(apro).- Dos áreas neurálgicas para el futuro del país se han cruzado en una extraña combinación coyuntural: la reforma a los medios de comunicación electrónica y la reforma energética.
En el primer caso, el dilema es la apertura de un sector altamente monopólico, decisivo para la salud pública porque la televisión es un medio determinante en la construcción de percepciones sociales y para el desarrollo democrático del país. En el segundo caso, se trata de un tema altamente sensible por la historia reciente del país, porque muestra enorme dependencia financiera hacia el petróleo, por los poderosos intereses que se vinculan en esta área y por la construcción de un frente opositor que podría enlazar tanto a perredistas con priistas.
El diseño del gobierno calderonista y de los legisladores para impulsar ambas reformas ha llevado a un punto muerto o a un callejón de difícil salida: a cambio de que las pantallas de Televisa y de TV Azteca apoyen la campaña para “vender” las bondades de una reforma energética altamente conflictiva, tanto el Poder Ejecutivo como el Senado han dado señales de que están dispuestos a posponer, una vez más, la democratización del régimen de medios concesionados en el país.
Sin relación directa una cosa con la otra, los impulsores de la privatización de Pemex han decidido tener de aliada a la televisión, a cambio de que no se toque ni con el pétalo de una regulación los privilegios obtenidos por Televisa y su aliado, TV Azteca.
Por esta razón, existe un gran escepticismo y un ánimo pesimista entre los impulsores de una nueva ley de medios. El chantaje de la pantalla parece haberse impuesto. Igual que sucedió con la Ley Televisa, en plena campaña electoral. El intercambio de votos legislativos por tiempo-aire en pantalla es la moneda de cambio para el poder del rating.
En estos meses se perdió el impulso adquirido con la reforma constitucional en materia electoral y con la resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que ordenó cambios sustanciales a la Ley Televisa. En buena medida, porque en los dos partidos dominantes en el Congreso, el PAN y el PRI, existen cabilderos de primer nivel para impedir que los intereses de Televisa se vean afectados.
Prácticamente, los enterados del proceso de negociación dan por un hecho que la reforma a la ley de medios no estará lista para abril de este año, tal como fue el compromiso de los impulsores de la reforma del Estado que adquirió el extraño y sucesorio mote de Ley Beltrones.
En contrario, existen fuertes presiones e incentivos para que a finales de marzo se impulse una reforma energética que cumpla con un ambicioso plan de negocios que define la razón de ser del gobierno calderonista: la privatización ya no disfrazada en las áreas de exploración y distribución de petróleo, así como el fortalecimiento de la poderosa industria del gas, por cierto, altamente monopólica también.
Basta enumerar algunos de estos incentivos:
1. El encumbramiento de Juan Camilo Mouriño a la Secretaría de Gobernación no para definir la gobernabilidad del país, sino para impulsar el negocio que determinó fuertes donaciones a la campaña de Calderón.
2. El repliegue de los sectores priistas que están en contra de la privatización. Internamente se manifestarán en contra, pero es un hecho que el partido no se ha deslindado de la iniciativa privatizadora que encabeza el senador Francisco Labastida.
3. El frente opositor de López Obrador tiene un enemigo tan poderoso políticamente como los intereses petroleros: la fractura interna del PRD en vísperas de una elección interna que no se percibe ni fácil ni resuelta.
Los grupos intolerantes le hicieron un extraordinario regalo a la contraparte con los sucesos del pasado domingo 24 de febrero: demostrar con sus abucheos el encono contra Javier González y Carlos Navarrete que difícilmente podrán incluir a otros sectores que no comparten su visión y sus métodos de movilización.
Lo paradójico es que existe una opinión pública mayoritariamente en favor de la posición de López Obrador. Así lo revela una encuesta de la empresa Gaussc: 53% de los consultados no cree en el discurso de Calderón, que niega la privatización de Pemex; y 43% se manifestó en contra de la apertura al capital privado.
Quizá por esta razón, en los próximos días la operación mediática será muy clara: desacreditar al frente opositor de la reforma energética, a cambio de que los intereses de las televisoras permanezcan inamovibles.
El diseño de esta operación es muy arriesgado. El problema ya no será entonces un asunto de percepciones, sino de movilizaciones sociales. La imposición de una reforma para privatizar Pemex puede provocar una fractura social de dimensiones aún imprevistas.
