Cada día aparecen más noticias sobre problemas en las instituciones públicas de salud, sean éstos de la seguridad social o donde se deben prestar los servicios del seguro popular: falta de medicamentos, así como de médicos y enfermeras, hospitales inaugurados varias veces, pero sin dar servicios, presuntos fraudes con recursos del seguro popular, despidos de trabajadores que exigen mejoras en la prestación de servicio, etcétera.
La reforma de salud, que ya lleva tres lustros y cuyos puntos culminantes son la transformación del IMSS, en 1995; el Sistema de Protección Social en Salud, en 2004, y del ISSSTE, en 2007, ha tenido constante desaciertos. Cabe preguntarse si es un fenómeno mexicano o una situación semejante a lo ocurrido en otros países con reformas similares. En efecto, los resultados de las reformas neoliberales de salud en América Latina son un mal augurio para el sistema público del sector en México.
La reforma más semejante a la mexicana es la de Colombia. Fue aprobada en la Ley 100 en 1993, que introdujo un seguro de salud obligatorio para todos los colombianos. Para manejar los fondos de salud que ingresaron vía este seguro se establecieron administradoras de seguros de salud, públicas y privadas, muy semejantes a las Afores de las pensiones. Estas administradoras son las que contratan los servicios médicos para las familias inscritas, con prestadores privados o públicos. Existen dos esquemas de seguro: el “subsidiado”, para los pobres, y el “contributivo”, para trabajadores, empleados y personas que pueden pagar. El paquete de servicios médicos del régimen subsidiado incluye la mitad de los servicios que el contributivo. El papel que le queda al gobierno en esta reforma es regular los servicios y hacerse cargo de las acciones de salud pública por medio de los servicios locales de salud.
La expectativa de la reforma colombiana era que la competencia entre las administradoras y entre los prestadores de servicios iba a mejorar la calidad de los servicios. También se anunciaba que en un tiempo corto todo mundo contaría con un seguro de salud y, con ello, se habría logrado universalizar el derecho a la salud.
A 15 años de la reforma, los resultados son muy distintos a los previstos y hay consenso que requiere cambios estructurales profundos. Las condiciones de salud pública han empeorado. Por ejemplo, la cober- tura de vacunación bajó de 90 a 70 por ciento en 1996 para subir a 80 por ciento en 2004; la mortalidad materna subió de 63.2 a 81.5 por cada 100 mil nacimientos; los casos de tuberculosis incrementaron al igual que los brotes de paludismo.
Nunca se logró una cobertura universal del seguro, a pesar de ser obligatorio.
El porcentaje de asegurados era de 53 por ciento de la población, en 2000; 62 por ciento, en 2004, y 75 por ciento, en 2006. Adicionalmente, 25 por ciento de los no asegurados son pobres debido a que no alcanzan los criterios estrictos de inscripción al seguro subsidiado o por falta de fondos públicos para cubrirlos. Sin embargo, lo más grave es que actualmente hay menos acceso a los servicios médicos que antes de la reforma: cayó de 62 a 51 por ciento en 2000. Esto se debe a que la competencia entre los prestadores de servicios ha quebrado a cerca de la mitad de los hospitales públicos y las medidas de ahorro de las administradoras y prestadoras de servicio incluyen negar servicios necesarios a los asegurados. Estos resultados no deberían haber sorprendido a nadie. La lógica de mercado no es una lógica de satisfacción de necesidades, sino una lógica de costos y ganancias. Además, los economistas de salud saben desde hace muchos años que el de salud es el más imperfecto de todos los mercados.
La trayectoria de la reforma colombiana es el camino que le espera a México si no revisamos a fondo el esquema actual. La separación entre la administración de fondos y la prestación de servicios está prevista para el IMSS, el Seguro Popular y el ISSSTE. El argumento es el mismo: la competencia mejora la calidad. Detrás de este argumento está la ideología de la privatización neoliberal; de la transferencia a los privados de todas las actividades económicas importantes para obtener ganancias jugosas, independientemente de los efectos dañinos para la vida de la población.
Desgastar las grandes instituciones públicas para privatizar sus funciones es la estrategia para Pemex y para las instituciones públicas de salud.
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