Hace unos días dijo Germán Dehesa que el que asaltó a Talina Fernández era un imbécil. Y tenía razón. No sólo porque se dejó agarrar sino porque se necesita estar mal del cerebro para reconocer a Talina y proceder a despojar a sus acompañantes de sus pertenencias. Apenas había comenzado a regodearse con el reloj expropiado, cuando ya le habían caído encima una multitud de policías, primero, y una batería de fotógrafos después.
Y sin embargo, tienen razón los que afirman que las celebridades o los personajes públicos no deberían recibir un trato distinto del resto de los mortales. Si Oswaldo Sánchez, el cancerbero de la selección, fuese asaltado afuera de su casa para quitarle su cartera, ciertamente sería lamentable. Pero simplemente habría que decirle: “Bienvenido a nuestro mundo, así vivimos la mayoría de los mexicanos”. ¿Pero qué pasaría si en lugar de un asalto recibe una golpiza y una amenaza de que la siguiente ocasión que pare un gol en contra de Cruz Azul habrá de ser baleado? ¿Qué pasaría si los porteros o los goleadores de un equipo son golpeados, secuestrados o asesinados por los aficionados para asegurar la supremacía de su equipo? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que un centro delantero comience a dudar en anotar un penalti que provocará que ametrallen su casa? Una situación como esa obviamente colapsaría al futbol y exigiría de parte de la federación de futbol un llamado especial a las autoridades.
Eso es justamente lo que está sucediendo con los periodistas que se atreven a denunciar a los poderosos y al crimen organizado. Lo preocupante no es sólo los casi 40 muertos y desaparecidos del 2000 para acá, sino el hecho de que por cada profesional eliminado hay decenas de periodistas amedrentados o golpeados; es decir, cientos de informadores que lo pensarán dos veces antes de hacer otra denuncia periodística.
Si consideramos que no son muchos los reporteros que se atreven a investigar la corrupción policiaca en Culiacán y Tijuana, y muy pocos los que se animan a criticar a Ulises Ruiz en Oaxaca, se entenderá el efecto devastador que ha tenido el ataque a la prensa y la manera en que ha dañado a la comunidad para enterarse de lo que está sucediendo.
Esta autocensura no siempre es visible por parte del público. Todos los días vemos informaciones sobre los cárteles de la droga y sus actividades. Lo que no aprecia el lector es que se trata de información oficial ofrecida por las autoridades o simplemente resúmenes de lo conocido. Lo que ya no vemos en los medios de comunicación es una investigación periodística que revela los nombres de los comandantes que protegen al narco, o reportajes en la prensa local que exhiban los malas prácticas del poder regional. Existen, pero son piezas en proceso de extinción.
Los reporteros han comenzado a hacer lo mismo que harían los goleadores en la situación ficticia descrita antes: anotar sólo cuando el marcador es demasiado holgado. Nunca cuando el gol pueda hacer la diferencia.
El daño a la sociedad es inconmensurable. Por eso es que organismos internacionales y un puñado de periodistas mexicanos rechazan quedarse cruzados de brazos. El Comité de Protección de Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés) con sede en Nueva York se encuentra de visita en el país para exhortar a las autoridades a hacer algo más drástico. Habrán de entrevistarse con el presidente Calderón y otras autoridades. Entre otras cosas, insistirán en una petición de los periodistas en México: Asegurar que las amenazas y vejaciones en contra de la libertad de opinión de cualquier ciudadano o periodista sean convertidas en un delito federal.
Esto es importante porque la práctica ha mostrado que los policías y ministerios públicos locales están penetrados por las bandas que protegen al crimen organizado y/o los intereses de gobernadores y personajes públicos. Denunciar al góber precioso en Puebla por amenazas a un periodista es una actividad ociosa. Pedirle a policías de Tijuana que investiguen el crimen del subdirector del Semanario Zeta es pedirle peras al olmo.
El hecho de atraer los casos a un nivel federal no asegura nada, pero permite enfocar reflectores en una sola instancia. De hecho, la propuesta del CPJ pasa por una reorganización de la fiscalía contra delitos a periodistas. Primero, para colocar el énfasis no en los “periodistas” como individuos, sino en la libertad de opinión y en el periodismo como actividad. Es decir, el robo de cartera a un periodista no es delito federal, pero sí el intento de silenciar sus denuncias públicas. El asalto a un ciudadano no es un crimen federal, pero golpearlo por criticar a una autoridad tendría que serlo.
Segundo, se trata de que la fiscalía posea instrumentos jurídicos y de investigación capaces de operar en todo el territorio nacional. En realidad, hasta ahora la fiscalía ha sido más demagógica que útil, más estorbo que ayuda. Pero podría llegar a ser decisiva.
Esta podría ser la última llamada para restablecer la posibilidad de un periodismo capaz de denunciar los vicios públicos y la impunidad. De lo contrario habremos de conformarnos con la prensa que se reduce a inventariar a los ejecutados pero rara vez pone nombre a los sicarios y a los comandantes que los protegen. Estaremos condenados a un periodismo de media cancha, aunque estridente, alejado de las verdaderas porterías; y a un ciudadano pasivo destinado a aplaudir, pero nunca a abuchear o cuestionar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario