobre los medios electrónicos, hoy con la televisión, la internet y otros inventos, seguimos padeciendo deficiencias, injusticias y lagunas equivalentes a la ausencia de una estructura jurídica adecuada a la nueva realidad de México y de los medios.
El miércoles pasado se creó el Frente Nacional por la Reforma de Medios Electrónicos, formado por 47 organizaciones, y el mismo día propuso al Senado de la República la reforma de la leyes de Radio y Televisión y de Telecomunicaciones, un documento de 66 cuartillas para llegar a la sociedad de la información. Transcribo algunos de los párrafos. Considera que el privilegio de difundir por radio y televisión ha estado supeditado al capricho o la conveniencia del poder político. Los contenidos en muchos de esos medios han estado definidos por el afán de lucro y no por la responsabilidad social. El acaparamiento y la incapacidad para enfrentar el contraste y la diversidad han llevado a las corporaciones mediáticas más influyentes a oponerse a cualquier apertura que propicie la competencia, especialmente en televisión abierta. La propuesta continúa: la acumulación de muchos instrumentos de comunicación en pocas manos reforzó el poder que de por sí confiere el acceder a una concesión de radio o televisión. Y esa capacidad de influencia convirtió a los principales concesionarios en un poder que en ocasiones se ha colocado al margen del Estado y ha querido sobresalir por encima de las instituciones legales. Ese afán acaparador les permitió lograr una reforma legal que ampliaba los privilegios que ya tenían y no resultó exagerado llamarla ley Televisa. Un año después, por una acción de inconstitucionalidad, la Suprema Corte de Justicia la desechó.
Entre los derechos de los ciudadanos que la propuesta desea proteger destaca el estar bien informados, ejercer el derecho de réplica, ser interpelados con respeto y una garantía sólida de libertad de expresión e información. La ley debe definir la función de servicio público de la radio y la televisión, esencial para el fortalecimiento de la democracia. El espectro radioeléctrico es y debe seguir siendo propiedad de la nación. Cualquier usufructo con propósitos comerciales tiene que ser a cambio de una contraprestación económica, pero para asignar una concesión debe tomarse en cuenta, antes que nada, el servicio que recibirá la sociedad. Ninguna concesión será por tiempo indefinido.
Se obliga a que los contenidos de radio y televisión que se propaguen en señales abiertas sean incluidos en todos los servicios que difunden a esos medios de manera codificada o de paga. En la asignación de concesiones se tomarán en cuenta requerimientos de grupos étnicos, universidades y otras instituciones educativas y servicios comunitarios. Habrá reglas que propicien y protejan la participación de productores independientes, que promuevan la pluralidad, los valores democráticos y garanticen el acceso, en condiciones de igualdad, de todos los grupos sociales a la comunicación y la información. En el caso de la radiodifusión la libertad debe ser irrestricta, bajo la responsabilidad del titular de cada concesión. Los productores tienen derecho a que los contenidos de su autoría sean difundidos sin censura, modificaciones o confiscaciones de cualquier índole. Los ciudadanos tienen derecho a recibir esos contenidos sin alteraciones.
Se propone modificar la Constitución para que la Cofetel cuente con autonomía plena y sea el ente público responsable de administrar el espectro radioeléctrico que debe ser redituable en términos económicos, sin que esto signifique que los beneficios se limiten a quienes invierten en aras de obtener una ganancia, que si bien es lícita, no debe ser exclusiva, pues todos tenemos el derecho a la parte alícuota de los beneficios que adquieren, de esta manera, un sentido social. El gobierno tendrá derecho a una contraprestación económica al otorgar una concesión con fines de lucro, la cual durará hasta 12 años. En Estados Unidos son ocho, y en Canadá siete. Las instituciones religiosas y los ministros de culto, así como los partidos políticos o sus directivos, no podrán directa ni indirectamente ser titulares de concesiones.
El documento que contiene esas proposiciones fue puesto en manos de Santiago Creel, presidente de la Junta de Coordinación Política del Senado, quien ofreció pasarlo a las comisiones de Radio y Televisión, de Comunicaciones y Transportes y de Estudios Legislativos. “Existen condiciones para concretar una reforma a la ley de medios en este periodo” dijo Creel. No opinó igual el senador priísta Ángel Heladio Aguirre, actual presidente de la Comisión de Comunicaciones y Transportes, cuya postura obvia y previsible lo llevó a decir que no cree que se logre la aprobación de la propuesta en este periodo, porque: “En mi punto de vista personal, no están dadas las condiciones. Soy realista y no hemos recibido propuestas” de todas las bancadas. El aplazamiento de la discusión del proyecto mantiene vigentes las leyes cuya reforma o desaparición propone el Frente. Tal vez de lo propuesto lo que más preocupa a algunos es el párrafo que señala: “En atención a la prohibición constitucional de los monopolios y sus prácticas concentradoras, no podrán obtener más concesiones en el mismo servicio, categoría y zona geográfica de cobertura quienes sean titulares de más de 25% de las frecuencias”.
¿Volver al reglamento de hace seis décadas? Imposible, ni siquiera existía la televisión. Pero sí impedir cualquier cambio frente a la presión incontenible de una sociedad que exige sus derechos fundamentales.
Poner diques al progreso democrático.
Por ahí va la cosa.
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