En el primer caso, el dilema es la apertura de un sector altamente monopólico, decisivo para la salud pública porque la televisión es un medio determinante en la construcción de percepciones sociales y para el desarrollo democrático del país. En el segundo caso, se trata de un tema altamente sensible por la historia reciente del país, porque muestra enorme dependencia financiera hacia el petróleo, por los poderosos intereses que se vinculan en esta área y por la construcción de un frente opositor que podría enlazar tanto a perredistas con priistas.
El diseño del gobierno calderonista y de los legisladores para impulsar ambas reformas ha llevado a un punto muerto o a un callejón de difícil salida: a cambio de que las pantallas de Televisa y de TV Azteca apoyen la campaña para “vender” las bondades de una reforma energética altamente conflictiva, tanto el Poder Ejecutivo como el Senado han dado señales de que están dispuestos a posponer, una vez más, la democratización del régimen de medios concesionados en el país.
Sin relación directa una cosa con la otra, los impulsores de la privatización de Pemex han decidido tener de aliada a la televisión, a cambio de que no se toque ni con el pétalo de una regulación los privilegios obtenidos por Televisa y su aliado, TV Azteca.
Por esta razón, existe un gran escepticismo y un ánimo pesimista entre los impulsores de una nueva ley de medios. El chantaje de la pantalla parece haberse impuesto. Igual que sucedió con la Ley Televisa, en plena campaña electoral. El intercambio de votos legislativos por tiempo-aire en pantalla es la moneda de cambio para el poder del rating.
En estos meses se perdió el impulso adquirido con la reforma constitucional en materia electoral y con la resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que ordenó cambios sustanciales a la Ley Televisa. En buena medida, porque en los dos partidos dominantes en el Congreso, el PAN y el PRI, existen cabilderos de primer nivel para impedir que los intereses de Televisa se vean afectados.
Prácticamente, los enterados del proceso de negociación dan por un hecho que la reforma a la ley de medios no estará lista para abril de este año, tal como fue el compromiso de los impulsores de la reforma del Estado que adquirió el extraño y sucesorio mote de Ley Beltrones.
En contrario, existen fuertes presiones e incentivos para que a finales de marzo se impulse una reforma energética que cumpla con un ambicioso plan de negocios que define la razón de ser del gobierno calderonista: la privatización ya no disfrazada en las áreas de exploración y distribución de petróleo, así como el fortalecimiento de la poderosa industria del gas, por cierto, altamente monopólica también.
Basta enumerar algunos de estos incentivos:
1. El encumbramiento de Juan Camilo Mouriño a la Secretaría de Gobernación no para definir la gobernabilidad del país, sino para impulsar el negocio que determinó fuertes donaciones a la campaña de Calderón.
2. El repliegue de los sectores priistas que están en contra de la privatización. Internamente se manifestarán en contra, pero es un hecho que el partido no se ha deslindado de la iniciativa privatizadora que encabeza el senador Francisco Labastida.
3. El frente opositor de López Obrador tiene un enemigo tan poderoso políticamente como los intereses petroleros: la fractura interna del PRD en vísperas de una elección interna que no se percibe ni fácil ni resuelta.
Los grupos intolerantes le hicieron un extraordinario regalo a la contraparte con los sucesos del pasado domingo 24 de febrero: demostrar con sus abucheos el encono contra Javier González y Carlos Navarrete que difícilmente podrán incluir a otros sectores que no comparten su visión y sus métodos de movilización.
Lo paradójico es que existe una opinión pública mayoritariamente en favor de la posición de López Obrador. Así lo revela una encuesta de la empresa Gaussc: 53% de los consultados no cree en el discurso de Calderón, que niega la privatización de Pemex; y 43% se manifestó en contra de la apertura al capital privado.
Quizá por esta razón, en los próximos días la operación mediática será muy clara: desacreditar al frente opositor de la reforma energética, a cambio de que los intereses de las televisoras permanezcan inamovibles.
El diseño de esta operación es muy arriesgado. El problema ya no será entonces un asunto de percepciones, sino de movilizaciones sociales. La imposición de una reforma para privatizar Pemex puede provocar una fractura social de dimensiones aún imprevistas.
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